No lloro. Jamás lo he hecho, y menos en público. Tampoco me río. Si acaso, una breve sonrisa, casi mueca, muy parecida a la de la suegra de Sissi en la película, es lo máximo que me permito para demostrar mi contento. Me da asco que los hombres me den la mano y la besen después, y por ello llevo guantes casi siempre.
El día que falte, que ya lo decidiremos Dios y yo en su momento oportuno y de común acuerdo, mi hijo se morirá de tristeza. Por eso quiero dejarlo todo atado y bien atado, como nuestro difunto Caudillo, de cuyo fallecimiento me enteré con quince años de retraso.
Rezo diariamente por los países devastados y el hambre en el mundo, y hago dolorosas promesas para que todo se solucione. Me confieso cada dos días, con exclusión del Sexto Mandamiento, que siempre he cumplido hasta el límite de la santidad. Sólo me ha tocado —y poquísimo— mi difunto y casto esposo, aunque debo confesar, para no caer en mentira, que de niña crecidita, en San Sebastián, un sinvergüenza logró engañarme y darme un beso.
Mi futuro no es otro que resistir hasta que mi hijo pueda valerse por sí mismo. Luego, lo que Dios quiera, siempre que me lo consulte previamente, claro.
Tomás
Mi nombre es Tomás Miranda Carretón. Tengo cincuenta y tres años, recién cumplidos, y soy el mayordomo y ayuda de cámara del marqués de Sotoancho. Por lo tanto ostento la Jefatura del servicio doméstico de La Jaralera. Y la ejerzo.
Mi labor se resume en el servicio al señor marqués. Llevo diez años a su lado, y he terminado por quererlo y comprenderle, aunque a veces sea difícil. El marqués dice de mí que soy hiriente, vitriólico, inoportuno, sindicalista y brusco, pero no puede vivir sin mis consejos y sin mi asistencia. El pobre es bastante débil, y aunque no del todo, parece tonto. Un tonto parcial, porque no se le escapa un duro.
A su madre, la marquesa viuda, la tengo atravesada, y mucho me temo que el desafecto sea recíproco. Y al capellán no puedo soportarlo. Es superior a mis fuerzas.
En la ideología soy de izquierdas de toda la vida, pero ese detalle en La Jaralera carece de importancia. Aquí les tiene al fresco que gane Aznar, Frutos o Almunia. Lo único que les inquieta es la capacidad de supervivencia de don Juan José, al que heredará el señor marqués si se casa y tiene un hijo.
No soy de piedra, y amo calladamente a Flora, la doncella y ponebaños de la marquesa. Está maciza y tiene la belleza luminosa del campo andaluz. Sueño con ella, pero mi desgracia es que el sueño lo comparto con casi todos los hombres de La Jaralera. Algún día me atreveré a declararle mis sentimientos, que son hondos como una soleá desgarrada.
Los fines de semana, cuando libro, voy al puticlú del pueblo, donde coincido a menudo con don Juan José. Soy agnóstico. Mi sueldo es bueno, y vivo como un pacha, y siempre que quiero ganar más, se lo saco al marqués. No le desprecio. Siento por él afecto y cariño, y me parece lo mejor de la casa. Claro que la casa, como tal, se sintetiza en su persona y en la de su madre, que es un bicho.
Me considero su amigo y confidente. Le trato, a veces, como si fuera un niño. Conozco sus reacciones y excepto con el vestuario, da poco que hacer.
En el orden jerárquico de La Jaralera, soy el número tres. Cuando la diñe la bruja, seré el dos. Siempre que el marqués no se case. Pero yo estoy aquí para evitarlo. Por su bien.
Flora
Flora Bermudo Gutiérrez, nacida en Algodonales, provincia de Sevilla, hace treinta y tres años. Así dice mi DNI. Soy la doncella particular y ponebaños de la marquesa viuda de Sotoancho, segunda persona en el escalafón jerárquico del servicio doméstico de La Jaralera, aunque la marquesa asegura que soy la primera.
Ingresé en esta casa hace doce años, he prosperado y estoy contenta. La marquesa es muy complicada. Tiene maldad estática, resquemor continuo y es intransigente hasta la exageración.
Me llevo bien con Tomás, que se nota a la legua que anda por mí, pero mi amor, mi verdadero amor, es Pepe el Cigala, un delincuente, secuestrador y vago redomado que me gusta más que comer con los dedos. Un hombre entero. Tomás me habla, y yo le oigo, me susurra y le escucho, porque la vida es muy rara y hay que poner huevos en todas las cestas. Además, otros que no son el Cigala y Tomás también aspiran a mis encantos. Porque la verdad, aunque parezca inmodestia, es que estoy buenísima.
Ni entiendo ni me interesa la política. Esto es un reinó independiente, con una reina madre que manda, un rey que se deja mandar, un religioso que sólo piensa en comer, y unos habitantes que viven sin problemas graves. Cuando hay elecciones voto a quien me indica la señora marquesa. Al menos eso es lo que ella se cree.
Parezco indomable, pero resulto bastante fresca. Si la señora supiera sólo una décima parte de mis devaneos amorosos, me pondría en la calle. Pero tampoco. Nadie como yo conoce sus gustos y preferencias. Nadie como yo la sirve, la viste, le cuida la ropa y mantiene en perfecto estado de conservación su colección de solideos papales.
Paso por las memorias del marqués muy por encima, pero la soterra también es parte de la historia.
El tío Juan José
Soy Juan José Henestrillas y Valeria del Guadalén, primo político de la marquesa viuda de Sotoancho y tío del marqués. Además, soy el propietario de El Acebuchal, la finca que linda con La Jaralera. Acabo de cumplir noventa y cuatro años.
No he trabajado nunca. Ignoro lo que es pegar con un palo al agua. En mi vida no he hecho otras cosas que beber, comer, pasarlo bien y fornicar. Soy un salido y un obseso sexual, que roza la frontera de lo que algunos llaman degeneración. Desde que ha aparecido la Viagra no paro de galoparme al hembrerío que se pone a punto. Aunque comprenderán ustedes que, a mi edad, me cuesta bastante dinero.
En principio, El Acebuchal tiene que pasar a mi muerte a pertenecer a mi sobrino. No me llevo mal con él, pero no soporto a su madre. Mi primo, el fallecido marqués de Sotoancho, era un señor como la copa de un pino, pero su viuda es una beata infumable, que está deseando que me muera.
Me gustan las mujeres del pueblo, que son jacas sin inhibiciones. Tengo amores con toda suerte de niñas. Cuantos más años cumplo, más me gustan las jovencitas. A siete de ellas les he comprado un piso en Sevilla, y sus padres me adoran. Sólo tuve un problema hace años, cuando una familia de gitanos vino a buscarme con las navajas calientes por una tontería. Terminé negociando y les regalé dos camionetas de segunda mano.
Me quieren tanto mis niñas, que cuando se casan soy testigo de sus bodas. Pero los años no pasan en balde, y he perdido facultades. Antes, podía compaginar a tres o cuatro simultáneamente, y ahora me basta con una. La actual es una bomba de mujer, Paquita
la Atunera,
hija de un pescador de la almadraba de Barbate.
He estado a punto de caramelo varias veces, pero cuando parece que la voy a cascar, revivo y me recupero. Con Paquita he llegado a un acuerdo. Los martes, jueves y sábados, polvete, y los lunes, miércoles y viernes, carantoñas. El domingo, depende. Si el sol luce, carantoñas, y si el día amanece nublado o con lluvia, polvete.
No hablo de dinero. Tengo para noventa años más a este ritmo. Y me lo quiero gastar antes de que lo herede el pichafloja de mi sobrino, que no lo necesita.
Lucas
Soy Lucas Montejo. Tengo cuarenta y tres años, guarda de La Manchona, el cuartel serrano de La Jaralera. Pero lo fundamental es que soy también el padre de Marisol, que nació hace veinte años. Su madre falleció de fiebres puerperales, que es muerte de madre pobre, de campo aislado.
Aquí tengo trabajo seguro mientras a mi niña la ronde el pobre señor marqués. Como si yo fuera ciego. No me importa que el marqués sueñe. También lo hago yo con Flora, por la que moriría. Pero Tomás está con la mosca detrás de la oreja.
Lo de Marisol, para mí, que soy su padre, no es fácil de aceptar. Me mantengo alerta, si bien un pálpito interior me recomienda cautela.
Al fin y al cabo, que la hija de un guarda pueda convertirse en la dueña y señora de este prodigio no es para despreciarlo.
El marqués representa el peligro y la salvación, el escándalo y la fortuna. Mi niña está demasiado buena y como es listísima, lo explota. Dios quiera que no le estalle su juguete en las manos, y menos en el corazón.
Marisol
Marisol Montejo Frechilla. Tengo veinte años, estudio 3
o
de Arquitectura y soy la hija de Lucas, el guarda de La Manchona. Pero sobre todo, represento la ilusión del marqués, porque soy su sueño erótico. Y también el lírico.
Lo del primer día fue fortuito. Pero aquello marcó mi existencia y mi sitio en La Jaralera. Me gusta bañarme desnuda, y lo hacía en el Guadalmecín recién llegada a la finca del marqués. Éste me sorprendió. Hasta ahí la sorpresa y lo que viene sin buscarlo. No me inmuté, y con el rabillo del ojo vi cómo se escondía tras un arbusto y me miraba. Además de bañarme desnuda, me gusta que me contemplen y más si los mirones son otoñales y caducos. Cosas del morbo, que no tienen explicación.
Hice caso omiso y seguí bañándome. Incluso forcé posturas y escorzos para que viera todo lo que una puede ofrecer, que es mucho. Cuando perdió el equilibrio, acudí en su ayuda haciéndome pasar por inocente sorprendida. Me puse el vestido, pero mi cuerpo mojado se pegaba a él y todo se transparentaba.
Aquel hombre estaba a punto del infarto. Noté que le gustaba. Me transmitió una ternura difícil de explicar. Hasta me pareció simpático y gracioso, con lo soso que es. Cuando se marchó cojeando y ruborizado, iba más angustiado de alma que de piernas.
Mi padre es hombre de campo, con moral antigua, y protesta y me advierte cuando me visto provocativa. Me divierte ver cómo me miran los hombres, cómo desvían sus miradas disimuladamente a mi pecho, que no lo tengo grande, pero sí libre y altivo.
Al marqués se le empina hasta la glotis cuando habla conmigo. Y me quiere. Me quiere de verdad. Lo oculta para no herir el orgullo de su madre y la susceptibilidad lógica de mi padre, su empleado. La vieja odiosa no soportaría que su hijo mantuviera ningún tipo de relación con la hija de un guarda. Pero él me quiere, y yo… me dejo querer.
Por lo pronto, mucho ha cambiado. Me paga la matrícula, un Colegio Mayor en Sevilla, las clases particulares de inglés y alemán, y me envía todos los meses del curso cien mil pesetas para mis gastos. Y Tomás dice que es un tacaño.
Quizá ha encontrado su personalidad perdida, su ego escondido. Porque conmigo es tímido, pero ameno, y me habla de todo, y me ofrece consejos y confidencias, y me oye. Sabe oír y escuchar. A mí me pone cachonda saber que le gusto, y cuando estoy con él me muevo a propósito para que se me abra la blusa y me vea los pechos, cuando no me siento para que adivine —lo tiene tirado— el camino hacia su ilusión prohibida y pecadora.
Tomás es mi cómplice, aunque no creo que apruebe mis relaciones. Flora me anima, Ramona me trata como si fuera su hija y don Ignacio el capellán no me puede ver ni en pintura.
Yo, a dejarme ir y llevar. Con inteligencia y frialdad se consigue casi todo. Pero hay que medir los pasos. En Sevilla tengo un compañero de curso que me gusta. Es de mi tiempo y nos entendemos. Pero no me divierto con él lo mismo que con el marqués. Este Sotoancho es un bicho raro, porque a pesar de su edad, quizá gracias a mí, es como un adolescente que nace y se abre a otra vida. Esa vida soy yo. Con mi compañero de Sevilla me acuesto cuando me apetece —a él le apetece siempre— y me apremia la fogarada. Con el marqués me turbo al notarlo turbado.
Lo repito, a dejarme ir. Si la marquesa desapareciera, el marqués se lanzaría. Yo le provoco para que sea más hombre, más decidido, menos calzonazos. El camino es muy claro. Estudiar en Sevilla, venir a La Jaralera los fines de semana, e ir agitando el fuego del marqués en espera de su volcán encendido. Y no renuncio a nada. A nada de nada.
Don Ignacio
Me llamo Ignacio Zarrias Martínez. Tengo sesenta y nueve tacos, nací en Cardeñosa, provincia de Ávila, y me ordené en el sacerdocio hace treinta y ocho años. Llevo una década de capellán de La Jaralera. Habito y hábito, si me permiten el ingenioso juego de palabras. Vivo muy bien, y mi habitación en esta casa es la misma que utilizaba el cardenal Segura, arzobispo de Sevilla, cuando se daba una vuelta por aquí.
Mi salud es quebradiza por culpa de mi afición a los dulces y las féculas. Ramona, la cocinera vasca, me trata con afecto y generosidad. En esta casa se come muy bien, se duerme muy bien, se vive muy bien y no se hace nada de nada la mar de bien. Mis obligaciones son reducidas. Una Misa diaria, un Rosario con la marquesa y la bendición de la mesa antes de las comidas y las cenas.
La principal oveja de mi rebaño es, naturalmente, la señora marquesa, cuyo temperamento y carácter me convierten en un santo hijo de Dios. Me paso una gran parte del día junto a ella, aconsejo su conciencia, atempero sus prontos, y suelo acabar el día hasta las narices. Todo sea por la salvación de mi alma, porque la suya no lo tiene claro. El marqués, su hijo, me acepta desde la distancia. Ella es creyente devota y ferviente, y él participa de todo desde el escepticismo. Personalmente no me cae bien, y creo que soy correspondido. Me duele que, a mis espaldas, me llame gorrón.
Tomás, su mayordomo, abomina de mí. Y tampoco cuento con la simparía de Flora. En el caso de Tomás, la cosa es más grave. Desde que la señora marquesa se precipitó por un barranco por un descuido mío, que Tomás interpretó como voluntario, me trata con excesivo recelo. No tengo otro futuro en esta vida que seguir aquí a la sopa boba y esperar a que Dios me llame.
No me gusta nada Marisol, la niña del nuevo guarda. Ha vuelto del revés a todos los hombres de La Jaralera, y los provoca con sus vestidos indecentes y su manera de ver las cosas. Al que más y peor influye es al marqués. Una arribista, una desvergonzada y una pecadora.
Si me echaran de esta casa me harían una faena de las gordas. Aquí tengo todo lo que se necesita para ser feliz a medias, que es la felicidad terrena. Claro, que si la señora marquesa se marchara pronto con Dios, no me importaría. Es más, lo estoy deseando.
El Cigala
José González Ortega. Me llaman el Cigala por la color de la piel. Tengo treinta y siete años, y he sido palmero, agradador de ricos, vendedor de naranjas, contrabandista de tabaco, banderillero de plaza pobre, puntillero, jaleador, capitalista taurino, secuestrador de la marquesa de Sotoancho, y ahora, aspirante a enamorar a Flora, la doncella y ponebaños de la marquesa, que está muy bien. Me he llevado al huerto a todo lo que se ha puesto por delante de mí con dos piernas. Con dos piernas de mujer, claro, que a mí los mariquitas me dan igual aunque no los comprenda. Y Flora, por la que también suspiran Tomás y Lucas, está coladita por mí. Lo cierto es que soy bastante gracioso, oportuno y chispeante, aunque algunos no entiendan mi sentido del humor. La Guardia Civil, por poner un ejemplo concluyente. Plagio poesías y se las endino a Flora diciéndole que son mías. Ahí le gano la partida a Tomás y a Lucas.