Los asesinatos de Horus (9 page)

Read Los asesinatos de Horus Online

Authors: Paul Doherty

Tags: #Histórico, Intriga

BOOK: Los asesinatos de Horus
3.32Mb size Format: txt, pdf, ePub

Sato miró por encima del hombro. Los postigones de madera estaban cerrados. Se acercó a la ventana y los abrió. Respiró el aire nocturno, que le ayudó a serenarse un poco, y después miró hacia abajo. La altura le produjo vértigo. Los guardias que provistos de antorchas buscaban huellas, le miraron.

—No hay señales de persona alguna, ni de una escala de cuerda —le grito un guardia. Señaló la base de la torre—. El suelo está húmedo y muy blando, pero no hay huellas.

Sato cerró los postigones.

—¿Qué han dicho los guardias? —pregunto Hani.

—Mi señor, lo que sea que asesinó al padre divino no escapó por la ventana.

—¡Eso es imposible! —manifestó el capitán, airado—. La puerta estaba cerrada por dentro.

—¡Que vayan a mirar a la terraza! —ordenó Hani.

Los guardias subieron a la carrera, con gran estrépito. Pero no tardaron en bajar, cabizbajos.

—No hay nadie, mi señor. Sólo una pequeña mesa y dos cojines.

En la habitación reinó el silencio. Sato tenía muy claro lo que pensaban los guardias. Los demonios acechaban en la torre. ¿Algunas fuerza, alguna sombra oscura había salido del mundo subterráneo para matar al padre divino de esta forma tan espantosa? Hani se acercó a la cama, y suavemente cubrió con una sábana el rostro desfigurado de Prem.

—Que se lleven el cadáver a la Casa de la Muerte —ordenó—. Dejemos que los embalsamadores hagan su trabajo.

Hani se acercó al umbral y luego se volvió con la cabeza bien erguida. Su nariz afilada cortó el aire, mientras sus ojos de gruesos párpados observaban la habitación sin perder detalle.

—Iré a palacio —explicó—. Esta es la segunda muerte que ha ocurrido en nuestro templo. Debo informar al divino faraón.

Tu labio superior es Isis,

tu labio inferior es Neftis.

Tu cuello es la diosa,

tus dientes son espadas,

tu carne es Osiris,

tus manos son almas divinas,

tus dedos son serpientes azules,

tus costados son dos plumas de nuestra luna.

Tú eres nuestro padre y nosotros tus hijos.

Tú eres el bastón del anciano,

tú eres el padrastro del niño.

Tú eres el pan del afligido.

Tú eres el vino del sediento.

Tú eres el escudo dorado de Egipto.

Amerotke permaneció consternado, con la frente apoyada en el suelo de la gran sala de audiencias, que era paralela a la sala de banquetes de la Casa del Millón de Años. Las blancas nubes de incienso se elevaban desde los pebeteros de plata para mezclarse con el agridulce olor de las hierbas y la fuerte fragancia de las rosas y las innumerables guirnaldas de flores colgadas en las paredes. Delante había un estrado, en forma de templete, con pilares estucados, pintados de verde, azul y amarillo a cada lado, y coronados con dibujos de cobras doradas. Debajo estaba sentada Hatasu, reina y faraón de Egipto.

Amerotke sólo escuchaba, en parte, a los coros que permanecían de pie a cada lado del templete divino. La postura le resultaba harto incómoda, pero, para cumplir con el protocolo y la etiqueta, mantuvo la cabeza contra el suelo. Las paredes de la sala resplandecían con las piedras preciosas del revestimiento, y las estrellas de plata, en el techo verde claro, reflejaban y se mezclaban con los reflejos del sol en el suelo de mármol azul.

El juez comprendió que se le estaba dispensando un gran honor. El faraón lo había convocado a esta espléndida audiencia para que todo Egipto fuera testigo de la gran estima que profesaba por el juez supremo de la Sala de las Dos Verdades. Los cantos se apagaron como una canción arrastrada por la brisa.

—Te puedes arrodillar.

Amerotke así lo hizo, y buscó una posición más cómoda con el cojín de plumas debajo de sus rodillas. Hatasu estaba sentada en un gran trono de alabastro decorado con oro y marfil y tachonado con piedras preciosas. Sus sandalias recubiertas de gemas descansaban sobre un escabel con patas de león. Sobre sus hombros, encima del vestido blanco, llevaba el precioso
nenes,
la estola divina de los faraones de Egipto. Había escogido llevar para la ocasión el tocado del buitre con el disco rodeado con las hermosas plumas de avestruz teñidas. El juez observó el bello rostro moreno, que mostraba una expresión impasible. Hatasu acababa de cumplir su vigésimo verano, y sin embargo, empuñaba el cayado y el látigo sobre la Tierra de los Dos Reinos. Sus ojos pintados con kohl miraban a un punto lejano de la sala: sus uñas, pintadas de un color rosa ostra, rozaban los brazos del trono, tallados en forma de cheetahs en el momento de atacar. A su derecha se encontraba Senenmut vestido con una túnica blanca, cuyo rostro agraciado se deshacía en sonrisas. Mantenía una mano apoyada en el trono, mientras que con la otra acariciaba el precioso pectoral de oro colgado alrededor del cuello que le proclamaba como primer ministro de Hatasu, el Gran Visir de Egipto.

Senenmut carraspeó y guiñó un ojo a Amerotke, que se ruborizó. Acababan de hacerle objeto de un gran honor, y debía responder.

—Veo tu rostro, oh Ser Divino. Tu brillo conmueve mi corazón. Mi alma se llena de gozo al contemplar tu majestuosidad. —Amerotke se inclinó.

El Gran Visir dio una palmada, la señal de que la audiencia había concluido. Los guardias, ataviados con los tocados azules y blanco, corazas de bronce y faldas de cuero con tachones metálicos, dieron media vuelta y marcharon hacia la puerta, con la lanza en una mano y el escudo con el emblema del regimiento de Isis en la otra. Amerotke continuó de rodillas. Aparecieron dos sirvientes que, para ocultar al divino faraón de los ojos de los mortales, corrieron una cortina bordada en oro por delante del estrado. El juez no se movió, mientras desalojaban la sala el perfumero, el custodio de las sandalias del faraón, el abanicador real, los chambelanes y otros miembros menores de la corte. Amerotke espió por encima del hombro. Ahora, sólo quedaban unos pocos guardias cerca de la puerta revestida con planchas de plata. Senenmut apareció entre las columnas y se acercó al juez. Le tendió las manos y le ayudó a ponerse de pie.

—Un tanto agotador —comentó el Gran Visir con una sonrisa—, pero Su Majestad insiste en mostrar su divino resplandor, y también en demostrar a toda Tebas lo mucho que aprecia a su juez supremo en la Sala de las Dos Verdades.

—Puede llegar a ser duro para las rodillas —replicó Amerotke—, pero se soporta.

—Hatasu te verá ahora.

Senenmut le guió por una angosta galería con las paredes decoradas con escenas pintadas en colores brillantes. Amerotke observó, un tanto divertido, que todas las pinturas eran recientes, porque representaban la gran victoria de Hatasu sobre los mitanni en el norte, ocurrida sólo unos pocos meses antes.

Hani, el sumo sacerdote de Horus, esperaba en la antecámara. A su lado se encontraba su esposa Vechlis, una mujer alta y de rostro afilado, con los ojos muy pintados y con una gruesa capa de colorete en las mejillas. Cada una de las trenzas aceitadas de la peluca negra que le llegaba hasta los hombros estaba rematada con un pequeño canuto de plata. Tenía un porte altivo, labios finos y ojos brillantes. Amerotke la conocía desde la infancia. La saludó con mucha cortesía y respeto.

—Me alegra mucho verte, mi señora.

Vechlis respondió al saludo con una generosa sonrisa.

—Lo mismo digo, Amerotke. Tus obras y tus palabras son ahora famosas en toda Tebas. —Vechlis se acercó para sujetarle el rostro entre las manos. Las lágrimas brillaban en sus ojos—. Me parece que fue ayer cuando paseaba contigo, Amerotke, por los jardines del templo para mostrarte a un ruiseñor. ¡Un niño tan callado con ojos que lo veían todo! Te necesitamos, Amerotke. Debemos sumarte a la reunión en el templo de Horus. Tu presencia ayudará al divino faraón y a la causa de mi marido.

Amerotke se inclinó ante la dama, y después siguió a Senenmut a la cámara privada de la reina. En las paredes encaladas no había adorno alguno. Hatasu se había quitado toda la regalía real. Estaba sentada en un almohadón con la espalda apoyada en la pared. Por la ventana abierta encima de su cabeza entraba la brisa, y la muchacha se levantaba la túnica para aprovechar el fresco.

—¡A fe mía que todo lo que es sagrado, poderoso y majestuoso es una lata! Senenmut, cierra la puerta. —La reina levantó una mano para que Amerotke la besara, y después, le señaló unos cojines—. Ponte lo más confortable que puedas.

Amerotke y Senenmut se sentaron en el suelo de cara a su faraón. El juez supremo se sentía un tanto incómodo. Hatasu tenía ahora el mismo aspecto que cualquier otra muchacha, con los ojos brillantes y los labios entreabiertos como si hubiera estado bailando en alguna fiesta y hubiese venido aquí para descansar. Recordó como, años atrás, solía reunirse con ella en la corte de su padre. Se sentaban como ahora y se contaban historias. Ahora, la joven que había asumido la corona del faraón, e insistía en que se le acordaran todas las dignidades, se sentaba como una mujer en el mercado dispuesta a participar del cotilleo del vecindario.

—¿Quieres beber algo? —preguntó Hatasu—. Tenemos vino blanco y sorbete helado.

Amerotke sacudió la cabeza.

—¿Te ha fatigado mucho estar de rodillas? —añadió la reina, con un tono travieso.

—Su Majestad —respondió Amerotke graciosamente, valió la pena cada segundo.

Hatasu echó la cabeza hacia atrás y soltó una carcajada. Se inclinó hacia adelante y tendió la mano para darle una palmadita en el hombro.

—Amerotke, eres un pésimo mentiroso —su expresión se volvió grave—. Me he enterado del ataque que sufriste en la corte a manos del villano Nehemu. He ordenado que cuelguen su cadáver en la muralla —su mirada era dura—. Una clara advertencia de que nadie puede atacar impunemente a los funcionarios del faraón, —cogió un abanico y se abanicó el rostro—. ¿El hijo de Omendap ha sido acusado de asesinato?

—Eso es lo que mantiene el acusador real. Afirma que los dos compañeros de Rahmose no se perdieron en el laberinto de la Sala del Mundo Subterráneo sino que el joven los mató y, a continuación, enterró sus cuerpos en el desierto. El vagabundo que apareció después con la intención de robar cualquier objeto valioso del carro fue devorado por un león.

—¿Cree que Rahmose se llevó los caballos? Ningún asesino hubiera hecho eso —afirmó Hatasu—. El muchacho admite que fue a las Tierras Rojas con la intención de encontrar a sus compañeros. Cualquiera, diría que carece de lógica que un asesino confesara semejante cosa.

Amerotke meneó la cabeza.

—Eso, mi señora, no es la verdad. Antes de abandonar la corte, estudié las pruebas presentadas por el fiscal. Según consta, Rahmose se llevó los caballos y emprendió el regreso a Tebas. Anochecía. En el transcurso normal de los acontecimientos, hubiera llegado a la ciudad sin que nadie advirtiera su llegada. El acusador real sostiene que puede presentar testigos de que Rahmose no le dijo a nadie adonde iba o lo que pensaba hacer. Sólo informó a uno de los sirvientes que saldría a pasear un rato por las orillas del Nilo y que no tardaría mucho en volver.

La expresión de Senenmut se tornó grave; miró por un segundo a la reina.

—Pero el carro de Rahmose sufrió una avería en el camino de regreso —prosiguió Amerotke—. Nada serio, se soltó una rueda, y tuvo que detenerse. Uno de los caballos que llevaba se espantó, y en la huida se cruzó con un pelotón de caballería que estaba de patrulla por la zona. Uno de los exploradores sujetó al animal, siguió las huellas, y se encontró con Rahmose que estaba a punto de reanudar el viaje. De acuerdo con la declaración del oficial, Rahmose intentó huir. Soltó al otro caballo que se había llevado, y se alejó a todo galope como si lo persiguieran todos los demonios del mundo subterráneo.

—Pero volvió a perder otra rueda —le interrumpió Senenmut.

—Así es, mi señor. Rahmose se vio obligado a detenerse. Los soldados comenzaron a sospechar. Los caballos que Rahmose se había llevado eran de pura sangre. Uno de ellos llevaba la marca de Peshedu.

—¿Por qué el oficial al mando no destacó una patrulla a la Sala del Mundo Subterráneo? —preguntó Hatasu vivamente.

—Anochecía —contestó Amerotke—. Los caballos estaban cansados. Llevaban pocas provisiones y querían que Rahmose les explicara, un poco más, lo que había sucedido.

—¿Cuántas personas están al corriente de estos detalles?

—A estas alturas, mi señora, casi toda Tebas, y todos creen que el hijo de Omendap miente.

—Vaya, vaya. —Senenmut apoyó los codos sobre las rodillas, y unió las manos por las yemas de los dedos—. Tenemos la historia de Rahmose y las alegaciones del fiscal. Ya veo cuáles son las intenciones de su astuto cerebro. Pintará una escena donde Rahmose abandona Tebas en secreto; se dirige a la Sala del Mundo Subterráneo, asesina a sus dos compañeros, entierra los cadáveres en la arena y se lleva los caballos, con la intención de hacerlos desaparecer. Si la patrulla no se hubiera cruzado con Rahmose, los nómadas, los vagabundos o los merodeadores libios hubieran cargado con las culpas.

—Eso creo —admitió Amerotke.

—Se mencionó que encontraron las huellas de los hombres perdidos en la entrada del laberinto —apuntó Hatasu.

Amerotke miró a través de la ventana. Norfret le estaría esperando, y se preguntó qué estaría haciendo Shufoy. Prenhoe le había dicho que a Shufoy lo habían visto conversando con Maiarch, la cortesana. Amerotke se lamió el labio inferior. Pensó, por un instante, en si Maiarch le había hecho al enano lo misma oferta que a él.

—Mi señor juez —dijo Hatasu, que se inclinó para rascarle la rodilla con sus uñas pintadas—, estamos esperando, con ansia, escuchar tus palabras.

—Las huellas que llevan al laberinto no tienen ninguna importancia —murmuró Amerotke—. Lo único que demuestran, si es que son las huellas de los oficiales desaparecidos, es que estuvieron en la entrada.

—¿Rahmose pudo matar a dos soldados? —preguntó Senenmut.

—¿Por qué no? —Amerotke se pasó el dorso de la mano por los labios—. Supongamos que fue hasta el lugar con su carro. Sus dos compañeros están cansados, quizá borrachos; habían llevado un pellejo de vino. Se encuentran en la entrada del laberinto cuando aparece Rahmose. Salen a su encuentro, tambaleándose por efecto de la bebida, le insultan y le provocan. Rahmose es un arquero experto. Coge dos flechas de la aljaba; puedes medir en latidos el tiempo que tardan los dos hombres en estar muertos. Rahmose baja del carro, arrastra los cadáveres lejos de la entrada, y los entierra. Hace lo mismo con las armas; no olvidemos que, aparte del pellejo de vino y una taza rota, no se ha encontrado nada más. El fiscal puede decir que cuando Rahmose salió de Tebas, no tenía la intención de matar a sus compañeros. Pero que se suscitó una pelea, que se derramó sangre, y que Rahmose huyó después de enterrar los cadáveres.

Other books

At the Villa Rose by A. E. W. Mason
She's No Faerie Princess by Christine Warren
Italian Fever by Valerie Martin
Alight The Peril by K.C. Neal
The Demolishers by Donald Hamilton
Lena's River by Caro, Emily