Yo, testigo de la decepción, en silencio.
—Eso le pasa a usted por caprichoso —ha sentenciado Mamá-. Se lo regalaremos a los pobres.
Entonces don Ignacio ha iniciado un puchero y me ha pedido el balón de reglamento.
—Cuando cumpla ochenta —ha dicho Mamá.
No se puede tener todo.
A Mamá, lo que más le divierte, es que alguien se caiga en la calle. Ser testigo de un tropezón ridículo, una caída desencuadernada o de un morrón imprevisto, le pone de buen humor durante varias semanas. Cuando en casa le entra la nostalgia, o simplemente se aburre, llama a Manolo el chófer y se larga a Sevilla o Jerez en busca de caídas callejeras. Normalmente vuelve de muy mal humor, decepcionada por la falta de espectáculo, sumamente contrariada.
—La gente de ahora no se cae como antes —murmura mientras se bebe el caldito que Flora le ha preparado.
En otras ocasiones, su retorno es glorioso, y nos reúne a don Ignacio y a mí, y también a Flora y Tomás, para narrarnos el acontecimiento. He escrito, y lo recuerdo, que Mamá jamás se ríe a carcajadas, y que su expresión más hilarante se reduce a un movimiento convulso del labio inferior. Mamá se ríe hacia dentro, igual que cuando llora. Vuela mi memoria a una tarde feliz. Volvió Mamá alegre como unas castañuelas —aunque odie las castañuelas-, y nos convocó en su cuarto de estar.
—Lo de hoy ha sido maravilloso. Una señora de mediana edad que paseaba por la plaza Primo de Rivera se ha asustado con el bocinazo de un camión, ha pegado un brinco, se ha topado con la rama de un árbol, y poco a poco, que es mucho más divertido, ha ido cayéndose con las piernas cada vez más abiertas hasta que se ha dado un culazo en la acera que ha sido el culazo más culazo que yo he visto en mi vida.
Aquella noche resultó inolvidable, y Mamá apuró cadencias y detalles, imitó sonidos guturales, escenificó la tragedia y lo pasamos de maravilla.
Hoy, a eso de las siete de la tarde, para no soportar demasiado el calor, se ha marchado con Manolo con rumbo desconocido. A las diez han vuelto, ambos con muy mala cara.
—Hijo, hay que despedir a Manolo el chófer —me ha dicho como único comentario.
—No puede ser. Manolo es un mecánico estupendo, conduce de dulce, no bebe, es prudente, arregla cualquier avería y lleva en casa más de treinta años. ¿Qué te ha hecho Manolo, Mamá?
—Me ha desobedecido y negado su colaboración.
He bajado hasta los garajes para hablar con Manolo. Ahí está, cariacontecido y receloso. Le he dado un abrazo, para infundirle tranquilidad y confianza. Me lo ha contado todo. Cuando llevaban más de una hora apostados en un lugar bastante concurrido, y en vista de que nadie se caía, Mamá decidió pasar a la acción.
—Manolo, agarre mi bastón y póngale una zancadilla a ese señor bajito que va a cruzar la calle.
—Señora marquesa, eso no es deportivo ni civilizado —le respondió Manolo negándose a protagonizar la travesura.
—O se cae ese señor bajito o usted se marcha de casa, Manolo.
—Pues me marcho. Esto no es juego limpio.
Sepulcral silencio el de Mamá, pero, siempre según la interpretación de los hechos de Manolo, con la mirada de precipitada decisión. Dicho y hecho, ha esperado que el señor bajito estuviera a su altura, y cuando éste pasaba juntó a ella, ha efectuado un disimulado escorzo alargando el bastón entre las piernas del cándido viandante. Pero no ha calculado bien, y al estirarse ha perdido el equilibrio, y el morrón se lo ha dado ella. El señor bajito, consternado, la ha socorrido, ayudado a incorporarse, preguntando por su estado de salud, ofrecido su ayuda para llevarla a un hospital, y no la ha abandonado hasta que ha visto con sus propios ojos que Mamá estaba bien, sólo alterada por su error, sofocada por el esfuerzo muelle y avergonzada, en el fondo, de su actitud. Oída la versión de Manolo, he subido a ver a Mamá.
—Papá jamás te habría permitido hacer ese tipo de trampas, Mamá.
Ha permanecido muda, contadísima.
—Manolo me lo ha contado todo, y se queda en casa. Eres tú la que tiene que pedir perdón.
—Ya me he confesado con don Ignacio y me ha puesto dos avemarías de penitencia. Yo sólo le pido perdón a Dios.
Con el tiempo, ya en frío, le duele un costado. Se ha retirado a descansar a su cuarto. Renqueaba. No me ha mirado al besarme y la conozco muy bien. Iba avergonzada. No sé si por haber fallado, o porque la del morrón ha sido ella.
Todos tenemos alguna rareza, y yo no me salvo de la anomalía común. Pocas veces caigo enfermo, que si frágil de apariencia, soy raerte como un roble en el equilibrio de la salud. Pero de cuando en cuando, Sobre todo en verano, me llegan las fiebres como a todo hijo de vecino. El solazo, el agua fría, los cambios de temperatura por el aire acondicionado… No sé, pero he amanecido con la fiebre en cumbre, y me he visto obligado a guardar cama. Y aquí surge mi rareza.
—Buenos días, señor, tiene mal aspecto —me ha saludado Tomás al entrarme el desayuno.
—Malísimo, Tomás. Estoy con fiebre y no tengo ganas de desayunar. Siéntate y cuéntame un cuento.
Mi rareza es que necesito que me cuenten historietas o cuentos cuando estoy en cama o con fiebre. Mamá apenas se sabe el de la Cenicienta, y mal. A Mamá le cae fatal la Cenicienta y se le nota su simpatía por la madre y las hijas que de continuo, la humillan. Pero Tomás, que es leído y buen narrador, cuenta las historias divinamente.
—Señor marqués; no recuerdo el último que le conté.
—Yo sí, Tomás. Fue cuando tuve gripe hace seis años. El cuento se titulaba
El gamito poco agraciado,
y era muy triste, pero de final feliz.
—Entonces, para no repetirme, le voy a contar
Capuchita violeta,
que es la mar de interesante, señor marqués.
Dicho esto, ha acercado una butaca a los pies de la cama y ha iniciado la historieta de
Capuchita violeta.
—Erase una vez, señor marqués, una niña muy alegre que vivía con su madre en una casita del bosque. Su madre, que era viuda, tenía un compañero sentimental, su pareja de hecho, que trabajaba en la ciudad y las visitaba los fines de semana. Capuchita violeta era llamada así porque siempre llevaba una capucha de ese color en la cabeza, para no sufrir insolaciones como la que hoy tiene postrado en cama al señor marqués. Capuchita violeta le llevaba todos los miércoles una cesta con alimentos a su abuela, que vivía sola en la otra punta del bosque. Aquella tarde, su madre le había preparado unos pastelitos de kiwi, un pastel de crabarroca, un pudín de fresas y una «Bavarois» de chocolate blanco. Capuchita agarró la cesta que le entregó su madre y cantando y saltando entre las florecillas partió camino de la casa de su abuela, que más o menos tenía la edad de la señora marquesa viuda. Al llegar a un claro, Capuchita se encontró con el Lobo Estepario, le dio mucha pereza y siguió el camino. Pero a cien metros de la casa de su abuelita, le salió al paso el Jabalí Atroz, que no sólo se contentó con quitarle la cesta y comerse todas las delicias que le llevaba a la abuela, sino que la dejó pajarito de una cuchillada en plena femoral. Cuando la abuela oyó los gritos de auxilio de su nieta, saltó de la cama y corrió en su ayuda, pero el Jabalí Atroz había escapado y Capuchita Violeta yacía occisa de decúbito prono y con una gran mancha de sangre alrededor de su inocente cuerpecillo. Entonces la abuela, indignada con el malvado Jabalí Atroz, soltó una palabrota irreproducible en un cuento, incluso en un cuento para un señor con sesenta y dos años, y se encerró en su casa con la tristeza que sólo siente una señora que va a merendar y se queda sin merienda. Y colorín colorado, este cuento se ha acabado.
—Me ha parecido un cuento muy desagradable, Tomás. El de
El gansito poco agraciado,
que al principio resultaba penosísimo, terminaba bien. Creo que me ha subido la fiebre con la historia de la pobre Capuchita Violeta que en paz descanse.
—Señor marqués, en la vida hay que afrontar las desgracias con serenidad. No todo termina como quisiéramos nosotros.
—De acuerdo, Tomás, pero lo que me has contado hoy es una tragedia, y aún no me he repuesto. Avisa a Marisol, quiero verla.
Se ha marchado Tomás. Ha narrado el cuento estupendamente, pero no ha tenido tacto al elegirlo. Terrible el final de Capuchita Violeta a manos del espeluznante Jabalí Atroz. Horas y horas he estado dando vueltas en la cama, pensando en la desgracia de esa pobre gente. De repente, un golpe en la puerta. Era Marisol.
—Me ha dicho Tomás que desea verme y que tiene usted la fiebre muy alta, señor marqués.
—Sí, niña. No quería morirme sin despedirme de ti.
—Usted no se va a morir, señor marqués. A propósito, su madre viene para acá. La acompaña don Ignacio. Mejor me voy y vuelvo más tarde, que pueden pensar cosas raras.
Diez segundos después de salir Marisol, ha ingresado en mis aposentos el amor maternal y el consuelo de la Iglesia.
—Has llorado, hijo —me ha dicho Mamá, siempre certera.
Entonces ha cogido el termómetro, me lo ha puesto, se ha sentado en la butaca y ha iniciado su cuento: «Erase una vez una joven muy impertinente que se llamaba Cenicienta…».
En la parroquia del pueblo tienen equivocados los datos de sus feligreses. De no ser así se habría evitado la confusión y el mal rato de los catequistas. Hace meses, el párroco, que es un cura de estos modernos, solidarios y reivindicativos sociales —lo contrario que don Ignacio, a Dios gracias-, organizó una serie de actividades para ayudar a hacer más llevadera la vida de los ancianos de su parroquia. Desde que existe el Inserso, a la Iglesia le ha dado un ataquito de celos y no deja en paz a los pochitos. Don Félix, que así se llama el hombre de Dios, es muy aficionado a la música, y a fuerza de trabajo y ensayos, ha logrado formar un grupo coral que canta fatal. Pero acude a los hogares de los ancianitos y canta para ellos. Horribles canciones, como
Una flor ha nacido en tu alma, Señor, que mi barca no naufrague,
o
Aleluya, Aleluya, todos somos jóvenes,
que tiene un gran éxito entre el público catecafizado. El hecho es que yo estaba hablando con Tomás cuando mi madre me ha llamado por el interfono desde el ala norte de casa, su lugar de veraneo.
—Hijo, ven inmediatamente, y trae la escopeta.
—¿Ladrones, Mamá?
—No, muchísimo peor. Catequistas.
Sin armas me he presentado a los pocos minutos en el salón de verano de Mamá, que conocemos en casa como el «Garibay», en recuerdo de un establecimiento, el Garibay Tea Room que Mamá frecuentaba cuando veraneaba en San Sebastián. La escena, estremecedora. Mamá rodeada de jóvenes con guitarras y don Ignacio enfurecido en un rincón dando la espalda al espectáculo. Los jóvenes, chicos y chicas, muy amables y saludadores.
—Hijo, pretenden cantar para mi consuelo la canción
Señor, que mi barca no naufrague.
Échalos de casa.
Los catequistas o catecúmenos son gente dura, que soporta toda suerte de vejaciones en beneficio de la salvación de almas como la de Mamá.
—¡Esta señora no necesita canciones! —ha gritado don Ignacio desde el rincón.
Pero el grupo coral, ajeno a la explosión de ira de nuestro capellán, ha iniciado la canción con enorme entusiasmo: «Haz Señor, que los remos de mi barca no se quiebren con la tempestad porque quiero llegar a tu Puerto para toda la eternidad». De alipori. De carne de gallina.
Mamá, más roja que un tomate, carmesí como la pintura de labios de doña Concha Piquer. Don Ignacio, a punto de estallar, ha abandonado el salón. Flora, con un principio de ataque de risa. Tomás, con una expresión de sorna humillante. Y yo, sin reaccionar. Lo he hecho después de la tercera estrofa, la que dice: «Si las olas del turbio pecado a mi barca hacen naufragar no podría llegar a tu Puerto para toda la eternidad».
—Se acabó, señores. Mi madre no necesita que nadie le ayude para salvar su alma. Mi madre jamás ha pecado. Y según su cuaderno de notas, tiene acumulados más de cuarenta y siete millones de días de indulgencia plenaria. Así que muchas gracias. Tomás, acompaña al coro a la puerta.
Los miembros de la agrupación coral han reaccionado con estupor y posterior firmeza:
—Usted no tiene derecho a negar a una madre anciana un buen rato de esparcimiento y meditación —me ha soltado la jefa de grupo.
—En la parroquia nos han dado esta dirección, y nosotros nos limitamos a hacer el bien sin distinciones de ninguna clase.
—Precisamente por eso —ha terciado Mamá-. Yo soy la distinción, y ustedes se van de aquí o mi hijo se pone a pegar tiros.
Entonces ha mirado hacia mí y ha reparado en el detalle. Que estoy desarmado. Pero Tomás, esta vez sí, ha estado oportunísimo.
—Váyanse, que conozco a este tipo, y las apariencias engañan. Si se enfurece es capaz de matarlos a todos.
La frase de Tomás, unida a su condición de menestral, ha actuado como mano de santo. El grupo coral se ha incorporado, los músicos han enfundado sus instrumentos y muy silenciosa, pero activamente, han abandonado el lugar. Cuando me he quedado a solas con Mamá —Flora y Tomás los han acompañado— se ha mantenido el silencio durante diez segundos. Transcurridos éstos, Mamá ha procedido a dar su última orden:
—Susú, abre las ventanas para que corra el aire. Estos chicos tan buenísimos irán derechitos al Cielo, pero en la tierra dejan una peste a sudor que ¡vamos, vamos!… Y he abierto las ventanas.
El único familiar vivo de don Ignacio, su prima Genuflexa, ha fallecido. Hace más de treinta años que no se trataban. También los pobres tienen sus líos de herencias, que si ese terrenito, que si esa imagen de la Virgen, que si ese arcón del pasado siglo… Según don Ignacio, a Genuflexa la bautizaron así por una santa mártir de lo más rara que vivió en tiempos de Nerón. Mártir tan rara como poco, eficaz, por cuanto intentó suplicando de rodillas al centurión de turno no ser enviada al circo para disfrute y gozo de los leones. Cuentan los testigos allí presentes, que el centurión se sintió tan conmovido por los ruegos de la chavea que accedió a su petición. Se creó una situación confusa, no del todo bien explicada por los escribanos de la época, «Ahora tú pasar por el aro —dijo el centurión. La santa, que no tenía mundo, restó muda en demanda de una orden más precisa-. Tú no ir a los leones, pero centurión darse gustirrinín contigo.» La santa, que empezaba a ver las cosas claras, se resistió como buena mártir que era, pero su terror a los leones doblegó su voluntad y acabó por entregarse al libidinoso e impúdico centurión. Consumado el acto, durante el cual ella evidenció una falta absoluta de experiencia y una innata sosería, el centurión la obligó a arrodillarse para dar cuenta de su vida con un magistral y certero espadazo. De ahí lo de Genuflexa.