—Un mal golpe que me he dado en salva sea la parte, señor marqués.
—¡Ah, sí, en el popurrí! —exclamé divertido.
Se puso más blanco que un alhelí con anemia.
Con Mamá no hablo del asunto. Ella conoce mi drama, porque ya de niño lo padecía. Curioso inicio y curioso final. A partir del 15 de junio, se callan las pedorretas. Pienso que podría tratarse de una alergia rara, de una manera escandalosa que tiene mi organismo para protestar por algo. A mi padre le hacía gracia mi tormento, y Mamá ponía las cosas en su sitio:
—Ildefonso, no te rías, porque eso le viene a nuestro hijo de tu familia.
Mamá se refería a un río de Papá, Cuscús Valeria del Guadalén, que en una audiencia con don Alfonso XIII, en pleno salón de Gasparini, al cuadrarse para dar el taconazo se fue por detrás con tal estrépito, que Su Majestad creyó que se trataba de un atentado.
—Perdón, Señor —farfulló mi tío con el sonrojo alicatado hasta el techo.
—Enhorabuena por tu poderío, Cuscús —le dijo el Rey para quitar hierro al asunto. Pero al día siguiente lo sabía toda España. Y era por mayo, para mayor coincidencia con mi tragedia personal.
Empieza el trasiego de los ánsares, de nuevo hacia el norte de Europa. Pero en los álamos vuelan las oropéndolas, que tienen una voz prodigiosa, algo así como «pitoliú, pitoliú». Parece que cantan en catalán. El macho es amarillo fuerte —lo que los franceses llaman
jaune- vif
—, y la hembra, más discreta de plumaje, de un amarillo verdoso, que los franceses definen como
jaune-vert
. Me gusta la primavera porque ejercito mi francés, que durante el resto del año descansa en el lugar más recóndito de mi cerebro.
Gus me ha acompañado a pasear. En la chopera del sotillo, la umbría invitaba a un alto placentero. Me he sentado sobre la hierba, fresca y jugosa, mientras Gus perseguía a los rayos de sol que se filtran por la fronda.
En un álamo, una pareja de oropéndolas. Espectáculo prodigioso de luz y de sonido. Al incorporarme para seguir la marcha, ¡patapum, pumba, patapum!, un trallazo alérgico. Gus ha ladrado y las oropéndolas han huido despavoridas, vuelo arriba va, hacia los encinares.
Menos mal que no me acompañaba Tomás.
Marisol, la hija de Lucas el guarda, ha vuelto de Sevilla. Todo aprobado, y con nota. Si alguien le dice a mi abuelo que la hija de uno de sus guardas iba a estudiar Arquitectura, le da un telele. A mí, no. Me encanta que Marisol estudie, y que tenga un título tan difícil, porque hacer casas y que no se caigan no está al alcance de cualquiera. Mamá no lo sabe, pero a esta niña le pago yo por los bajíos de la enagüilla todos los gastos. La he metido en un Colegio Mayor de respeto, y recibe clases diarias de inglés y de alemán. La quiero como si fuera mi hija, pero rechazo mis sentimientos paternales. En el fondo, la quiero con todos sus inconvenientes humanos, y no me atrevo a reconocérmelo. Tiene mérito Marisol, y Lucas su padre, que se quedó viudo por una mala pata. La gente humilde se muere por cosas que a nosotros ni nos rozan.
La madre de Marisol se fue en un parto prematuro, poruña septicemia, y dejó a Lucas viudo y a su hija, huérfana. Este Lucas es de lo que no hay, y hago lo posible, que es bastante, para que gane más que el resto de los guardas. Un hombre que se queda solo con una hija, joven y simpático, casi analfabeto, y que educa a Marisol como lo ha hecho, merece más que un premio.
Ha vuelto Marisol y esto ha cambiado. De golpe, todo luces, todo resplandor, todo armonía. Está más hecha, de caja y palabra, de paisaje y de forma de ser. Tomás, como siempre, punzante y desagradable.
—A usted se le cae la baba con la niña, señor marqués.
Y tiene razón. Pero no hay caso. Le saco a Marisol cuarenta años, y Mamá nunca me permitiría tener amores con la hija de un guarda. ¡Qué más da! De tener permiso, ella jamás se fijaría en mí como hombre. Lo que me duele es lo del permiso, lo de la autorización. ¿Quién es Mamá para obligarme a nada? Y si me obliga, ¿por qué vive tanto? Si soy como soy, si tengo a mis sesenta años estos ramalazos nuevos de hombre posible, es porque Mamá no me ha dejado ser de mi edad nunca en la vida. De haberlo sido, lo de Marisol sería una degeneración. Pero como jamás fui joven, ni estudiante, ni libre, ahora me siento atrapado por una obsesión recién nacida que me vuelve loco. Por eso, cuando Tomás me dice «a usted se le cae la baba con la niña, señor marqués», yo bajo la cabeza, murmuro algo y me callo. Me callo porque no puedo darle la razón, que la tiene del todo.
Me ha traído Marisol de regalo una corbata. Muy atrevida y nada adaptable a mi personalidad. Es de un color difícil de explicar, más lila que morada, con unos dibujos estampados que representan a un lince, más naranja que amarillo, sentado sobre una hierba más negra que verde. Un lío de corbata. Pero me la he puesto, porque su ilusión es la mía, y su recuerdo mi felicidad.
—Susú, esa corbata me muerde —ha dicho Mamá cuando he acudido a saludarla.
—Es el siglo veintiuno, que irrumpe también en mi estética —le he contestado para turbar un poco su seguridad.
—Pues si el siglo veintiuno es como esa corbata, que Dios me llame pronto, porque no lo voy a soportar.
A décima de yema, a punto he estado de quitármela. Pero no. De aquí no paso. Que se fastidie Mamá si no le gusta mi siglo XXI. Está tan segura de sí misma, que no ha sabido responderme cuando le he replicado:
—Pues que Dios te oiga, porque no pienso quitarme esta corbata en quince días.
Ojos de trucha, barbilla de urogallo, quietud de puma hembra subida a la rama de un ombú para precipitarse sobre su merienda. Soponcio callado. Indignación sonora.
—¡Susú!
Y yo tan tranquilo.
—¿Qué, Mamá?
Duermo con la corbata a mano. La acaricio. Me parece elegantísima, original, y muy a juego con todas mis camisas y chaquetas. Marisol encantada de vérmela, y yo más de que me la vea.
Cosas del campo y de la vida. Mamá no comprende, o no quiere enterarse de nada. Al fin y al cabo, de enterarse, nada sería el resultado. No por mi culpa, por la suya. Sólo por la suya.
Hoy se ha celebrado la ceremonia de la Primera Comunión de Lolecitas, la hija de Fermina la costurera. Como siempre, Mamá le ha regalado un crucifijo de plata, un libro sobre la vida de algunos santos, un yoyó y dos mil pesetas. Además ha pagado el desayuno, que ha tenido lugar en el jardín del servicio. Ha armado un poquito de bronca porque han vuelto a plantar geranios, que son sus flores menos queridas. Dice que de un geranio puede salir en cualquier momento una bailaora y ponerse a taconear. Pepillo el jardinero le ha asegurado que mañana no queda un geranio en toda La Jaralera, y se ha tranquilizado un poco. Lo malo es que al enfadarse, según ella, ha pecado, y se ha tenido que confesar con don Ignacio, retrasando la Primera Comunión. El retraso ha sido la consecuencia directa de más de un mareo por parte de los invitados. La gente ordinaria se desmaya mucho con las emociones, los disgustos y los ayunos. Al final todo ha pasado y Lolecitas ha hecho su Primera Comunión divinamente, con una devoción y recogimiento que ha gustado tanto a Mamá que le ha añadido otras mil pesetas de regalo.
Yo le he dado una bicicleta, que le ha hecho más ilusión que el libro de los santos y el yo-yó. Una bicicleta con toda clase de artilugios, excepto el que más me gustaba a mí cuando era niño. El estuche con los parches. Las bicicletas de ahora, con esas ruedas tan gordas y dibujadas apenas pinchan, y no las venden con estuche de parches. La bomba de aire preciosa, de color azul, y una especie de cantimplora. Puesto a hacer gastos le he comprado también un casco, aunque a Mamá lo del casco le ha parecido un derroche:
—Te has pasado con el casco, Susú. Ha tenido que costar un ojo de la cara.
Pero a Lolecitas le ha encantado, y Fermina estaba feliz.
En el desayuno han cantado y todo. Los invitados no han dejado ni una miga sobre la mesa. Cuando han iniciado el canturreo, Mamá se ha despedido y retirado a descansar. Yo me he visto obligado a quedarme, por cortesía de anfitrión, y me lo han agradecido mucho. Marisol casi no me ha mirado en toda la mañana y me temo que algo no le ha gustado. Cuando se enfada, ni me mira, ni me habla, ni me sonríe, ni nada. Puede ser que le hayan venido sus cositas de mujer, que cambian mucho el carácter de las jovencitas. Le pediré a Flora que se entere.
El sermón de don Ignacio, bastante frío. No se lleva bien con Fermina desde el día que le arregló mal la sotana de paseo. Según Fermina, que era imposible que diera más de sí, y que en lugar de la sotana, lo que había que arreglar era la gula de don Ignacio. El capellán lo tomó como una impertinencia y se la juró a la costurera. Hoy se la ha devuelto a costa de la pobre Lolecitas. Transcribo su homilía al pie de la letra.
«Amados hermanos: Hoy nos hemos reunido para acompañar a Lolecitas en su Primera Comunión. Así sea.»
La verdad es que no se lo ha pensado demasiado y ha resultado gélido. Terminada la ceremonia, Fermina ha contraatacado con éxito:
—Don Ignacio, gracias por su brevedad, porque a usted Dios no le ha llamado por el camino de la oratoria.
El semblante de don Ignacio lo decía todo, pero no sólo se ha tragado la ofensa, sino la mitad de los bollos del desayuno.
La fiesta ha ido bastante bien hasta que se han puesto a cantar lo de «Sevilla tiene un color especial». Cuando se principia así se termina con varias tandas de sevillanas, y eso es demasiado para mi cuerpo. He besado a Lolecitas, me he despedido de Fermina y sus invitados, he mirado a Marisol sin obtener respuesta y me he largado a casa, donde Mamá me estaba esperando con una carita más especial que el color de Sevilla.
—Como sigas regalando cascos no llegamos a finales de mes, Susú.
—Buenos días, señor, cielo nublado que amenaza lluvia. Al campo le vendrá de perlas.
—Buenos días, Tomás; ya es hora de que caigan unas cuantas gotitas. Prepárame el baño, por favor.
—Ahora mismito, señor. ¿Le digo al practicante que suba?
—¿Qué practicante, Tomás, de quién me hablas?
—Del practicante, señor. Según he entendido, la señora marquesa viuda desea que el señor marqués reciba un tratamiento de choque vitamínico por vía intramuscular.
—¿Y desde cuándo mi madre toma este tipo de decisiones sin mi autorización?
—Desde siempre, señor marqués, si me está permitido recordárselo.
Sencillamente indignante. A estas alturas de mi vida, inyecciones de vitaminas a traición. He adoptado la medida que se espera de quien es la máxima autoridad de esta casa.
—Tomás, dile al practicante de mi parte que por donde ha venido, que se vaya. Y que no se te ocurra chivarte a la señora marquesa.
La temperatura del agua, divina. Da gusto bañarse sin prisas. En plena faena, Tomás de nuevo.
—Señor, el practicante insiste en sus intenciones. Me ha sugerido la conveniencia de que usted colabore, pues de lo contrario se vería obligado a recurrir a la señora marquesa.
—Bueno, que espere. Esto lo arreglo yo en dos minutos. La toalla y la bata, Tomás.
—No se ha lavado el pelo, señor.
—No estoy para pequeñeces, Tomás. La toalla y la bata. Voy a hablar con mi madre.
Mamá estaba desayunando en su cuarto. Nada más verme se ha apercibido de mi estado de máxima excitación.
—Es por tu bien, Susú. He leído en una revista que a tu edad es fundamental la vitamina C. Por eso he llamado a Moreno, el practicante. Te sentará divinamente.
—Me niego a ponerme esa inyección, Mamá. Me encuentro fenomenal, no necesito para nada más vitamina C y, además, me horrorizan las inyecciones.
—De acuerdo. No te puedo obligar. Pero hasta que no te pongas la inyección, Moreno se quedará en casa. Le diré a Flora que le prepare un cuarto. Si quiere instalarse su familia, que lo haga también. Y ahora déjame, que tengo que rezar por las misiones del Sudán.
Durante la comida, la tensión se mascaba en el ambiente. Don Ignacio se ha mostrado algo mohíno, porque tiene que compartir su cuarto de baño con Moreno y su mujer. Mamá ha estado de dulce con el matrimonio Moreno.
—Tienen todo a su disposición, y váyanse acostumbrando a vivir aquí, porque pueden pasar años hasta que mi hijo se convenza de que todo lo que se hace es por su bien.
Mi postura ha sido la del silencio permanente. Ni una palabra. Hay que demostrar quién es el que manda.
Por la tarde, cuando estaba leyendo un libro de poesía, Tomás me ha anunciado la llegada de los seis hijos del matrimonio Moreno, que también se instalan en la casa. Lo he notado porque gritan una barbaridad y hacen un ruido insoportable.
—¡¡¡Vamos a jugar al escondite!!! —Han ululado al unísono. Gus como una pila. Por el ventanal he seguido el desarrollo del juego. Uno de los niños se ha escondido en un rododendro, y casi lo ha tronchado. Otro, el más ordinario, le ha lanzado una pedrada al pobre Gus, que se ha refugiado en el garaje. Una de las hijas se ha subido la falda, se ha bajado las braguitas y ha hecho pis al lado del magnolio grande. Me rindo. Tomás ha respondido a mi llamada.
—Tomás, dígale al practicante que estoy dispuesto a pincharme. Pero que se vaya después con toda su asquerosa familia.
A los pocos minutos ha llegado Moreno.
—Una lástima que se haya entregado, señor marqués. Mi familia y yo estábamos muy cómodos aquí.
Silencio total por mi parte.
—Túmbese en el sofá y bájese los pantalones. Tranquilo, tranquilo. No haga fuerza, deje blando el glúteo, esto no duele nada, piense en otra cosa («¡ay!»), ¿le ha dolido? ¡Ya está! Ha sido usted un valiente, señor marqués.
Se han ido los Moreno. Mi glúteo derecho se resiente. Mamá está feliz y don Ignacio ha respirado. Pero me siento mortificado, escocido y a punto de saltar. Todo sea por mi salud.
—Tomás, un whisky.
—Señor, hoy no puede beber. Está contraindicado.
—Tomás, ¿te atreverías a tirarle del moño a mi madre?
—Nunca, señor.
—Me siento solo, Tomás.
—Todo se arregla, señor, le traeré aquí la cena. Descanse, que mañana será otro día.
—Me duele el culo, Tomás.
—Ofrezca su dolor por las misiones del Sudán.
—Fuera de mi vista, Tomás.
—Ya sabe dónde encontrarme si desea algo, señor marqués.