Se sentaban en cojines con bordados de oro, delante de bajas mesas de acacia, donde se amontonaban los manuscritos, los rollos de papiro y las tablillas para escribir. Se sentían muy orgullosos; no sólo los estaba mirando toda Tebas sino que la divina Hatasu, la nueva faraón, les había solicitado su consejo. ¿Alguna vez se había sentado una mujer en el trono del faraón, con la doble corona y con los atributos del cayado, el látigo y la espada con forma de hoz? Hatasu había ascendido al poder gracias a su propia astucia y a su gran victoria en el norte. Ahora buscaba su aprobación. Era bien conocido en toda la ciudad que la aprobación se la darían a regañadientes, si es que finalmente se la daban. Aquí, en esta cámara, con las paredes decoradas con escenas de la vida de Horus, el dios con la cabeza del halcón dorado, debatirían el tema. Sus palabras correrían como el fuego entre los matojos por las anchas avenidas y las estrechas callejuelas de la ciudad.
El consejo lo presidía Hani, sumo sacerdote del templo de Horus; a su lado estaba su esposa Vechlis, mucho más joven que él. Vechlis, una mujer alta, imponente, se cubría la calva con una peluca espléndida, y su vestido del mejor lino realzaba las formas de su cuerpo atlético. Investida con un gran poder gracias a su condición de primera concubina del dios Horus, Vechlis repiqueteaba con las uñas pintadas de rojo en el brazo de la silla. En su rostro se insinuaba una sonrisa mientras contemplaba a los allí reunidos. Los demás sacerdotes, conocidos con los nombres de los dioses que servían, Amón, Hathor, Isis, Anubis y Osiris, esperaban el comienzo de la reunión. Alrededor de cada uno de ellos estaban los escribas y sus ayudantes, y los expertos en teología, ritos e historia de Egipto. Hani dio una palmada y, con la cabeza inclinada, entonó una plegaria.
—¿Comenzamos? —Miró a la izquierda donde estaba Sengi, el principal de sus escribas, con el estilo en una mano, dispuesto a transcribir las discusiones.
—Sabemos por qué estamos aquí, —manifestó el sumo sacerdote Amón. Miró a sus colegas—. Comencemos con la pregunta de la que derivará todo lo demás. —Hizo una pausa para recalcar el efecto de sus palabras—. ¿Alguna vez en la historia del pueblo de los Nueve Arcos, hemos tenido a una mujer en el trono del faraón? ¿Alguien puede aportar alguna prueba de tal precedente? —En su rostro apareció una expresión triunfal al ver el profundo silencio que siguió a la pregunta.
E
n la Sala de las Dos Verdades, en la casa divina de la diosa Maat, se estaba a punto de escuchar el fallo de la justicia del faraón. Amerotke, juez supremo de Tebas y presidente de los tribunales de Egipto, amigo del faraón y miembro del círculo real, era un hombre alto, de aspecto severo, con los ojos hundidos, la nariz aguileña y los labios carnosos. Vestía una túnica blanca y sandalias a juego para simbolizar la pureza; alrededor del cuello llevaba colgado el pectoral de oro y turquesa donde aparecía Maat, la diosa de la verdad, arrodillada delante de su padre Ra.
Todos los presentes guardaban silencio, con las miradas puestas en el rostro solemne del juez y sus labios apretados. En un gesto inconsciente, Amerotke se mesaba el mechón de pelo negro que colgaba sobre su mejilla derecha. Jugueteaba con la pulsera de oro que llevaba en la muñeca izquierda, o miraba el anillo que era el símbolo de los jueces, colocado en el meñique de la mano derecha. Aspiró con fuerza. Era muy madrugador, y hoy no había desayunado más que un puñado de dátiles y una tortita de miel. En cambio, se había entretenido paseando por los mercados, seguido por Shufoy, su sirviente, un enano de mejillas regordetas y a quien unos bandidos le habían rebanado la nariz. Shufoy cargaba con la sombrilla de su amo, siempre dispuesto a proteger a Amerotke del fuerte sol de la mañana, o a anunciar a voz en grito que Amerotke, juez supremo de la Sala de las Dos Verdades, se acercaba. Por lo general Amerotke hacía que se callara, pero Shufoy era incorregible. Le gustaba ver el revuelo que provocaba su amo ya fuera comprobando las balanzas, las pesas y las varas de medir de los comerciantes, o visitando los salas de justicia de menor rango que actuaban en las antecámaras del templo: Kenbet, Saru, y Zazat.
Amerotke siempre llegaba puntual a su sala. Los rayos del sol apenas tocaban las puntas doradas de los obeliscos, y los coros de los templos todavía cantaban los himnos matutinos al sol naciente, cuando Amerotke ocupaba su silla para dispensar la justicia del faraón.
El juez se humedeció los labios. Éste era un momento solemne. Sólo rogaba para que su estómago no hiciera ruido y que no se presentara algún mensajero, un Rabizu polvoriento y sudoroso, enviado por la casa de un Millón de Años. Había sido informado, en secreto, de que la reina Hatasu y su gran visir Senenmut querían hablar con él. Amerotke estaba colérico. El caso que acababa de escuchar le había puesto furioso; sin embargo, recordó las enseñanzas de los sacerdotes: «Enfurécete sólo cuando la furia sea necesaria».
Levantó la cabeza y miró al prisionero, un hombre de rostro delgado, ojos crueles y hablar meloso que cubría su cuerpo, atlético y bronceado, con una túnica sucia y andrajosa y calzado con unas sandalias de junco trenzado. Amerotke creía en los demonios y en que eran capaces de vivir en las almas de los hombres. Esto, sin duda, era lo que ocurría en este caso. El prisionero se mostraba calmo, compuesto, a pesar de la abrumadora evidencia que le acusaba de haber cometido un crimen tan sangriento como blasfemo en las menos dos, si no es que eran cuatro, ocasiones. El reo se burlaba de él, y le incitaba a que decidiera lo peor.
Amerotke echó una ojeada a la sala. A la izquierda, a través de los pórticos, vio el jardín y las fuentes del templo; los verdes prados donde pastaban los rebaños de Maat y el ibis bebía el agua sagrada a la sombra de las palmeras y las acacias. El juez deseó estar allí. Deseó disponer de tiempo para pensar, para reflexionar, pero todo el mundo estaba esperando. A su izquierda, sentados en cojines, con los tableros sobre los muslos, estaban su director de gabinete y archivero de las peticiones, y sus seis escribas, incluido su pariente, el joven Prenhoe. Todos permanecían atentos, con los estilos preparados, esperando que dictara su sentencia.
Al otro extremo de la sala, cerca de la puerta, se agrupaban los guardias del templo al mando del fornido Asural, que parecía a punto de participar en un desfile, con el casco de cuero debajo del brazo. A la derecha de Amerotke se encontraba Maiarch, la reina de las cortesanas y líder del gremio de las prostitutas. Estaba de rodillas, con las manos extendidas, con el gordezuelo rostro pintado empapado con las lágrimas que hacían que el maquillaje y el kohl se deslizaran, en oscuros churretes, por las mejillas temblorosas. Amerotke contuvo la sonrisa. Maiarch era una consumada actriz. Desde que había concluido el caso, había permanecido arrodillada de esta manera, con la peluca ligeramente torcida y los dedos rechonchos levantados como si quisiera arrancar del cielo la justicia divina. El esfuerzo que hacía, a veces, la fatigaba demasiado, y al moverse sonaban alegremente los brazaletes y los cascabeles cosidos en la túnica.
—Mi señor —gritó Maiarch, y su voz aguda resonó en el silencio de la sala—. ¡Reclamamos justicia!
Amerotke se inclinó hacia adelante, y con la mano izquierda tocó la estatuilla de Maat que estaba sobre su peana a la izquierda de la silla—. Nehemu, te lo preguntaré una vez más. ¿Hay alguna razón por la que no deba pronunciar contra ti la sentencia de muerte?
El reo lo miró sonriente.
—¡Amerotke! —dijo con un tono burlón.
Un murmullo recorrió la sola. Nehemu insistía en la blasfemia al negarle al juez todos sus títulos y la obligada cortesía.
—¡Te dirigirás a la corte con el debido respeto! —le recordó Amerotke, tajante.
—Amerotke, juez supremo de la Sala de las Dos Verdades —replicó Nehemu con un tono feroz—, ¿tienes algo que decir antes de que se dicte contra ti la sentencia de muerte?
El juez no se movió, pero Prenhoe y los demás escribas se levantaron de un salto. Asural se adelantó, con la mano puesta en la empuñadura de hilo de cobre de su espada.
—Si quieres ampliar tu lista de crímenes —tronó Amerotke—, adelante, ¡hazlo!
Nehemu echó la cabeza hacia atrás, con los párpados entornados.
—Pertenezco al gremio de los amemets —anunció.
Amerotke reprimió un estremecimiento. Los amemets eran un gremio de asesinos; adoraban a Mafdet, la terrible diosa asesina, que era representada con la forma de un gato. ¿Nehemu era uno de los supervivientes? Nehemu chasqueó la lengua, complacido con la consternación que había causado.
El juez tomó su decisión.
—¡Nehemu, eres un hombre perverso! Vives y te escondes en la Necrópolis, la ciudad de los muertos, como el chacal que eres. En dos ocasiones, al menos, has tomado a una hetaira, a una cantante, a una bailarina, a un miembro del gremio de las prostitutas…
—¡Basura bajo mis pies! —afirmó Nehemu.
Asural se acercó deprisa, con una ancha correa de cuero en la mano. La colocó rápidamente alrededor del cuello del reo, y apretó.
—¿Debo amordazarlo, señor? —preguntó.
—No, de momento aún no. —Amerotke hizo un ademán para que se detuviera—. Nehemu, escucha, esta corte dará a conocer la sentencia.
—¡Y yo! ¡Y también mi gremio! —gritó Nehemu, aunque le costaba trabajo hablar, con la correa ceñida alrededor del cuello.
—Quitadle la correa —ordenó el juez.
Asural obedeció de mala gana. Permaneció detrás del prisionero, dispuesto a reprimir cualquier estallido o movimiento súbito. Estas escenas era muy poco frecuentes. Los reos, sobre todo aquellos que como Nehemu estaban acusados de crímenes espantosos, sólo deseaban una muerte rápida: una copa de vino envenenado, o la cuerda del garrote. Nehemu, con su comportamiento, había perdido la oportunidad.
—Te llevaste a esas jóvenes —continuó Amerotke—, y las asesinaste por puro placer. Las estrangulaste para luego arrojarlas a ese tramo del Nilo donde se reúnen los cocodrilos.
Nehemu tarareó por lo bajo, con una expresión de franca burla.
—Les privaste de la vida y, al profanar sus cuerpos después de la muerte, las privaste de un viaje seguro al Oeste, a los campos de los Benditos. —Amerotke se inclinó hacia adelante. Sobre la pequeña mesa de sicomoro que tenía delante estaban los rollos de papiro con las leyes del faraón, además de la insignia de su cargo. Cogió una vara hecha de madera de terebinto, que tenía un extremo tallado con la forma de un escorpión. Un suspiro de alivio colectivo recorrió la sala: se iba a dictar la sentencia de muerte.
Maiarch bajó las manos y tocó el suelo con la frente, en una muestra de agradecimiento y sumisión.
—Ésta es mi sentencia.
Los ayudantes de los escribas trazaban a toda prisa.
—Nehemu, eres un hombre vil y perverso. Tus crímenes son terribles. El capitán de la guardia te llevará al mismo lugar donde asesinaste a tus víctimas. Serás amordazado, atado de pies y manos y cosido vivo con la carcasa de un cerdo empapada en sangre. Esta carcasa será arrojada al Nilo.
Se aflojaron todos los músculos del rostro de Nehemu. Parpadeó ante la espantosa sentencia.
—Conocerás todo el horror de tus propios crímenes —añadió Amerotke—. Capitán de la guardia, llévatelo.
Nehemu había recuperado el valor. Se lanzó hacia adelante con una mueca feroz. Asural, con la ayuda de los otros guardias, le sujetó y arrastró hacia la salida. Amerotke agachó la cabeza, y dejó la vara del escorpión sobre la mesa. Lamentaba que las cosas no hubiesen sido de otra manera, pero ¿qué podía hacer? Se habían arrebatado vidas de una manera sacrílega. Se habían burlado de la justicia del faraón.
Amerotke oyó un grito y levantó la cabeza. Nehemu se había escabullido de los guardias, arrebatado el puñal a uno de ellos y, ahora, corría hacia el juez con el brazo armado en alto. Amerotke no se movió. No sabía si era coraje o miedo. Lo único que veía era a Nehemu que venía hacia él, con el puñal en alto y el rostro contorsionado de furia. Se oyó el sonido de un arco. Nehemu ya estaba casi encima del juez cuando levantó las manos, y dejó caer el puñal. Se tambaleó, mientras se llevaba una mano a la espalda como si quisiera arrancar la flecha clavada entre los omoplatos. Cayó de rodillas delante de la mesa, con los labios cubiertos con una espuma sanguinolenta y los ojos en blanco. Abrió la boca para decir algo. Primero se oyó algo parecido a un gorgoteo, y luego una palabra. No entendió muy bien si había dicho «venganza». A continuación, el condenado se desplomó de bruces sobre la mesa, desparramando los rollos de papiro y las enseñas del cargo por el suelo.
Durante unos minutos reinó la confusión más absoluta. Amerotke se puso en pie y comenzó a dar palmadas.
—Este asunto se ha terminado. Se ha hecho justicia. —El juez esbozó una sonrisa—. Aunque de una manera tan rápida como inesperada. Capitán Asural, despeja la sala. Llévate el cadáver al río y que se cumpla el resto de la sentencia. Habrá un breve receso.
Los presentes recordaron sus modales y se inclinaron respetuosamente. Amerotke respondió al saludo y abandonó la sala. Una vez dentro de la pequeña salita lateral, cerró la puerta, se apoyó en la hoja, exhaló un suspiro y relajó todo el cuerpo.
—Tendrías que haber sido actor, Amerotke —murmuró.
La pierna derecha temblaba como si tuviera vida propia, le dolía el estómago, tenía ganas de vomitar y sentía frío y calor al mismo tiempo. Se miró la túnica y dio gracias a los dioses al comprobar que no había ninguna mancha de sangre. Se quitó las sandalias, el pectoral, los brazaletes, el anillo del cargo, y lo dejó todo sobre la mesita que había junto a la puerta. Después, cogió un pellizco de sal de natrón, la mezcló con agua bendita de la pila y se lavó las manos, boca y cara. Se sentó en el cojín delante del camarín con las puertas abiertas, y contempló la imagen de Maat arrodillada, con las manos unidas y el rostro sereno, con las plumas de avestruz, el símbolo de la verdad, insertas en la corona de piedra que le ceñía la cabeza. Éste era el lugar favorito de Amerotke para sus oraciones. Tenía profundas reservas en todo lo referente a los dioses egipcios; muy interesado por la teología, Amerotke se sentía cada vez más atraído por aquellos teólogos que argumentaban que Dios era un espíritu eterno, el Padre y la Madre de toda la creación, que se manifestaba en el Sol, fuente de toda la luz. Maat formaba parte de esta idea, y la verdad permanecía siempre pura. Amerotke cerró los ojos y rezó su oración favorita.