Me he llevado al huerto a todas menos a Flora. Mi empeño es sólo ése. Un reto, una obsesión, una escalada arriesgada en pos de una cima que me quita el sueño.
Ramona
Ramona Bizcarrondo Iruretagoyena. Cincuenta y cinco años. Natural de Zumárraga, Guipúzcoa. ¿Qué hago aquí, en La Jaralera, tan lejos de mi casa y de mi gente? Trabajar de cocinera en casa del marqués de Sotoancho, al que mi hijo Iñaki llama «Sotoantxo».
La marquesa, a pesar de su carácter, me trata bien. Me ignora —apenas me ve-, y el marqués es amable. Hace mejor tiempo en La Jaralera que en Neguri, donde también serví de cocinera en casa de una familia bien venida a menos. Una familia de las de siempre.
Soy, quizá, la única de la casa que trata con afecto al pobre capellán. Le hago buñuelos y dulces, y aunque tengo entendido que está enfermo de diabetes, ¿qué mejor muerte que la producida por vocación?
No soy brusca ni cortante. Soy vasca. Mi valle es triste y cimarrón, pero bellísimo. Hayas, castaños, robles y fresnos. Verde de tantos verdes que da pereza pensar. Y largos inviernos de lluvia y frío. Por eso soy así, como mi tierra. Y aquí vivo bien.
Margarita Restrepo Olivares «Marsa»
Nací en Santa Fe de Bogotá (Colombia) hace treinta años. Mis padres fallecieron en un accidente de aviación cuando era casi una niña, y me encontré, con toda la naturalidad del mundo, con una inmensa fortuna. En Armenia y Pereira tengo varias estancias, alguna dedicada al ganado y otras a las plantaciones de café. Me crié entre capataces y andariegos, y aprendí a conocer y amar a la gente de nuestro campo. Pero un tío mío, hermano de mi padre, decidió que mi posición era merecedora de otro tipo de educación, y me envió a Londres, Madrid y París para refinar mi cultura. Estoy muy buena, que se me había olvidado. Y como estoy muy buena, soy simpática, graciosa y políglota —lo mismo hablo un inglés perfecto que la jerga de los recolectores-, he dejado miles de corazones rotos en la cuneta de mi camino.
Los años pasados en Inglaterra, España y Francia me pulieron. Estudié idiomas y arte. Me enamoré, en señal de buena educación, de un inglés, de un español y de un francés, a los que despaché cuando me apercibí de que los tres, más aún que de mi encanto y belleza, estaban enamorados de mis posesiones. Murió mi tío, y fui nombrada consejera del Banco de Bogotá.
Me casé dos veces. La primera con un hombre educado y cortés, fogoso y macho, llamado Oscar Rubén Cañizares. No quise saber demasiado de su trabajo, pero era rentable. Una tarde lo ametrallaron en Medellín y me enteré de que era conocido como «Cocafina». Renuncié a la herencia que me correspondía porque mi fortuna es tan grande como limpia. Pero me costó olvidarlo, porque fuera de sus manejos era un tipo divertido y vividor, loco como cabra, siempre positivo.
Mi segundo marido, que aún vive, es todo lo contrario. Un celoso tamaño baño. Inhóspito, desconfiado y pesadísimo. No me enamoré; simplemente me nació en su presencia mi impulso de madre, porque es como un niño. Se llama Simón Bolívar Gutiérrez Eichmann, y mucho me temo que su madre sea hija de un alemán muy rubio que vino a Colombia después de la Segunda Guerra Mundial. Porque Simón Bolívar, de estar callado, parecería de Nuremberg. Acabé harta de él y nos divorciamos. Le di una buena cantidad de dinero, pero es muy correosón, y me advirtió que si me casaba por tercera vez «balacearía» a mi nuevo marido. Y es muy capaz.
Cuando me aburro, viajo. Lo hago sola. En Portugal elegí un hotel, el Albatroz, que está en Cascais, un pueblillo pesquero cercano a Lisboa. Una noche en el bar, conocí a un personaje fantástico. Estaba como una cuba, bebía sin parar y tenía un mayordomo que de cuando en cuando entraba en el bar y le daba noticias. Se sentó a mi lado y no hizo falta que utilizara mis trucos para saber de él. Me lo contó todo. Hasta que no había hecho el amor con mujer alguna a pesar de su edad.
Me conmovió. Era como un hombre de otra época, y eso a las colombianas nos gusta mucho.
Un tímido caballero andante con escudero y todo. Me habló de su casa, La Jaralera, y de su madre, su padre, su vida, su aburrimiento, su fortuna… y de Marisol. Me pareció una locura lo de Marisol, pero lo dejé estar. Al día siguiente almorzamos en un restaurante de Estoril y por la tarde me lo llevé a la piltra. Quise probarlo. Lo malo es que, incomprensiblemente, sentí por él una pasión verdadera, entre maternal y hembrera.
Y él, lo mismo de lo mismo. Habló con su madre, rompió sus relaciones con Marisol, y me ofreció ser la novena marquesa de Sotoancho, o sea, su mujer. Estalló la guerra. La niña Marisol se comportó correctamente —seremos muy buenas amigas-, pero la madre… Hasta utilizó el más miserable de los trucos para suspender mi boda por lo civil. Todo llegará, y cuando llegue, se darán ustedes perfecta cuenta de lo bicho y anaconda que es esa señora.
Papa Juan Pablo II
Mi protagonismo en este libro es limitadísimo, y no voluntario. Por ello declino la oportunidad que me brinda su autor de presentarme.
Una negligencia de don Ignacio, un despiste —otra cosa no pudo ser-, sirvió para que Mamá protagonizara un milagro de los que no admiten dudas. Pero no quiero adelantarme a los acontecimientos. Voy a calmar mis nervios, serenar mi espíritu y narrarles el hecho. Si la Iglesia no fuera tan remisa en proclamar santidades, en lugar de Mamá hablaría de santa Cristina Hendings, marquesa viuda de Sotoancho. La marquesa santa. Así de sencillo.
Mamá quedó muy impresionada después de ver un reportaje en la televisión sobre el hambre en el mundo. Ella es así, y su reacción fue tajante:
—En solidaridad con los necesitados voy a hacer un sacrificio. No andaré en seis meses. Susú, que me compren una silla de ruedas.
Cosas de los santos. Como lo dijo, lo hizo. Le compramos la silla de ruedas y Mamá dejó de andar. El problema mayor recayó en don Ignacio.
—Padre Ignacio, usted será el encargado de empujar mi silla durante el período de mi sacrificio.
A don Ignacio la noticia le turbó. Y no era para menos.
En los diez primeros días don Ignacio perdió más de quince kilos. Le temblaban las corvas, sufría vahídos y se acostaba sin cenar, del agotamiento. A Mamá, la santidad le había devuelto a la niñez, y no paraba.
«Don Ignacio, lléveme a la albariza, que llevo veinte años sin visitarla»; «Don Ignacio, quiero ver el lago, el Guadalmecín y el puente de los plumbagos»; «Don Ignacio, súbame a mi cuarto»; «Don Ignacio, bajemos al jardín».
Tomás me lo avisó:
—A don Ignacio le queda muy poco de vida, señor marqués.
No les he hablado nunca de la Barranquilla de la Jineta. Es una zona de La Manchona, la más bravía. Todo quebradas y gargantas, como la finca de Baviera que atraviesa la vía del AVE.
Cuando Papá y Mamá eran jóvenes, montaban a caballo por la Barranquilla y mi madre le tiene un cariño especial.
—Don Ignacio, hoy por la tarde, cuando se alivie la calorina, que es muy sofocante, me va a llevar a la Barranquilla de la Jineta.
La expresión de don Ignacio no tengo maestría literaria para describirla.
En la parte trasera del Land Rover subimos a Mamá con su silla. Los carriles de La Manchona no son fáciles y para llegar hasta la Barranquilla tuvimos que sortear toda suerte de obstáculos. Al fin en la cumbre, don Ignacio estaba literalmente traspuesto.
—¿Quiere un poquito de agua, padre? —le preguntó Mamá.
—A las doce en punto, como todos los domingos —respondió don Ignacio, completamente grogui y hablando sin sentido.
Tomás bajó el Land Rover hasta el sopié, en tanto que Mamá, empujada por don Ignacio, inició el descenso por el carril oeste. Yo iba detrás, cerrando la comitiva, siempre presto al auxilio. Pero no pude reaccionar a tiempo. Cuando la cuesta más se pronuncia, don Ignacio soltó la silla de Mamá, y ésta se precipitó a toda velocidad cuesta abajo.
—¡Por fin! —murmuró don Ignacio, ignoro con qué intención.
Mamá era un bólido. De golpe, lo inevitable. La silla, con Mamá sentada —no podía romper su promesa-, se perdió barranco al fondo. Un ruido espantoso. Un estruendo de hierros pulverizados. La tragedia.
Con el corazón hecho añicos y saliéndome por la boca, corrí desaforadamente hasta el lugar de la catástrofe. Ahí abajo se adivinaban los restos de la silla. Ningún rastro de Mamá. Guando ya iniciaba mi llanto irreprimible —esta vez sí podía llorar-, la voz de Mamá se oyó cerca.
—A ver si me sacáis pronto de aquí, Susú, que no soy una piña.
Ahí estaba Mamá, sonriente y bizarra, en la copa de un pino.
Milagro. Don Ignacio lo corroboró.
—Señora marquesa, esto ha sido una llamada divina. Dios le ordena que vuelva a andar.
Ante aseveración tan documentada, Mamá abandonó su sacrificio. A los diez días, don Ignacio había recuperado la mitad del peso perdido. ¿Negligencia? ¿Despiste? En mi opinión, un milagro.
Rescatar a Mamá de la copa del pino fue más que complicado. Don Ignacio no para de llorar, se golpea el pecho y me pide continuamente que le perdonemos. O mucho yerro o sufre de la conciencia. Entiendo perfectamente su hastío, su cansancio y hasta su locura. Empujar la silla de ruedas de Mamá a sabiendas de que Mamá no tiene nada en las piernas es muy duro. Pero también lo es el espectáculo estremecedor de ver a una madre despeñarse por la Barranquilla de la Jineta, y tras oír el estrépito del impacto, contemplar en el fondo del abismo, allá en la más recóndita oquedad de la garganta, la silla destrozada. Gracias al poco peso de mi madre, pudo aterrizar en la copa de un pino sin que el árbol se quebrara. Pero don Ignacio, quiérase o no, y se mire por donde se mire, es el responsable directo del drama. Según Tomás, que lo hizo adrede.
—La señora marquesa ha sobrevivido a un intento de asesinato, señor marqués.
—No quiero oírte esa barbaridad ni en broma, Tomás.
—Yo vi cómo don Ignacio quitaba los frenos de la silla y engrasaba las ruedas.
—Lo haría por esforzarse menos.
—Sí, ya, ya, ya, señor marqués.
Mamá convalece de los golpes. A los ochenta y siete años cualquier magulladura es preocupante. Se lo ha tomado con buen humor.
—Ahora entiendo a las torcazas ya las tórtolas. Es precioso ver las cosas desde la copa de un pino. Lo que me parece raro, rarísimo, es que don Ignacio no haya venido a visitarme. El pobre debe de andar muy preocupado con su incompetencia. Dile que venga, Susú.
He buscado al presunto criminal —según Tomás— en sus aposentos. No quiere hablar con nadie. Se pasa el día rezando con los brazos en cruz, rechazando los alimentos y gimiendo de manera exagerada. Cuando me ha visto entrar en su cuarto, ha saltado del susto.
—¡No lo quise hacer, Cristian! ¡Créame!
—Nadie le acusa de nada, don Ignacio. Sólo de despegado. Mi madre echa en falta su presencia y su interés por su salud.
—Ahora mismo voy, Cristian. Temía que no me perdonara el fallo. Me entró una blandura de manos y no pude controlar la silla.
—Lo que tiene que hacer es dar la cara, dejarse de bobadas y acompañar a Mamá, que creo que se lo merece.
—Ahora mismo, Cristian. Lo que tarde en quitarme los ocho cilicios que me he puesto para mortificarme.
—Nada, nada, don Ignacio. Con los cilicios puestos. A Mamá le va a dar una alegría muy grande.
—Es que ocho cilicios son muchos cilicios, Cristian.
—Y una madre encima de un pino es mucha casualidad, don Ignacio.
Golpe en el mentón. Mi irónica observación ha dejado a don Ignacio sin respuesta. Con los ocho cilicios puestos, dando alaridos, me ha acompañado hasta el cuarto de Mamá. Al ver su estado y comprobar su buen humor, se ha tranquilizado.
—¡Ya era hora, don Ignacio! He llegado a creer que estaba usted huyendo de mí.
—Por Dios, señora marquesa, no diga eso. Al revés. Estaba huyendo de mí por el horrible fallo cometido.
—Dios me ha echado una mano y no ha pasado nada. Pero le encuentro con muy mala cara.
—Lleva ocho cilicios encima en señal de penitencia, Mamá.
—Hace muchos años que no era tan feliz con una noticia, don Ignacio. Gracias por sufrir por mí.
Allá los he dejado. Don Ignacio, hecho unos zorros y Mamá, encantada de la vida y de su odisea. No creo a Tomás, pero este hombre, o es más listo que los demás o tiene a Lucifer de inquilino corporal.
—La ha querido matar, señor marqués.
—Tomás, ni una palabra más. Asunto zanjado.
—De acuerdo, señor marqués, pero la ha querido matar. Su café ya está frío.
—Retíralo, Tomás. Me voy a La Albariza. Quiero perderme… ¿Tú crees de verdad que don Ignacio es capaz de…?
—Sí, señor marqués. Recuerdos a los patos.
—De tu parte, Tomás.
Todo ha vuelto a su sitio. Mamá ha encontrado el suyo, lo mismo que don Ignacio y Tomás, aunque éste sigue mascullando. Yo también. Después de la tempestad viene la calma, que dicen los aficionados a los refranes. Aires de mayo, calor creciente. Sevilla azul de flores de jacaranda. Uno solo tenemos plantado en La Jaralera, y cada mayo pienso —y sueño— con la recoleta de los magnolios convertida en un bosque tropical de Jacarandas y buganvillas. Pero llega junio, mueren las flores azules y me olvido de los Jacarandas hasta el año siguiente. No entiendo por qué dura tan poco tiempo la belleza rabiosa de la naturaleza. La flor de la jara, la flor del Jacaranda, la flor de la glicinia. Quizá el equilibrio.
A mí la primavera me entusiasma, pero algo me asusta de ella. De abril a junio, ignoro la razón, se me escapa alguna que otra pedorreta. El médico de casa, que no sabe nada de nada, dice que es culpa de la fruta primaveral. Es muy desagradable, y humillante en grado sumo. No avisa, y cuando menos se espera, ¡pumba! Me consta que esta desgracia mía se comenta con pitorreo en la zona del servicio, y que Tomás es el culpable. Manolo, el chófer, se chivó un día que estaba enfadado con Tomás.
—Señor marqués; su mayordomo canta en la cocina una copla que es la rechifla general.
Me la recitó. Mortificante a más no poder.
La primavera en Sevilla
nace en la feria de abril,
que es cuando al señor marqués
le retumba el popurrí.
A mí no me hace ninguna gracia, pero tampoco es para tomar medidas extremas. Tomás ignoraba el nivel de mis conocimientos hasta que un día tuve la oportunidad de devolvérsela con papel y lazo de regalo. Renqueaba y me interesé por el motivo.