De pronto, la brisa nocturna le trajo las palabras de una canción que sonaban débiles pero claras:
Cuando abrazo a mi amada,
soy como un hombre que ha viajado a Punt,
todo el mundo es un jardín,
que revienta en una lluvia de rosas.
Reconoció las palabras; era una canción de amor muy popular entre los soldados. Él había servido como explorador en el regimiento de Horus cuando había marchado al norte, hacía poco tiempo, para aplastar a los mitanni.
El dromedario intentaba, con verdadera desesperación, quitarse la cuerda que le sujetaba las patas delanteras. El nómada avanzó, agachado. Miró a un lado y a otro hasta que creyó descubrir el lugar donde estaba el cantante. La tribu del nómada siempre se había mantenido apartada de este sitio, un laberinto llamado la Sala del Mundo Subterráneo, hecho por el hombre en medio del desierto. Los ancianos afirmaban que los crueles hicsos, que habían saqueado Egipto y ocupado sus ciudades, había construido una impresionante fortaleza para dominar el oasis. Después de sufrir las consecuencias de un terremoto, los hicsos habían empleado los bloques de granito de la fortaleza para construir el tortuoso laberinto. Los bloques grises, que tenían casi tres metros de altura, formaban un laberinto con una extensión de casi un kilómetro y medio. Eran contadas las personas que se atrevían a entrar, pero el nómada sabía, por las historias que se contaban por la noche alrededor de la hoguera, que los nobles tebanos a menudo intentaban recorrer el laberinto como una demostración de su coraje. ¿Dónde estaban ahora los propietarios del carro? ¿Cuánto tardarían en regresar? Miró el firmamento, que parecía tan cercano, a las estrellas que brillaban en la oscuridad. Pasó una mano por la barandilla de bronce. No podía dejarlo aquí. Se volvió. El dromedario corcoveaba enloquecido, al tiempo que relinchaba de miedo. ¿Cuál era el motivo que espantaba al animal? Oyó un gruñido ronco, vio una silueta oscura que se movía. El errante musitó una plegaria:
Me he sentado entre las terribles columnas.
He pasado junto a la Casa de la Barca Nocturna.
Dios Topoderoso protégeme ahora del Devorador de Carne,
del Quebrantador de Huesos.
Estos eran los nombres que daban al león devorador de hombres. El nómada olisqueó el aire nocturno. Olió el olor de la carroña en el preciso momento en que el gran león saltaba sobre él, al amparo de la noche.
La Divina Casa de Horus, el inmenso templo construido sobre el solar de otro mucho más antiguo, se levantaba en la orilla del Nilo al sudeste de Tebas, la ciudad jardín, la morada de los dioses, con sus puertas doradas. El templo de Horus estaba considerado por todos como un lugar sagrado. Los grandes edificios que formaban el conjunto estaban protegidos y rodeados por un muro con torres de vigía en todas las entradas. En el centro se encontraba el santuario donde se guardaba el templo de la Barca, la Naos, o tabernáculo, con la estatua del dios Horus. Alrededor del santuario, dispuestas como si fueran los rayos de una rueda, estaban las capillas laterales. Al santuario sólo se podía acceder a través del hipostilo, la sala de las Columnas hechas de granito rojo. Más allá estaban los otros edificios principales: la Casa de la Plata, que era la tesorería; la Casa de los Devoradores, donde se sacrificaban las bestias para la comida y los ritos; y la Casa de la Vida, que era la academia de los eruditos. Cada una estaba rodeada de hermosos vergeles, jardines hechos por la mano del hombre, donde abundaba la sombra que ofrecían las palmeras, los sicomoros y las acacias, y donde crecían las plantas y las flores exóticas plantadas en la fértil tierra negra traída especialmente de Mesopotamia.
El templo contaba además con viñedos y huertos, todos irrigados por una red de canales que servían agua del Nilo. Como correspondía a un lugar tan rico y poderoso, su Casa de Pertrechos contenía joyas, piedras preciosas, incienso, barricas de vino, sacos de cereales, cajones de uvas, judías, higos, dátiles y enormes cestas de mimbre con las mejores verduras, pepinos, puerros y hierbas para hacer más completas y deliciosas las comidas que se servían a los sacerdotes del templo.
Ahora, sin embargo, los jardines y las casas de Horus estaban desiertas. Los sacerdotes, las bailarinas, los coros y los guardias se encontraban, todos reunidos, en la entrada principal. Hatasu, la reina-faraón de Egipto, escoltada por su Gran Visir Senenmut, estaba a punto de llegar para hacer un sacrificio a los dioses, y de paso, ganarse la aprobación de los sacerdotes. Hatasu había sido llevada al templo en un carro azul brillante tirado por dos yeguas sirias blancas como la leche. Detrás de ella, en una impresionante riada de colores, avanzaban los nobles, los consejeros y los comandantes de los regimientos.
Hatasu era el faraón imperial, rey y reina de las Dos Tierras, poseedora de la Tierra de los Nueve Arcos. Había destruido a todos los enemigos interiores y exteriores pero, como decían los cotilleos en todos los mercados, seguía siendo una mujer. ¿Podía haber en Egipto una reina-faraón? Los augurios y los portentos habían sido buenos. El Nilo fluía libre y caudaloso. Las cosechas prometían ser ubérrimas. Las rutas comerciales habían sido reabiertas y fortalecidas. Todas las guarniciones, desde el delta del Nilo hasta el sur, más allá de la Primera Catarata, conocían su poder y su determinación de gobernar. Los escuadrones de carros de guerra recorrían el desierto al este y al oeste de Tebas. Llegaban los tributos de los libios, de los nobles de Punt, de los guerreros ataviados con pieles de leopardo de Nubia. Incluso los mitanni, que vivían al otro lado del gran desierto del Sinaí, había inclinado la cabeza en señal de sumisión. Toda Tebas había aceptado su gloria. Los templos y los palacios, las Casas de la Adoración, habían sido reconstruidas y amuebladas. Los amatistas, el lapislázuli, el oro y la plata llegaban ininterrumpidamente de las minas de Sinaí, y el aire olía con la fragancia del incienso enviado como ofrenda de paz desde la Tierra de Punt. Sin embargo, ¿era ésta tan sólo una fase pasajera?
Hatasu había aniquilado cualquier oposición. Así y todo, ¿la corona no le pertenecía al hijastro de seis años de Hatasu? Las murmuraciones insistían en que el verdadero gobernante debía ser el heredero varón del marido de Hatasu, el faraón Tutmosis, cuyo cuerpo momificado yacía ahora en la Casa de la Eternidad que habían construido para él en la Ciudad de los Muertos, al otro lado del Nilo.
Si todas estas dudas inquietaban a Hatasu, no lo demostraba. Se apeó del carro vestida como una diosa. La peluca aceitada que cubría su cabeza estaba sujeta con una banda de oro en cuyo centro se erguía la imagen de Uraeus, la cobra de Egipto, hecha con turquesas y con dos rubíes que resplandecían, cegadores, en el lugar de los ojos. Gruesos discos solares colgaban de sus orejas y las trenzas de la peluca lucían las puntas enfundadas en plata tachonadas con gemas. Vestía de la cabeza a los pies con la más fina túnica de lino. Un pectoral de oro y plata decorado con turquesas, cornalinas y lapislázuli colgaba alrededor de su cuello. El medallón azul mostraba la figura de la diosa Maat, con plumas de avestruz en el pelo, que rendía culto a su padre, el dios sol Ra.
Una doncella se arrodilló para comprobar que las sandalias, de oro, estaban bien sujetas, y Hatasu, con el cayado y el látigo, subió las escaleras hasta el altar decorado con ramos de jacintos, lotos u hojas de acacia. Los jarrones de alabastro llenos con las más caras fragancias perfumaban el aire. Los sacerdotes y las sacerdotisas hacían sonar los címbalos y las sistras, los instrumentos sagrados, mientras un coro de cantantes ciegos entonaban un himno divino:
A Horus, el Halcón Dorado,
el que da el aliento a la derecha,
el que quita el aliento a la izquierda.
Tú que vives en los campos del oeste eterno,
gloria de los cielos.
Hatasu se permitió esbozar una fugaz sonrisa cuando llegó a lo alto de las escaleras. ¿Le cantaban a Horus, o en realidad le cantaban a ella? Miró la gigantesca estatua blanca de Horus con la cabeza de halcón que se levantaba detrás del altar. Aunque aún no había cumplido los veinte años, Hatasu conocía el valor de la prudencia y ocultó sus pensamientos. No creía en los dioses de Egipto. El verdadero poder residía en sus escuadrones de carros de guerra y en los regimientos de infantería, en la Casa Roja y la Casa Blanca, en las tesorerías del Alto y Bajo Egipto, y en el hombre que se encontraba a su lado, tan silencioso y siempre tan cercano. La gente lo llamaba su sombra, la manifestación de su ka. En los ojos de gacela de Hatasu brilló la picardía.
—Ofrecemos incienso, Senenmut —susurró—. ¡Yo que soy una diosa le rezo a un dios!
Senenmut se inclinó, con el rostro impasible pero con los ojos llenos de adoración por esta joven mujer que era su faraón y su amante.
—Tienes que hacerlo de acuerdo con el ritual —siseó—. Lo tenemos todo salvo los sacerdotes. Necesitamos su apoyo.
En el rostro de Hatasu apareció, por un instante, una expresión desdeñosa. Dentro de unas pocas horas, los sumos sacerdotes de todos los grandes templos de Tebas se reunirían con el aparente propósito de discutir el cambio de gobierno; pero, de hecho, para debatir si una reina podía llevar la doble corona del faraón además de la corona del Buitre, que era el distintivo de las reinas de Egipto.
Senenmut miró hacia el pie de las escaleras donde esperaba Hani, el sumo sacerdote del templo de Horus. Calvo y de edad mediana, su expresión impasible y sus ojos azul claro ocultaban una inteligencia notable. Él y su esposa Vechlis habían apoyado con su silencio la ascensión de Hatasu al poder. Ahora el Gran Visir estaba decidido a que su faraón recibiera la aclamación pública que le debían los sacerdotes. Se acercó un poco más a Hatasu.
—Tu amor —le susurró— me mantiene cautivo y mi corazón canta con el tuyo.
—Yo sólo pienso en tu amor. Tu corazón está ligado al mío, —le contestó Hatasu mientras se inclinaba ante la estatua.
Los sacerdotes reunidos en la explanada inferior exhalaron un suspiro colectivo. El coro de ciegos comenzó a cantar mientras Hani subía los escalones con un tarro de incienso en la mano. Hatasu, a una discreta señal de Senenmut, bajó las escaleras y, como una muestra de cortesía, escoltó a Hani hasta arriba. El murmullo de aprobación de los sacerdotes se oyó con toda claridad, y los címbalos volvieron a chocar con gran estrépito. Delante del altar, Hatasu dejó que la rociaran con incienso, la señal de que estaba purificada. A continuación, con Hani a su derecha y Senenmut a la izquierda, hizo la ofrenda a los dioses.
Unas horas más tarde volvía a reinar el silencio en el templo de Horus. En las grandes salas blancas, los pavimentos pintados, las paredes revestidas con mosaicos vidriados y bellos jeroglíficos, no había más que sombras. Sin embargo, debajo del templo, en los antiguos pasadizos y galerías, Neria, el bibliotecario y archivero de la Casa de la Vida, la academia adjunta al templo de Horus, caminaba en dirección a la Sala de la Eternidad. Cada tantos pasos se detenía para encender, con la llama del candil que llevaba en la mano, una de las lámparas de aceite del pasadizo. La luz de las lámparas hacía que su sombra se hiciera más larga y más amenazadora. Neria sonrió. Sólo se permitía que bajaran aquí a los sacerdotes de alto rango. Ahora todo estaba desierto. ¿Por qué no venían los demás? Estas cavernas y pasadizos habían sido una vez el escondite de Egipto, durante la Estación de la Hiena, cuando los crueles invasores hicsos habían cruzado el Nilo para arrasar la ciudad a sangre y fuego. Éste era un lugar sagrado y, en su centro, se encontraba la Sala de la Eternidad.
Neria aceleró el paso hasta que llegó al pórtico del templo subterráneo, vigilado por las estatuas de los dioses Apis y Horus. Aquí, encendió una tea y entró en el recinto.
El pavimento era de losas vidriadas. Cada palmo de las paredes aparecía cubierto con frisos y escenas muy detalladas, que presentaban la historia de Egipto. La momia de Menes, el primer faraón de Egipto, fundador de la dinastía Escorpión, descansaba en el enorme sarcófago de mármol negro en el centro de la sala. Era una tumba de extraordinaria belleza de unos tres metros de altura y otros tantos de ancho. Cornisas de oro decoraban cada esquina; las paredes del sarcófago estaban cubierta con símbolos mágicos trazados con plata y
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. En un lateral habían pintado una puerta con ojos de color rojo para que el faraón muerto pudiera, si lo deseaba, contemplar la tierra de los vivos. En la tapa del sarcófago había una escultura de mármol que representaba a un buitre con las alas desplegadas. En un extremo estaba el dios Osiris, y en el otro su esposa Isis.
Neria se detuvo para contemplar la belleza de la sala. ¡Sin ninguna duda era un lugar sagrado! Se inclinó reverente ante el sarcófago y después fue rápidamente hasta una de las esquinas del recinto para estudiar el friso. Se sentó sobre los talones, con la tea en alto para ver mejor cada uno de los detalles. Sí, estaba seguro, aquello que aparecía en el friso era lo mismo que había visto en la biblioteca. ¿Qué pasaría si esto llegaba a saberse? Neria sonrió para sus adentros. Ya se imaginaba los aplausos de la corte, el favor del nuevo faraón. Neria acarició el tatuaje que tenía en el muslo para que le trajera suerte, se inclinó, una vez más, ante la fuente de su futura prosperidad, salió presuroso de la Sala de la Eternidad y regresó por el mismo camino de antes. Llegó al pie de la escalera de piedra y comenzó a subir. Oyó el eco de sus pisadas. Entonces, recordó que había dejado encendidas las lámparas y se volvió. En aquel mismo momento la puerta, en lo alto de la escalera, se abrió bruscamente. Neria alzó la mirada, atónito. La silueta de un hombre se recortaba contra la luz. Llevaba un cubo de cuero en la mano.
—¿Qué…?
El desconocido, con el rostro cubierto con una máscara de perro, levantó el cubo y, antes de que Neria pudiera retroceder, lo empapó de aceite. Neria resbaló por los escalones. Miró hacia arriba. Vio como volaba hacia él un trozo de estopa en llamas. El bibliotecario rodó por la escalera, lastimándose muñecas y tobillos. La estopa encendió el aceite y, en un santiamén, Neria se convirtió en una tea humana. En la cámara del consejo del templo de Horus, los sumos sacerdotes de Tebas ocuparon sus asientos para la primera sesión de su importante cónclave. Se trataba de hombres poderosos, ataviados con las túnicas del mejor lino y las pieles de leopardo de su rango. Gorgueras de oro y brazaletes adornaban sus gargantas y muñecas; sus cabezas afeitadas y sus rostros brillaban con los aceites más finos. Eran los elegidos, aquellos que entraban en el santuario de los dioses y ofrecían sacrificios delante del Naos sagrado que guardaba la imagen de Horus. Eran hombres que gozaban de un poder absoluto y que gobernaban sus templos con mano de hierro.