—Oh, señora de la tierra de los Nueve Arcos, amada palabra de Dios. Manténme en la senda de la verdad, conságranos en la verdad. Te doy las gracias por mi vida, por la de Norfret mi querida esposa y por mis dos hijos Curfay y Ahmose.
Amerotke abrió los ojos. Los pómulos altos de la diosa, los ojos rasgados y la boca sonriente siempre le recordaban a Norfret. Tan serena y, sin embargo, cuando estaban en su habitación secreta, tan ardiente en su amor. El juez recordó apresuradamente donde estaba, y se inclinó para acomodar los jarrones con flores, los frascos de perfumes y los pequeños platos con comida que uno de los sacerdotes había dejado delante del camarín. Oyó que llamaban a la puerta.
—¡Adelante!
Se abrió la puerta, y Maiarch, reina de las cortesanas, apareció en el umbral con las papadas temblorosas y la mirada suplicante.
—Vengo a darte las gracias, mi señor Amerotke.
—Pasa —la invitó el juez, con una sonrisa.
—No soy pura. No estoy purificada.
—Lo mismo se podría decir de todo Egipto —replicó Amerotke.
La obesa cortesana sonrió de placer ante el cumplido. Entró en la capilla rodeada de vaharadas de los más finos perfumes y acompañada por el tintineo de los brazaletes y los cascabeles. Se sentó en los almohadones junto a la pared, y sus movimientos le recordaron a Amerotke los de un hipopótamo que se sumerge complacido en las aguas del Nilo. Apreciaba a esta cortesana gorda porque era una mujer de buen corazón, que cuidaba de sus chicas y se comportaba con orgullo.
—Vengo a darte a las gracias, mi señor —repitió la mujer.
—No es necesario. Lo siento por las chicas. —Señaló el camarín—. Los dioses son compasivos. Quizá sus kas llegarán al campo de los Benditos, para ser llevados más allá del horizonte lejano.
Maiarch asintió mientras contenía las lágrimas, aunque de vez en cuando se enjugaba alguna con mucha delicadeza. Amerotke observó que sus uñas pintadas de un color rojo brillante eran tan largas que al curvarse le daban a sus manos el aspecto de garras.
—Siempre serás bienvenido a nuestra casa del placer, mi señor Amerotke. —En el obeso rostro de Maiarch apareció una sonrisa—. Mis chicas te complacerán en todos los juegos amorosos que desees.
Amerotke meneó la cabeza.
—Te lo agradezco, mi señora, pero tengo una mujer, una esposa.
—Ah, sí, la señora Norfret. Hermosa como la luna en una noche estrellada. —Maiarch sacudió los hombros desnudos, y se levantó acompañada por el estrépito de los brazaletes y los cascabeles—. En ese caso, mi señor…
No había pasado ni un minuto de la marcha de la cortesana cuando entró Asural, escoltado por Prenhoe. El capitán de la guardia del templo no estaba para muchas ceremonias; sus ojos, pequeños y negros como cuentas, miraban furiosos al juez supremo de Tebas.
—Ya está todo recogido y en orden, pero no tendrías que haberlo permitido. Te lo he dicho antes, Amerotke. Los prisioneros han de estar atados.
—Tuvo una muerte rápida.
—¿Era miembro de los amemets? —preguntó Prenhoe, preocupado. Se sentó en un cojín, con una expresión desconsolada en su rostro—. Anoche soñé que nadaba en el Nilo con una muchacha desnuda a la espalda. Sus pechos eran pequeños y duros…
—A mí me gustaría soñar esas cosas —le interrumpió Asural.
—¡No, no! —el rostro delgado de Prenhoe era la viva imagen de la ansiedad—. Mientras yo nadaba, una serpiente entró en el agua. Le pregunté a Shufoy cuál podía ser el significado del sueño. Él me respondió que el sueño era el augurio de un gran peligro que amenazaba a alguien muy cercano a mí. —Miró a su pariente con los ojos como platos—. Shufoy tenía razón —murmuró.
—Shufoy siempre tiene razón —declaró Amerotke—. No se lo habéis dicho, ¿verdad?
—No pude encontrarlo —contestó Asural—. Supongo que estará por ahí, vendiendo amuletos y escarabajos.
—Ya no se ocupa de eso —informó Prenhoe—. Dice que los mercados están llenos de vendedores de baratijas, y que los hombres escorpión se han hecho con el monopolio de la venta de bisutería.
—Entonces, ¿qué vende ahora? —preguntó Amerotke—. Venga, Prenhoe.
—Ha comprado un viejo papiro sobre medicinas.
—¡Oh, no! —Amerotke se cubrió el rostro con las manos.
—Está ofreciendo una amplia variedad de remedios —continuó Prenhoe—. Para los labios partidos, la inflamación de oídos…
—¿Qué pasa con los amemets? —Asural interrumpió la charla, y miró con desdén al joven escriba. —Por cierto, ¿no estaba tu recado de escribir en el suelo? ¿No tendrías que poner tus cosas en orden?
Amerotke hizo un gesto hacia la puerta como una señal para que Prenhoe se marchara. Prenhoe se inclinó ante el camarín, exhaló un suspiro y se marchó rezongando por lo bajo.
Asural cerró la puerta y colocó la traba.
—Los amemets —repitió—. ¿Nehemu era miembro del gremio de asesinos profesionales?
El juez contempló la imagen de la diosa.
—Creía que estaban todos muertos.
—¿Por qué lo creías? —preguntó el jefe de la guardia, mientras se sentaba delante del enigmático juez.
—No lo sé. —Amerotke cerró los ojos—. Ya me he cruzado antes con ellos. —Recordó las oscuras galerías debajo de las pirámides de Sakkara, los pilares que se derrumbaban, las figuras vestidas con las túnicas negras que corrían hacia él, y que habían acabado aplastadas por los enormes trozos de granito.
—Hay más de un gremio —le advirtió Asural—. ¿Qué pasará si Nehemu pertenecía a uno de ellos?
—Asesinó a dos cortesanas, y lo hizo solo —replicó Amerotke, con un tono enérgico.
—No lo sé. —Asural se levantó—. El lema de ese gremio de serpientes es que atacar a uno es atacarlos a todos. —El capitán se encogió de hombros—. Pero si sólo era una bravuconada, entonces no es más que arena arrastrada por el viento del desierto.
—¿Y si no lo era?
—Recibirás una torta de algarrobo untada con excrementos de gato y la sangre de algún animal —respondió Asural—. Los amemets te la enviarán como una advertencia de que su diosa Mafdet te persigue.
—¿O sea que, al menos, tendrán la cortesía de avisarme de que vienen a por mí? —bromeó Amerotke para disimular el miedo—. ¿No se les puede comprar, o amenazar para que desistan?
—No. —Asural caminó hacia la puerta—. Tienen sus propias reglas sanguinarias. Si envían el aviso, intentarán matarte dos veces. Si no lo consiguen, te considerarán como alguien sagrado para Mafdet, y nunca más levantarán una mano contra ti.
—Pero te tengo a ti para que me protejas, Asural —manifestó Amerotke, con un tono burlón.
—Soy tu fiel perro guardián. Pero recuerda, mi señor, que Mafdet siempre caza de noche. —Asural abandonó la estancia.
Amerotke se sentó sobre los talones; las amenazas de los amemets no le preocupaban demasiado. Tenía depositada toda su confianza en Maat. Había luchado en primera línea al mando de un escuadrón de carros de guerra y, como juez, se enfrentaba a las amenazas de los prisioneros todos los días.
En algún lugar del templo sonó un cuerno de concha, la señal de que la corte estaba a punto de reanudar la sesión. Amerotke saludó a la estatua con una inclinación de cabeza, se levantó, y volvió a ponerse las insignias de su cargo: el pectoral, el anillo, y el brazalete. Se arregló la túnica, y después sacó de una caja de sándalo un espejo de turquesa pulida.
—El rostro de un juez —murmuró. Amerotke recordó el consejo de sus maestros: «Un juez sentirá muchas emociones pero no debe mostrar ninguna de ellas.» Se acomodó mejor el pectoral, y a continuación se pintó con kohl dos anillos alrededor de los ojos. Oyó que alguien llamaba a la puerta. Era el director de gabinete.
—Todo está preparado, mi señor. Los tres querellantes esperan.
El juez lo interrogó con la mirada.
—Es el caso de la mujer que tiene dos maridos —le recordó el director.
—Ah, sí.
Amerotke se frotó las manos. Había leído el papiro con los detalles del caso. Entró en la sala. No quedaba ni un solo rastro del desorden provocado por Nehemu. El suelo de mármol negro era un espejo que reflejaba las flores plateadas que adornaban el techo verde. La mesa volvía a estar delante de la silla del juez, los escribas estaban sentados entre las columnas, y Asural y sus guardias ocupaban sus puestos cerca de la puerta, al otro lado de la sala.
El juez ocupó su silla y miró a las personas arrodilladas.
—¿Vuestros nombres?
—Antef, mi señor —respondió el hombre a la derecha de Amerotke.
Era alto, requemado por el sol, con el rostro típico de los soldados y el cuerpo nervudo. Su porte era orgulloso, con una mirada arrogante como si no sólo esperara que se hiciera justicia sino que, además, se hiciera pronto.
—¿Y eres?
—Era, mi señor, oficial en el Nakhtu-aa.
—Ah, sí. —Amerotke sonrió. Lo sabía todo sobre los
muchachos forzudos,
los curtidos soldados de infantería que seguían a los carros en las batallas—. ¿De qué regimiento?
—El regimiento de Anubis, mi señor. Combatí con la compañía Buitre en la gran batalla del faraón que se libró en el delta.
—Yo estuve allí —manifestó Amerotke con voz pausada. Quería ganarse la confianza de las tres personas, y al mismo tiempo demostrar a todos los presentes que el ataque de Nehemu no le había alterado.
El juez se apoyó las manos en las rodillas y miró al soldado; recordó la larga y fatigosa marcha, y la sangrienta batalla cuando Hatasu, feroz como Sekhmet, la diosa león, había derrotado a los mitanni y aplastado para siempre su poderío.
—¿Cuál es tu nombre? —le preguntó a la hermosa joven con cara de muñeca, las mejillas muy maquilladas y los ojos pintados con kohl. Y que llevaba una peluca de trenzas con ribetes de plata que casi tocaban el blanco chal que le cubría los hombros.
—Dalifa.
—¿Y tú eres?
—Es mi esposa —respondió el soldado por ella.
El joven a la izquierda de Amerotke levantó una mano solicitando permiso para hablar.
—¡No lo es, mi señor! —exclamó, y después añadió precipitadamente—: Me llamo Paneb, y soy escriba en la Sala de la Verdad en el templo de Osiris.
El joven recordó a Amerotke a su pariente Prenhoe. Resultaba evidente que el escriba y la joven estaban muy enamorados. Amerotke se acomodó en la silla. Le encantaban estos casos; nada de asesinatos ni derramamientos de sangre, sino el juego de las relaciones humanas que mantenían unidas o separaban a las personas.
Hizo una señal y el principal de los escribas leyó los antecedentes del caso. Como Antef, en la estación de la siembra, seis meses atrás, había marchado al norte con los ejércitos del faraón, donde recibió un golpe en la cabeza, perdió la memoria y se había quedado en el delta hasta que sanó. Meses más tarde regresó a Tebas, donde se había encontrado con que su bonita y joven esposa, convencida de que era viuda, y con el permiso de los sacerdotes, estaba ahora casada con el joven Paneb.
Amerotke se rascó la barbilla.
—¿Debo decidir si el primer matrimonio es todavía válido y que el segundo debe ser anulado?
Antef asintió vigorosamente.
—¿Amas a Antef? —preguntó el juez a Dalifa.
—Nunca le amé —respondió la muchacha con voz clara—. Mi matrimonio fue decidido por mi padre.
—¿Dónde está tu padre?
—Era un mercader que comerciaba con incienso. Murió hace dos meses de una enfermedad en los pulmones.
Amerotke asintió, comprensivo. Advirtió la mirada de desesperación de Paneb.
—¿Tu padre era rico?
—Sí, mi señor —contestó Dalifa—. Yo soy su única heredera.
Un suspiro colectivo recorrió la sala. Amerotke sonrió. Se dijo que Antef no sólo quería recuperar a su esposa, sino que también deseaba una parte de la herencia.
—¿Es esta una cuestión de amor, o de riqueza? —preguntó el juez—. Antef, ¿te darías por satisfecho con una parte de la herencia de tu esposa?
—No es suya —protestó la muchacha.
Amerotke levantó una mano para hacerla callar. Antef era demasiado astuto como para caer en la trampa.
—Ésta es una cuestión de amor —afirmó con toda naturalidad—. Quiero recuperar a mi esposa.
—¡Quiere el dinero! —gritó Paneb, con el rostro rojo de furia—. Tú lo sabes, mi señor.
—No sé nada —afirmó Amerotke. Se pellizcó el labio inferior. Si fallaba que la muchacha se quedara con su segundo marido, Antef apelaría, valiéndose de la influencia de sus oficiales. A Senenmut le gustaba cambiar las decisiones judiciales de vez en cuando, como una manera de exhibir su poder. Miró a Antef atentamente.
—¿Dónde te hirieron en la cabeza?
El soldado se giró, y Amerotke vio la cicatriz en el lado izquierdo.
—Una porra de guerra mitanni —declaró, orgulloso.
—¿Qué ocurrió después?
—Perdí el conocimiento, mi señor. Cuando desperté, me habían dado por muerto. Una mujer que recorría el campo de batalla en busca de algún botín, me encontró y me llevó a su pueblo cerca del oasis. Me quedé allí antes de viajar a Memfis. Di gracias a los dioses por haber recobrado la memoria. Recordé a mi esposa y emprendí el camino de regreso a Tebas.
Amerotke miró los objetos que tenía sobre la mesa para disimular la inquietud. Había estado en aquel campo de batalla, y recordaba perfectamente todo lo sucedido en él. Los maryannou, los
bravos del rey,
habían cortado los penes de cada uno de los soldados enemigos muertos. Había sido una orden directa de Hatasu. Se los había enviado como un sangriento e insultante regalo a sus oponentes en Tebas y como una prueba de los muchos guerreros mitanni que había matado.
—Me resulta extraño. —Amerotke levantó la cabeza y vio que Antef desviaba la mirada. ¿El soldado le estaba mintiendo?
—¿Por qué es extraño, mi señor?
—Verás, tú eras un miembro de los maryannou, todos ellos bravos guerreros. Llevabas las armas del regimiento de Anubis. ¿Cómo es que ellos, cuando recorrieron el campo de batalla, no encontraron tu cuerpo?
—Me encontraba lejos de los demás, mi señor —replicó Antef—. Como seguramente recordarás, muchos de nosotros nos dispersamos en el ardor del combate. Encontraron un cadáver y creyeron que era el mío.
El juez asintió.
—Soy un soldado —añadió Antef—. Combatí por el divino faraón. ¿Es este el agradecimiento que recibo? Dalifa es mi esposa. —El hombre miró al público en busca de apoyo—. ¿No pueden los guerreros de Tebas dejar a sus esposas para ir a luchar contra los enemigos de Egipto, sin encontrar a otros en sus camas y sentados a sus meses cuando regresan?