—Conozco al tal Pepy —dijo Senenmut—, afirman que es un ateo.
—Mi marido tendría que haberlo mandado quemar —opinó Hatasu.
—Es muy inteligente, Majestad. —Senenmut se inclinó para rozar el dorso de la mano de Hatasu, una señal para que ella mantuviera la calma.
—Pepy es un erudito brillante —reconoció Hani—. Sengi le pagó para que viniera de Menfis. Pepy es alguien que aprecia el oro, la plata y las piedras preciosas.
—¿Por qué le permitiste entrar en tu templo? —preguntó la reina.
—Mi señora, ¿qué podía hacer? —Hani levantó las manos en un gesto de impotencia.
Amerotke se fijó en lo secos y arrugados que tenía los largos, dedos, se parecían a las garras de un felino.
—Pepy es famoso, un maestro del debate. Es cierto que se le acusa de muchas cosas pero nunca se ha probado nada en su contra. Si lo hubiese rechazado, me hubiesen imputado prejuicio.
—Sengi no es un hombre que perdone fácilmente —señaló Vechlis—. Afirmaría que el templo de Horus intenta acabar con el debate por orden tuya.
—El tal Pepy, ¿estudia ahora en el templo? —preguntó Amerotke.
—Lo hizo hasta ayer —le informó Hani—. Sengi y Neria le permitieron entrar en nuestra biblioteca. Nuestros archivos guardan valiosos manuscritos que datan de tiempos remotos. También tenemos una colección de inscripciones, dibujos y textos en lenguajes que ni siquiera comprendemos.
—¿Has permitido que semejante bribón entre en una biblioteca tan prestigiosa? —exclamó Senenmut—. Vamos, vamos, mi señor Hani, Pepy puede ser un erudito famoso, pero también es muy conocido su amor por el oro y la plata. Otras bibliotecas, academias y Casas de la Vida le han acusado de haber robado algunos de sus manuscritos.
—Es algo que tuve muy en cuenta —se defendió Hani, con un tono airado—. Por consiguiente, a Pepy sólo se le permitió la entrada en la biblioteca acompañado por dos guardias del templo. Se sientan a la mesa con él, y le revisan el bolso y las prendas antes de salir. Hoy no ha venido.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Amerotke.
—Se le ofreció un cuarto, pero a Pepy le agradan las comodidades. Al parecer, hace dos días alquiló una habitación en una taberna cerca de los muelles.
—¡Muy típico de ese putero! —afirmó Hatasu—. Tengo entendido que es hombre de gustos variados.
—Se suponía que hoy vendría al templo —prosiguió Hani, asustado ante el enfado de la reina—, pero no lo hizo.
—¿Y? —preguntó el juez supremo.
—Envié a un guardia del templo al muelle para comprobar si todo estaba en orden. Sengi insistió en que lo hiciera. Pepy estaba allí y, según los rumores, gastaba a manos llenas.
—¿Has comprobado si faltaba algo en la biblioteca? —le interrogó Senenmut.
En el rostro de Hani apareció una expresión de miedo, mientras sacudía la cabeza.
—¿Insinúas que Pepy pudo haber robado algo?
—Es posible —respondió el Gran Visir—. Se le irían las manos ante tantos manuscritos antiguos. En el muelle encontraría compradores: mercaderes adinerados, sacerdotes de otros templos.
—Dispondré una búsqueda —tartamudeó Hani—. Pero mi visita aquí obedece a la muerte de Prem y…
Hatasu lo interrumpió con una suave palmada.
—Mi señor Amerotke, ya has escuchado suficiente. Los casos que te esperan en la Sala de las Dos Verdades pueden, como el buen vino, madurar un poco más. Mañana por la mañana volverá a reunirse el consejo de los sacerdotes y tú estarás presente. También te encargarás de buscar, con toda diligencia, al tal Pepy. Encuéntralo y quizás encuentres al asesino. —Su rostro se iluminó con una sonrisa amable—. Y para vosotros, mi señor Hani y mi dama Vechlis, tengo algo que seguramente os agradará. —Extendió el puño y abrió los dedos.
Hani soltó una exclamación. En la palma de Hatasu había dos pequeños cartuchos de oro puro. Mostraban los jeroglíficos del sello personal de Hatasu.
—Son vuestros —añadió la reina, en voz baja—. Las marcas y los símbolos de mi amistad. Solucionad este asunto satisfactoriamente y seréis proclamados desde el balcón de la audiencia como amigos íntimos del divino faraón.
Hizo un ademán para indicar que la reunión había concluido. Hani, Vechlis y Amerotke se apresuraron a hincarse de rodillas y rendir obediencia. Pero mientras lo hacía, Amerotke ocultó el miedo que lo atenazaba. Hatasu tenía razón. En el templo de Horus acechaba el destructor, el pelirrojo Seth, el dios de la muerte súbita y el asesinato.
***
Shufoy estaba seguro de que había cruzado el Horizonte Lejano y que ahora se encontraba en el Campo de los Benditos. Maiarch, la reina de las cortesanas, lo había invitado a una de sus casas selectas cerca del Santuario de los Botes. Éste no era un prostíbulo vulgar, sino una auténtica Casa del Amor con salones frescos y umbríos y hermosas bañeras entre las columnas pintadas con colores brillantes. Shufoy descansaba en uno de los divanes. Las concubinas le rodeaban, sus cuerpos desnudos y esbeltos, cuidadosamente afeitados y aceitados, los labios pintados, los ojos delineados con kohl, y las uñas de las manos y pies pintadas de rojo. Una trajo un bol de loza fina lleno de flores de loto para gratificar su olfato, otra le ofreció trozos de melón helados para apagar su sed. Shufoy se lo agradeció a ambas con voz lánguida. Se volvió para contemplar a un grupo de damiselas desnudas que jugaban en una mesa y, entre risas y murmullos jocosos, movían las piezas de terracota pintadas que representaban las cabezas de gacelas, leones y chacales. Muy cerca del diván, dos concubinas agitaban suavemente grandes abanicos de plumas de avestruz empapadas con perfume. Shufoy miraba a uno y otro lado, y gemía de placer. Las paredes estaban decoradas con escenas pintadas con colores vivos: pájaros que volaban sobre los arbustos de rosas, gacelas ocultas entre la hojarasca, peces que saltaban del agua azul.
En algún lugar de la sala sonaron los acordes de las arpas y las liras. Una muchacha de la Tierra de Kush se arrodilló junto al enano, y comenzó a cantar:
Ella me llevó de la mano.
Fuimos a pasear a su jardín.
Me dio a comer la miel sacada del corazón del panal.
Sus juncos eran verdes, sus canteros estaban cubiertos de flores.
Las grosellas y las cerezas más rojas que los rubíes.
Su jardín era fresco y oloroso.
Ella me hizo un regalo:
un collar de lapislázuli con lirios y tulipanes.
La muchacha acabó la canción y se retiró. La música sonó más fuerte; aparecieron las bailarinas, con los pezones pintados de color azul y las pelucas recogidas.
—Esto es vivir —murmuró Shufoy con los ojos cerrados—. Un hombre debe tomarse su merecido descanso, y su cuerpo necesita que lo mimen tanto como su alma.
—¡Shufoy!
—Reconozco esa voz. —El enano abrió los ojos.
Amerotke venía en su dirección. Maiarch trotaba a su lado, sin dejar de gesticular.
—¡Mi señor juez! —exclamó la cortesana—. Si no podemos complacerte a ti, al menos deja que demos placer a tu sirviente.
Shufoy miró a su patrón con una expresión de súplica.
—¡Déjame aquí, amo! ¡Déjame que flote como un lirio en un estanque!
—¡Ya te daré yo lirios! —replicó Amerotke. Se volvió hacia la reina de las cortesanas—. Mi señora Maiarch, el juez supremo no puede aceptar regalos ni tampoco puede su sirviente.
No había terminado de decir estas palabras cuando comprendió que sonaban ridículas y pomposas. Miró a Shufoy.
—Puedes quedarte si quieres —añadió con un tono más amable—. Tengo que volver a casa.
El enano se levantó apresuradamente. Cogió la mano de Maiarch y le besó los dedos rechonchos.
—Volveré en alguna otra ocasión, mi señora. Ahora, tengo asuntos que atender con mi amo.
Shufoy recogió la sombrilla y la bolsa. Se aseguró de que ninguna de las damiselas se hubiera servido libremente de algunas de sus pócimas y ungüentos, y se apresuró a seguir al juez. En las calles reinaba un gran bullicio. Las damas y los magnates disfrutaban del fresco del anochecer; los grandes de la tierra salían a mezclarse con la gente de la calle para formar una alegre y colorida multitud. Los aristócratas exhibían su orgullo y su linaje con el lujo insolente de sus prendas y adornos. Los funcionarios regresaban del trabajo con grandes bastones en las manos, recién afeitados y maquillados, vestidos con mantos plisados y faldas de amplio vuelo. Los sacerdotes con las cabezas rapadas, en grupos como gallinas, pasaban ataviados con sus túnicas blancas y ostentosas pedrerías. En la entrada de una taberna, un grupo de soldados entonaba con voz aguardentosa un canto guerrero:
Ven y te diré lo que es marchar en Siria
y luchar en tierras lejanas.
Bebes agua sucia y te pedorreas como una trompeta.
Si regresas a casa, no eres más que un trozo de madera carcomida.
Te tumbarán en el suelo, y te matarán.
Amerotke se abrió paso entre la multitud. De vez en cuando se tapaba la nariz para no oler la mezcla repugnante de los olores: la grasa de las cocinas, el aceite del vendedor de higos que machacaba la fruta y la mezclaba con aceite de oliva y miel. En los callejones, los poceros abrían las cloacas y vaciaban las letrinas. Las moscas volaban formando grandes nubes negras. Los perros ladraban; los niños, desnudos, se perseguían los unos a los otros enarbolando cañas. La gente gritaba a voz en grito desde los pisos altos. Los guardias de los templos desfilaban con aire marcial. Por fin, Amerotke y Shufoy se vieron libres de la muchedumbre y continuaron su camino hacia las puertas de la ciudad. El juez se detuvo un momento y miró a su sirviente con una expresión de pena.
—Lo siento mucho —se disculpó—. Lo siento de veras, pero estaba cansado.
—Yo también lo siento. —Shufoy miró a su amo, con una expresión de enfado—. La lengua debe decir la verdad, el corazón debe hablarle al corazón.
—¿De qué estás protestando, Shufoy?
—No me dijiste ni una palabra del ataque en la sala esta mañana—. Shufoy golpeó el suelo con la contera de la sombrilla, y comenzó a dar saltitos, furioso. Pero después se detuvo y miró a su amo—. Creía que los amemets estaban todos muertos.
Amerotke apoyó una mano en el hombro del enano, y comenzó a caminar una vez más.
—El gremio de los asesinos se ha cruzado en mi camino en más de una ocasión.
Shufoy asió a la muñeca del juez.
—Pero tú dijiste que estaban muertos, que habían muerto en el desierto.
—Es posible que algunos sobrevivieran —replicó Amerotke—. Los espías de la Casa de los Secretos me han informado de que los amemets se están reorganizando, que han reclutado nuevos miembros. —Palmeó la cabeza de Shufoy.
El sirviente le apartó la mano y se puso la gorra.
—Tú sabes más de ellos que yo —prosiguió Amerotke—. Tú escuchas los cotilleos en los bazares y los mercados.
—Adoran a Mafdet, la diosa que toma la forma de un felino —respondió Shufoy—. Si juran matarte…
—Sí, sí, lo sé todo sobre las tortitas de semillas de algarrobo —le interrumpió el juez.
—Haré algunas investigaciones. A los amemets les gusta matar, pero el oro les gusta todavía más.
Amerotke permaneció en silencio mientras se acercaban a las puertas de la ciudad. El capitán de la guardia saludó respetuosamente al ver al juez supremo y se les permitió salir sin problemas.
—¿Crees de verdad que Nehemu era uno de ellos? —preguntó Shufoy.
—Quizá sólo era una baladronada —opinó Amerotke—. No podemos hacer otra cosa que esperar acontecimientos. ¿Les has pedido a tus amigos, a lo largo del río, que investiguen al tal Antef?
—Por supuesto. De allí venía cuando me encontré con Maiarch. ¿Qué hay de aquel otro asunto en la Sala del Mundo Subterráneo?
—Ya veremos en qué acaba todo eso. —Amerotke miró el río, donde el trajín de las barcazas y los transbordadores que se dirigían a los muelles de la ciudad era incesante—. No veo la hora de llegar a casa. Una vez más, Shufoy, lamento lo de las mujeres.
Shufoy decidió que ya había castigado bastante a su amo, y comenzó a contarle una lujuriosa historia sobre un sacerdote, una bailarina y una nueva postura que ella le había ofrecido. Amerotke lo escuchaba a medias. Pasaron por delante de las chozas grises y amontonadas donde vivían los trabajadores que poblaban los contornos de la ciudad en busca de trabajo y comida barata. Un lugar árido y maloliente. Unas pocas acacias y sicomoros ofrecían algo de sombra; el suelo aparecía salpicado de montañas de basura, que eran campo de feroces batallas entre perros, halcones y buitres. Había hombres dedicados a reparar las endebles casas de adobe dañadas por la tormenta. Había otros que holgazaneaban al borde del camino con los ojos hinchados y que, al sonreír, mostraban los dientes estropeados por la harina agusanada y la carne podrida. Amerotke se detuvo para repartir limosna, mientras Shufoy no callaba ni un instante.
Dejaron atrás las chabolas y entraron en la zona donde se levantaban las mansiones de los altos funcionarios tebanos, protegidas con murallas almenadas y recias puertas de cedro. Amerotke se preguntó si Hatasu tenía algún plan para distribuir la riqueza, para contener la ambición de los ricos y darles a los pobres la oportunidad de prosperar. ¿El tema sería planteado en el círculo real? Estaba sumido en sus pensamientos cuando Shufoy le pellizcó la muñeca. Habían llegado a casa, y Shufoy aporreaba la puerta con la sombrilla para reclamar entrada en nombre de su amo.
Se abrió la puerta y Amerotke entró en su paraíso privado con un sentimiento de culpa por la pobreza que acababa de ver. Éste era su remanso de paz. Los manzanos, los almendros, las higueras y los granados crecían aquí en gloriosa profusión. En el huerto abundaban las cebollas, los pepinos, las berenjenas y otras verduras que perfumaban el ambiente con sus olores tan característicos. Amerotke, escoltado por Shufoy, recorrió el sendero y subió la escalinata hasta el vestíbulo.
Norfret le estaba esperando. Le quitó las sandalias, le trajo agua para lavarse los pies y las manos y un frasco de alabastro con aceite para untarse la cabeza. Le puso una guirnalda de flores alrededor del cuello. Shufoy miró alrededor. No había ningún otro sirviente. En el atrio se olía un perfume delicioso. Norfret vestía una sencilla túnica blanca y sandalias doradas. El enano se sintió un tanto incómodo. Era obvio que Norfret deseaba estar a solas con su marido, así que murmuró una excusa y se fue para encargarse de los dos niños, cuyas voces se oían al otro extremo de la casa.