—Pero ¿y el león? —preguntó Amerotke—. ¿Los vagabundos del desierto?
—Los vagabundos nunca atacan a soldados bien armados —respondió Rahmose—. En cuanto al león, mi señor, no sabía nada de la fiera.
—En cualquier caso, fue una tontería. —Amerotke dio unos golpecitos en el brazo de la silla, y luego levantó las manos como señal de que iba a comunicar su decisión—. No hay ninguna duda de que estos dos jóvenes están muertos. No son de los que huyen, y no hay ninguna razón satisfactoria para justificar que no regresaron a Tebas. Las pruebas indican que entraron en la Sala del Mundo Subterráneo, y no hay ninguna para demostrar que salieron. —Señaló a Rahmose—. Has actuado de forma estúpida e injustificable. Es mi decisión que deberás responder por tus actos. —Despidió al explorador con un ademán.
Rahmose apoyó las nalgas en los talones, y se llevó las manos a la cara. Los funcionarios del tribunal murmuraron entre ellos, mientras asentían para mostrar su conformidad con la decisión de Amerotke. También se hicieron oír los murmullos de los espectadores en el fondo de la sala. El juez llamó a su copero, que se apresuró a servirle una copa de
maru,
un vino blanco frío; bebió un trago y devolvió la copa. Los funcionarios comenzaron a preparar la sala para un juicio formal. Dispusieron grandes almohadones en el suelo.
Amerotke vio un movimiento en el fondo de la sala. Valu, el acusador real, vestido un tanto ostentosamente con una túnica de lino blanco plisada y un chal bordado sobre los hombros, avanzó al compás de los chasquidos de sus sandalias, con adornos de plata, contra el suelo. Valu era rechoncho, casi no tenía cuello y en su rostro los pliegues de grasa casi no dejaban ver sus brillantes ojos oscuros. A Amerotke le recordaba a una cotorra siempre atenta. Su aparición provocó algunas risas mal disimuladas. Valu siempre se pintaba como una mujer, con gruesos trazos de kohl debajo de los ojos, los párpados pintados de verde, carmín en los labios y más colorete en las mejillas que cualquier cortesana. Sudoroso y jadeante, se arrodilló en uno de los cojines y saludó a Amerotke con una inclinación del tronco. El juez supremo se fijó en que llevaba las uñas pintadas de un color verde oscuro para hacer juego con los brazaletes.
—Mi señor —comenzó—, una sabia y prudente decisión.
—Bienvenido, mi señor Valu.
Amerotke observó al fiscal. Valu no bajaba la guardia ni por un instante. Le encantaba mostrarse como un tonto, pero era un abogado despiadado y ambicioso, cuya apariencia ocultaba una astucia capaz de provocar la envidia de una mangosta. Desde que había salido del Colegio de la Vida, Valu había demostrado ser uno de los abogados más eminentes de Tebas, los ojos y oídos del faraón, el descubridor de conspiraciones, el azote de los enemigos de la Casa Divina. El acusador real presentaba todos los casos importantes. A Valu le traía sin cuidado a quién ofendía. Se retorcía y atacaba como una serpiente y afirmaba que él sólo obedecía a la voluntad del faraón, ¿Quién podía oponerse a ello?
—Una sabia y prudente decisión, mi señor juez —repitió Valu—, como corresponde a alguien que ostenta el cargo más alto en la Sala de las Dos Verdades.
—No creo que sea una decisión sabia o prudente —replicó Amerotke. Si hubiese admitido que era una buena decisión, hubiese expresado un prejuicio que podía inquietar profundamente al general Omendap.
—¿Mi señor? —Valu enarcó las cejas, impecablemente depiladas, en un gesto de burlona sorpresa—. Creo que no te sigo.
—La corte decidirá lo que es sabio y prudente. Mi decisión es el resultado de la lógica. ¿Qué has venido a decir, ojos y oídos del faraón?
—He leído las pruebas —respondió Valu. Se pasó la lengua por los labios y se frotó las manos. Se apoyó en los talones.
—¿Y?
—Sabemos, mi señor, que los dos jóvenes oficiales fueron a la Sala del Mundo Subterráneo. Tenemos pruebas razonables de que no encontraron bestia salvaje alguna, ni ningún otro enemigo, en las Tierras Rojas. Aceptamos que quizás entraron en el laberinto. Pero, si ése es el caso —Valu levantó las manos—, tenemos dos alternativas: una, que encontraran el camino de salida, y dos: se perdieran. Sabemos que no salieron. —El fiscal sonrió—. Y sabemos, por los exploradores, que los jóvenes ya no están allí.
Amerotke sintió un escalofrío de aprensión. El joven Rahmose podía ser acusado de estupidez, de un acto irresponsable, pero Valu pretendía llevar a la corte por otro camino. Estaba sentando las bases para una acusación mucho más grave.
—No haré ningún comentario —declaró Amerotke—. Mi señor Valu, plantea tu caso.
El fiscal exhaló un suspiro, y fue contando cada uno de sus puntos con sus dedos rechonchos.
—Estos dos oficiales no regresaron a Tebas, no están en el laberinto. No hay ninguna prueba de que fueran atacados por hombre o bestia alguna. Tenemos a Rahmose, que admite abiertamente que mantuvieron una agria discusión, que se cruzaron burlas y provocaciones entre él y los dos jóvenes desaparecidos. —Valu irguió la cabeza. Se echó hacia atrás, con las manos en los muslos—. Yo, los ojos y oídos del faraón, sostengo que Rahmose no sólo se llevó los caballos, sino que fue y mató a los dos jóvenes oficiales, y que sus cadáveres todavía yacen en las ardientes arenas de las Tierras Rojas.
—¿Le acusas de asesinato? —preguntó Amerotke, que levantó las manos para acallar el clamor en la sala.
—¡Sí, mi señor, le acusó de asesinato por partida doble!
E
n la torre del templo de Horus, Sato, sirviente y guardián del sacerdote, subió lentamente por la escalera de caracol hasta llegar al rellano delante de la puerta de la habitación superior. Sato estaba agotado. Había bebido más de la cuenta, y después había gozado de un joven prostituta en una casa de placer. La muchacha se había mostrado entusiasta y vigorosa, y su cuerpo untado de aceite se había movido como una serpiente debajo del suyo. Sato olía su perfume, recordaba la tersura de su piel y la gracia de sus miembros.
Sato ya había subido hasta aquí una vez, pero entonces había recordado las tortitas y la cerveza, así que había bajado a la cocina y cogido la bandeja que había dejado preparada en una pequeña alacena al pie de la escalera. ¡Estaba tan cansado!
—Tendría que estar en mi cama —rezongó.
Pero anochecía, y Prem, el viejo sacerdote, se dedicaba a la observación de las estrellas antes de acostarse. Sato se encargaría de la guardia nocturna. Prem solía despertarse en mitad de la noche como consecuencia de alguna visión en sus sueños, y entonces se levantaba para consultar los libros sagrados. En tales ocasiones, el sacerdote siempre pedía una jarra de cerveza y tortitas de miel. Le había explicado a su sirviente cómo la astrología y la astronomía, además de las visiones, aguzaban la mente y estimulaban el apetito, pero lo había dicho con una sonrisa, y Sato se había preguntado, más de una vez, si el anciano no se estaría burlando de él. Prem era un personaje curioso. Tenía la cabeza pequeña, con los huesos y las venas muy marcados, pero sin duda era un pozo de conocimiento y sabiduría. Un hombre de muchos años que había estudiado en la Casa de la Vida y había orado en el templo de Horus desde la infancia.
«Necesitamos a Horus», —proclamaba el anciano sacerdote— «El halcón dorado de Egipto con sus ojos de diamante. Él es nuestro protector. Con sus alas de plata desplegadas, Horus protege a Egipto contra el súbito ataque del ángel de la muerte, el demonio que se lanza desde el cielo para sembrar el dolor, el hambre y la guerra».
Sato se tomó un respiro, y miró hacia lo alto, donde reinaba la oscuridad. La torre era muy antigua; hecha de piedra y rodeada de jardines y árboles, se levantaba muy alto hacia el cielo. Algunos decían que la habían construido los hicsos como una fortaleza para mantener subyugados al pueblo de los Nueve Arcos. Ahora formaba parte de la academia a la que asistían aquellos interesados en el estudio de los cielos.
Llegó al rellano, dejó la bolsa de cuero que llevaba, se desabrochó el raído cinturón de guerra y lo arrojó a un rincón. Prem era todo un personaje. Algunos sostenían que, en su juventud, había luchado contra los últimos hicsos; desde luego, él tenía miedo a esta torre, y a los fantasmas y demonios que quizá la poblaban. Sato llamó a la puerta.
—¿Padre divino?
No obtuvo respuesta.
—Seguramente, está en la terraza —murmuró Sato.
Continuó la ascensión. Efectivamente, la puerta que daba a la terraza estaba abierta. Sato asomó la cabeza. La noche era despejada y las estrellas se veían con toda claridad. Prem estaba allí, de espaldas a él. Llevaba puesto el sombrero de paja para protegerse del fresco de la brisa nocturna, y un chal blanco grueso sobre los hombros encorvados.
—Padre divino, estoy aquí.
El sacerdote alzó una mano como única respuesta y agachó la cabeza. Sato exhaló un suspiro, cerró la puerta, y bajó la escalera. Prem estaba ocupado con sus cartas, su mapa del cielo donde aparecían las diferentes constelaciones. La de hoy era una noche afortunada, una marcada por el templo como muy propicia al estudio del cielo. Prem estaría buscando la Cabeza del Cisne, o la Estrella de los Miles, o incluso algunas de aquellas grandes estrellas fugaces que describía como chispas del fuego eterno.
Sato se sentó en un taburete y contempló las extrañas pinturas que decoraban la pared. Grifos de ojos feroces y negras lenguas perseguían a los leones y otras criaturas por un paisaje rojo sangre. Los seguían hombres con extrañas armaduras montados en carros. Sato se preguntó si éstos eran los hicsos, cazadores crueles, hombres rapaces. Oyó un sonido, y se irguió. ¿Era el viento nocturno? ¿Algún animal que se deslizaba escaleras arriba? Sato se ajustó la túnica, y, preocupado, miró en derredor. Miró el pozo de la escalera en tinieblas y los escalones, atento a la presencia de serpientes y escorpiones. No vio nada. ¿Acaso se trataba de fantasmas? Las concubinas, esas mujeres charlatanas, siempre estaban asustando a los niños con historias sobre el pasado del templo, las sombrías cavernas y los pasadizos, que, según se decía, estaban poblados por los fantasmas de aquellos que los hicsos habían asesinado. ¿No había escuchado él mismo que los hicsos habían utilizado panteras para cazar a los hombres? Sato olisqueó el aire. Deseo que el viejo Prem se decidiera a bajar; así podrían dormir y tener un poco de paz, porque estaban viviendo tiempos difíciles. Los sumos sacerdotes de los otros templos se habían reunido, ostensiblemente, para discutir de teología, aunque todos sabían el verdadero motivo del encuentro. La reina Hatasu se había proclamado faraón. ¿Podía aceptarlo la casta sacerdotal? El ejército adoraba a Hatasu por su victoria. Los mercaderes, banqueros y comerciantes la ensalzaban porque el comercio había sido restaurado y aumentado. Pero los cortesanos, aquellos que habían seguido al gran visir Rahimere, ahora caído en desgracia, aún confiaban en socavar su poder. «Dejemos que gobierne», se burlaban, «pero ¿la favorecerán los dioses?».
Sato oyó que se abría la puerta de la terraza, la respiración entrecortada de Prem y el sonido de las pisadas mientras bajaba las escaleras con sumo cuidado. El sirviente se levantó. Algo metálico golpeó en el suelo y bajó saltando por los escalones. Sato se apresuró a seguirlo, hasta que el anillo se detuvo. Lo recogió y cuando volvió a subir Prem ya había abierto la puerta de la habitación y estaba dentro.
—Déjalo sobre la mesa —susurró el anciano sacerdote, que se había sentado en un taburete de espaldas a la puerta. Le señaló con la mano la mesa que había junto a la puerta.
El sirviente obedeció. Salió de la habitación, cerró la puerta, y el viejo, como de costumbre, colocó la tranca. Sato se sentó de nuevo en el taburete. Abrió la bolsa de cuero, sacó una tortita, y masticaba plácidamente cuando casi se ahogó al escuchar el espantoso alarido que acababa de resonar en la habitación del sacerdote. ¡La terrible agonía y el horror! Sato dejó caer la tortita, se levantó de un salto y comenzó a aporrear la puerta.
—¡Padre divino! ¡Padre divino!
Al no obtener respuesta, corrió escaleras abajo. Resbaló, y se lastimó un tobillo; soltó un juramento, pero siguió bajando. En cuanto llegó, abrió la puerta y salió al jardín, pidiendo ayuda a voz en grito. No se atrevía a apartarse de la torre. ¿Qué ocurriría si el asesino seguía en el interior, e intentaba escapar? Volvió a la puerta, y desde allí continuó dando voces. Sólo calló cuando los guardias aparecieron con las espadas desenvainadas, corriendo por el jardín. Otras personas también se acercaban a la carrera: sacerdotes de los otros templos.
—¡Algo le ha pasado al padre divino Prem!
Los guardias lo apartaron sin miramientos y corrieron escaleras arriba. Sato los siguió. En las escaleras ya no quedaba lugar para nadie más. Sato intentó abrir la puerta una vez más. Seguía cerrada por dentro.
—Han atacado al padre divino —jadeó—. Le oí gritar.
—¡La ventana! —gritó uno de los guardias.
—¡Imposible! —vociferó otro—. Hay por lo menos cuarenta palmos hasta el suelo.
—¿No has oído hablar de las cuerdas? —replicó el capitán de la guardia, con un tono burlón.
Los guardias volvieron a bajar apresuradamente, y de nuevo, Sato se vio apartado con rudeza, Trajeron un tronco de sicomoro para utilizar como ariete, y a una orden del capitán comenzaron a descargar golpes contra la puerta hasta que saltaron los pernos de la tranca y la hoja quedó colgada de las bisagras de cuero. Los guardias se lanzaron al interior de la habitación, con Sato pisándoles los talones.
La estancia olía a agua de rosas, papiros, y a algo más, el olor férrico de los mataderos. Prem estaba tumbado en la cama; el viejo sombrero de paja estaba en el suelo, y la noble e inteligente cabeza reposaba en un charco de sangre que se filtraba por la almohada y las sábanas de lino. Sato se volvió para vomitar en una vasija de cobre que había en un rincón. Aparecieron los sacerdotes, con Hani, el sumo sacerdote del templo, a la vanguardia.
—¡Por el aliento de Horus! —exclamó Hani—. ¡Le han aplastado la cabeza!
Sato se acercó a la cama. Hani tenía razón; la frente del viejo sacerdote estaba hundida y en las mejillas se veían unos cortes muy profundos, como si los hubieran hecho las garras de algún felino.
—Es como si hubiese estado aquí alguna bestia feroz —declaró el capitán de la guardia.
—¿Cómo es posible? —preguntó Hani.