Tras el paseo, que me ha venido muy bien —pero no he visto a Marisol, y eso me inquieta-, me he entrado en el despacho. Tomás ha dispuesto todo. El escritor ante el reto del papel en blanco. Terrible soledad. Después de varios minutos esperando la idea, la fuente de la inspiración, ha brotado de la roca. «Capítulo 1. El caballo es un animal del que siempre desconfió Roberto. A Roberto tampoco le gustaban los toros, ya fueran de lidia o de carne. Un abuelo de Roberto fue empitonado por un toro cuando apenas contaba con veintidós años de edad, y aquello le dejó una marca imborrable.» Debo descansar. Creo que he empezado muy bien la novela, con gancho y fluidez. He llamado a Tomás.
—Tomás, te voy a leer algo del primer capítulo de la novela. Si te apetece, puedes sentarte.
Se ha acomodado en uno de los sillones del despacho y he procedido a la lectura del párrafo inicial. Cuando he terminado, he mirado a Tomás, que según su costumbre, ha mostrado una impasibilidad nada cordial.
—Muy bueno, señor marqués.
—¿Lo dices de verdad, Tomás?
—Dé verdad de la buena, señor. Si tuviera que definir ese principio, lo haría de «impactante».
—Gracias, Tomás. Déjame solo que tengo necesidad de continuar. Las ideas me asaltan y las palabras fluyen a borbotones.
El segundo párrafo lo he terminado poco antes de comer. Dice así: «Roberto quería mucho a su abuelo, y éste le regalaba con sumo agrado toda suerte de juguetes. Era tan grande la compenetración entre uno y otro, que no hacía falta que pronunciaran palabra alguna. Se entendían con sólo mirarse a los ojos».
Esto va sobre ruedas. De nuevo, timbrazo y la presencia de Tomás.
—Informa a la señora marquesa viuda que no la acompañaré en el comedor. Tráeme algo frugal, que no embote las ideas. Una tortillita de jamón, y un café.
De nuevo solo. Mirada al techo, la mano temblorosa, la escritura rompiente. Tengo que meter al cielo y a la tormenta. Una novela sin tormenta no tiene sentido. Ya lo sé: «Salió Roberto al jardín sin reparar que el cielo, negro zaino, anunciaba una terrible tormenta». Bien, Cristian, bien. Sigue, sigue…
Bien desayunado, recién vestido y dispuesto a dar el paseo, Tomás ha irrumpido, alteradísimo, en el despacho.
—Una desgracia, señor, una desgracia.
No finge, y se le nota afligido.
—Siento darle una mala, malísima noticia, señor marqués.
Con una madre a punto de cumplir ochenta y ocho años, lo peor siempre se espera. No obstante he experimentado un choque anímico, un estremecimiento de tristeza, un vaivén nublado de memorias infantiles.
—Tomás, la muerte siempre llega, y más cuando el tiempo está vencido. Que Flora la prepare, y que la capilla ardiente se instale en el comedor, con el ataúd justo en el medio, para que también en el velatorio la mitad de su cuerpo descanse en Cádiz y la otra mitad en
Sevilla. Que don Ignacio se disponga a oficiar una misa de
corpore insepulto, y
que a ella asista todo el personal de La Jaralera. Cuando todo esté a punto, me avisas. Y ahora, Tomás, déjame solo. Mis relaciones con Mamá no eran óptimas últimamente, pero ahora que me falta siento en mi alma el mazazo brutal de la pena.
Tomás no se ha movido de su sitio, y ha permanecido con el pesar en el rostro y la color ausente.
—Señor, quizá me he explicado mal. La señora marquesa viuda se encuentra perfectamente. Pero no Gus. La camioneta de la tienda le ha atropellado en el camino de las chumberas. Gus ha muerto, señor marqués.
Mi mejor amigo, mi perrillo muerto… Esto sí que es un golpe inesperado. Me observa Tomás que el conductor no ha podido evitarlo. Que en la curva del galope —la llamo así porque anunciaba con la polvareda que Papá volvía a casa en plena galopada-, Gus se ha metido debajo de la camioneta. No ha sufrido. Cuando le han socorrido, ya estaba muerto, con un terrible golpe en la cabeza. Se entretenía mientras me esperaba para el paseo. Estaba haciendo tiempo para saludarme, como todas las mañanas, moviendo el rabo, saltando, corriendo y anunciándome con su mirada que era feliz conmigo, con mi compañía.
No quiero ver su cuerpo. Prefiero figurármelo vivo, adelantándose a mis pasos en el puente de los plumbagos, levantando bandos de perdices, olisqueando con su trufa las madrigueras de los conejos. Debajo del tilo. Quiero que descanse para siempre bajo el tilo que plantó el bisabuelo en el límite del jardín. En primavera y verano, cuando cae la tarde, huele a San Sebastián o a Santander, y me devuelve a los años de mi niñez solitaria. Y cuando el calor aprieta y vence sobre el campo, la sombra del tilo se mantiene fresca y acogedora. En otoño se desnuda, y en invierno parece que se muere. Pero los árboles no se dejan derrotar, y apenas cinco días de sol en marzo, y el tilo se cubre de yemas y nos confirma que no tiene intención de desvanecerse. Bajo el tilo, confundiéndose con sus raíces, Gus se sentirá bien. Y yo tendré cerca su materia, y su alegría se confundirá con las ramas del árbol. Cuando corría, Gus elegía la sombra del tilo para descansar y recuperar fuerzas. Así no perderá su sitio, ni en mi cariño ni en su tierra.
Lucas, Tomás, Pepillo, Flora, Ramona y Marisol me han acompañado. Gus ha sido enterrado cubierto por una especie de manta que lleva su nombre. Lo han depositado suavemente, con infinito cuidado, evitando un despertar imposible. Queda el manchón de tierra, pero muy pronto crecerá la hierba y todo volverá a la normalidad. Marisol se ha colgado de mi brazo, y ha llorado en silencio. A mí me gusta que las mujeres lloren en silencio. Y que los hombres lloren en silencio. Si mi madre dice que llorar es de pobres, allá ella. Yo he llorado como no lo hacía desde niño. Era mi mejor amigo, el único que me daba todo sin pedirme nada.
No sé pasear sin él. He llegado hasta el puente y me he vuelto a casa. Bajo el tilo, el manchón sepia de la tierra que cubre el descanso de mi perrillo. En el salón, Mamá y don Ignacio, con la misma expresión de aburrimiento de siempre. Don Ignacio preguntando por la hora de la comida, y Mamá sin hacerle caso, a su aire, tan tranquila.
—Antes de comer, lávate las manos, que los perros muertos contagian muchas enfermedades.
Así es mi casa.
Tormenta de verano. Un remolino, una trenza de viento ha derribado un álamo. Tormenta seca y relampagueante. Mi pobre Gus se habría asustado de lo lindo. Trallazos y fogaradas, y el cielo negro como un miura zaino. Corneador y rompiente. De golpe, la luz, el sol de nuevo, la tranquilidad. Mamá, que estaba asustadísima con los rayos, rezando a más no poder y encomendándose a san Francisco de Borja, que es el santo de mejor familia de todos los santos, ha respirado tranquila cuando el tiempo se ha calmado. Y ha interpretado el fenómeno natural a su manera:
—Hijo, llama a Pirita Ridruejo› porque esto me huele a milagro.
Don Ignacio no ha querido intervenir. Se ha limitado a recomendar reflexión y análisis.
—Sinceramente, señora marquesa, creo que se ha tratado de una tormenta pasajera, y que no hay base, argumentos ni pruebas para pensar en un prodigio divino.
—Usted se calla, don Ignacio —le ha reprendido Mamá con santa virulencia.
—A Pirita, hijo.
—No sé su teléfono, Mamá.
—Que te lo den en Información.
—De acuerdo, Mamá. Lo que tú dispongas.
En Información no han sabido encontrar el teléfono de Pirita Ridruejo, ni por Ridruejo, ni por Pirita. La gente es rarísima. Se llama de una manera y se registra con otro nombre. Cuando se lo he hecho saber a Mamá, se ha puesto como una pantera de Java, que según tengo entendido son las más proclives al malhumor.
—Pues llama al arzobispo, o a su ayudante, y le cuentas lo que ha pasado. Y si no reaccionan, es que también ha entrado Lucifer en los despachos sagrados.
El arzobispo tiene un secretario muy ocupado, porque siempre que le he llamado estaba reunido. No sé con quién. Pero me han remitido a un telefonista muy amable que ha tomado nota de mi narración. Al terminar mi relato, el telefonista me ha preguntado:
—¿Y el milagro, cuándo llega?
Menos mal que he tenido reflejos y he podido responderle:
—El milagro consiste en que del álamo derribado por el viento, ha surgido una fuente de agua clara que mana sin parar.
—En ese caso —me ha recomendado el telefonista del arzobispado-, llame a un buen fontanero.
Mamá como una galerna. Me he acordado de las galernas de San Sebastián, ya entradito septiembre, con las mareas vivas.
—Mi fe no se rinde —ha comentado con decisión y sequedad.
Ella, cuando se pone santa Teresa, es más que santa Teresa. La conozco, y no se va a dejar derrotar.
Con Tomás he acudido al lugar del prodigio. En efecto, bajo el álamo derribado, transcurre el conducto para el riego del jardín. Entre Tomás y yo hemos analizado minuciosamente la situación, y tras acordar por unanimidad que lo mejor es hacerle caso al telefonista del arzobispo, y llamar al fontanero, he subido al salón a enfrentarme con la Fe.
—Mamá, se ha roto el regador.
—Ya lo veremos. Por lo pronto eres un inútil buscando teléfonos. Yo he conseguido el móvil de Pitita.
Con el dedo índice en tensión, Mamá ha marcado el número del móvil de Pitita.
—Está fuera de cobertura —ha comentado algo fastidiada. Pero ha insistido.
Esta segunda vez ha entrado en la cobertura, pero está desconectado. Buzón de mensajes.
—Pitita, soy Cristina Sotoancho. Se ha producido un milagro en La Jaralera. De un árbol derribado ha surgido una fuente de agua purísima. Llámame. Un abrazo muy fuerte.
Un día, y otro más esperando la llamada. Cumplido el tercero, Mamá ha vuelto a tomar la iniciativa» Al otro lado del hilo —ya no es correcto lo del hilo porque se trata de un portátil-, de nuevo el buzón. Al fin ha desistido.
—Me rindo, hijo. Que llamen al fontanero.
Y el milagro me ha costado setenta y tres mil cuatrocientas sesenta pesetas, sin el IVA incluido. Bueno, ésa es la cantidad que consigna la factura. Milagro va a ser que la pague.
Todavía no alcanzo a comprender cómo he podido leer la carta sin perder el conocimiento. Mazazo brutal e inesperado. A Mamá se le ha puesto cara de trucha y ahí se mantiene, como buscando un anzuelo invisible. La carta la han traído desde El Acebuchal, y está escrita a mano por el tío Juan José. Dice así: «Querido sobrino: el motivo de esta comunicación no es otro que el de informarte que he cambiado el testamento. Me preocupa el futuro del Acebuchal, y como no veo que exista reacción por tu parte para casarte y tener un heredero, he decidido tenerlo yo. Con la Viagra, las cosas no son como antes, y todo es posible. No estoy para boditas religiosas, ni para novias de blanco y demás zarandajas. Pero hoy, mientras leas esta carta, me estaré casando por lo civil con Paquita
la Atunera,
que no pasa de veinticinco años y que me hace funcionar como un reloj suizo. Si de aquí a mi fallecimiento, Paquita se queda preñada, El Acebuchal y todos mis bienes pasarán a su dominio… Que te folie un pez. Un abrazo. Tío Juan José».
Lo de Mamá me empieza a preocupar. No ha reaccionado aún e insiste en encontrar un anzuelo. Trucha total. Según tengo entendido, las truchas —al menos la trucha común— emiten en primavera un sonido subacuático muy parecido al «ejiiip, ejiiip» para hacerse notar en los ríos. El sonido que sale de la boca de Mamá no es exactamente el «ejiiip, ejiiip», pero podría transcribirse como «ejuuup, ejuuup», que bien puede corresponder a una especie de trucha más exclusiva. Pero de ahí no hay quien la saque.
—Mamá, ¿te ocurre algo?
Y nada. Me mira y me dice: «Ejuuup, ejuuup».
La noticia ha corrido como la pólvora. Tomás, al servirme el aperitivo, me ha mirado con divertida condolencia.
—Lo siento, señor marqués. Pero Paquita
la Atunera
está buenísima.
He rechazado su conversación con un ademán autoritario y desdeñoso. No obstante, Tomás se pone muy pesado cuando quiere.
—Mucho me temo, señor marqués, que si no la preña don Juan José, Paquita se va a buscar un potro colateral para quedarse encinta.
No se me había ocurrido tamaña añagaza, y mi nerviosismo ha aumentado considerablemente. A todas éstas, Mamá a lo suyo: «Ejuuup».
El Acebuchal es muy apetecible. Creo que son cuatro mil hectáreas, y la casa está muy bien. Mal decorada, pero muy bien. La última vez que la visité fue con motivo de la agonía de tío Juan José, que todavía no comprendo cómo pudo salir de aquella moribundez tan acusada. Reparé en los cuadros que colgaban de las paredes de su cuarto, todos de mujeres desnudas. Y en su armario de los zapatos, que estaba abierto y que tenía pegadas páginas de revistas sucias con modelos como Dios las trajo al mundo. Recuerdo a una «Miss Boom Boom», que me impresionó una barbaridad.
Pero también tiene un Murillo, un Claudio Coello y muebles muy aprovechables. Un contradiós que todo ello vaya a parar a manos de Paquita
la Atunera,
hija de un pescador de almadrabas. He indagado y sabido que se conocieron en los coches de choque de la feria de Puerto Real. Tío Juan José liga en los lugares más extraños. A Juanita
la Fogosa
—su novia anterior-, la conoció en la cola de la Oficina de Empleo, cuando tío Juan José no ha trabajado nunca, ni tiene nada que reclamar y menos que solicitar en una oficina de ésas. Dos palabritas y se la llevó a casa. Y se quedó cinco meses con ella.
Tengo que poner en marcha toda mi capacidad estratégica para impedir que Paquita
la Atunera
se quede embarazada. Eso supondría el principio del fin. Puedo vivir perfectamente sin El Acebuchal, pero cuando a una persona se le dice que algo va a ser suyo, y al final se le escapa de las manos, la cosa duele. Tomás no se deja vencer por mi distanciamiento medido. Me recuerda la situación y sufro en silencio.
He dormido mal. El sueño no ha querido acompañarme. Pensar que a menos de dos kilómetros tío Juan José y Paquita
la Atunera
pasaban juntos su primera noche no me ha ayudado. Recién bañado, aún en pijama, he acudido a saludar a Mamá. Ningún cambio. Sigue de trucha.
—Buenos días, Mami —le he dicho para resultar más cariñoso.
Y me ha mirado mientras me respondía: «Ejuup».
Julio
el Rastrojero
es el empleado más rojo de La Jaralera. El pasado 13 de junio fue elegido concejal del Ayuntamiento del pueblo por el PEDS, Partido Español De Stalin. Para el PEDS, Gordillo el de Marinaleda es de derechas. Al administrador de casa, el Rastrojero le da mucho susto, porque se le encara, le saluda con el puño cerrado y le dice cosas de principios de siglo. A mí, la verdad, ni me va ni me viene. Lleva diez años en casa y su trabajo se limita a limpiar las zanjas de los caminos. Pero a Mamá, siempre tan sorprendente, le ha hecho mucha ilusión que lo hayan elegido para concejal, y ha decidido organizar una fiesta en su honor. Incluso ha mandado imprimir unas invitaciones que han sido repartidas entre todo el personal. Dice así: «La Marquesa Viuda de Sotoancho, y en Su Nombre, el Marqués de Sotoancho, tiene el placer de invitarle al Cocktail-Lunch que se celebrará el próximo 24 de julio de 1999, a las 21.00 horas en el Patio de los Jazmines de La Jaralera, en honor de don Julio Moratillos Expósito, conocido como El Rastrojero para festejar su elección como concejal por el Partido Español de Stalin. RSVP. Caballeros: Chaqueta y corbata. Señoras: Vestido de tarde-noche».