—¿Había una relación íntima entre Prem y Neria? —preguntó el juez supremo.
—Eran muy amigos —explicó Vechlis—. Pero no eran colegas en los estudios. Su relación estaba más en un nivel espiritual. Neria consideraba a Prem como su consejero.
—¿Acudía a él en busca de consejo y orientación?
—Todos los sacerdotes de este templo escogen a un consejero —respondió Hani.
—Por lo tanto, es posible que Neria descubriera o viera algo que después comentó a Prem. La consecuencia fue que ambos quedaron sentenciados a muerte. Pero, de qué se trataba, por qué tenían que morir y a manos de quién acabaron asesinados continúa siendo un misterio.
—Eso también significa —apuntó Vechlis— que el asesino debe conocer el secreto.
—Sí, sí, por supuesto —admitió Amerotke—. El siguiente paso está en preguntarnos: ¿con quién más, de este templo, pudieron hablar Neria y Prem?
Todas las miradas se centraron en Hani. El sumo sacerdote palideció, y para disimular la inquietud, se secó los labios con el extremo de su cinturón de lino.
—No se nada —afirmó—. Absolutamente nada. Mi señor Amerotke, ¿has acabado?
—Por el momento.
El juez supremo permaneció sentado mientras los demás se retiraban. Sólo Khaliv no los siguió.
—¿Necesitas algo más, mi señor?
—¿Los registrarán? —Amerotke señaló hacia la puerta.
—No, mi señor, sólo si han solicitado estudiar algún manuscrito. Entonces, llamo a los guardias y se sigue el procedimiento habitual.
Amerotke le dio las gracias, y el bibliotecario se retiró a una pequeña cámara junto a la entrada. El juez contempló las estanterías. Escuchó con atención. Nada perturbaba la armonía de esta hermosa sala que olía tan bien. Intentó poner un poco de orden en los pensamientos e imágenes que se amontonaban en su mente. El caso de la joven Dalifa enamorada de su nuevo marido. Recordó el rostro arrogante de Antef, el odio que se reflejaba en sus ojos. Bien, por el momento no podía hacer nada al respecto. ¿Y Rahmose, que ahora estaba en arresto domiciliario bajo sospecha de asesinato? El juez era consciente de que tendría que ir a la Sala del Mundo Subterráneo, que tendría que ver el lugar con sus propios ojos. Para hacerlo necesitaría una escolta militar. El oasis de Amarna era un lugar peligroso, no sólo por la presencia de leones devoradores de hombres; los pobladores del desierto, los nómadas, y los ladrones nubios siempre estaban al acecho de alguna víctima fácil. Por cierto, cuanto más pensaba en el caso, más sospechoso le resultaba.
Rahmose había actuado de una forma muy estúpida, o muy pérfida. ¿Por qué se había llevado los caballos? ¿Qué había ocurrido a aquellos dos jóvenes, que eran soldados bien entrenados? Sin duda, no podían haber desaparecido, sin más, de la faz de la tierra. ¿Cuándo podría ir allí? ¿Qué haría con este otro asunto? Neria había sido víctima del más espantoso de los asesinatos. El crimen de Prem era realmente misterioso. ¿Cuál era la conexión entre ambos? Neria era la clave. Había trabajado en esta biblioteca, pero también había visitado los pasadizos secretos debajo del templo donde lo había asesinado.
A Amerotke comenzaron a pesarle los párpados. Se abrió la puerta de la biblioteca y entró Vechlis seguida por una doncella.
—Tendrías que descansar. —La primera concubina sonrió. Se había mudado de ropa. Ahora vestía una túnica blanca de pura lana ceñida a la cintura por un cinturón entretejido con hilos de plata y se había quitado la peluca. Amerotke se fijó en que ahora parecía mucho más joven; una mujer alta y nervuda, pero grácil y majestuosa—. Voy a nadar un rato —anunció.
—Supongo que no irás a bañarte al Nilo —bromeó Amerotke.
La sacerdotisa miró, de soslayo, a la doncella que esperaba en el umbral.
—¡Estoy segura de que ello le encantaría a algunos de los colegas de mi marido! El tramo del río que da a nuestro templo está infestado de cocodrilos, pero quizá no me hagan caso. Ya no soy el tierno bocado que era en otros tiempos.
—Todavía eres hermosa —afirmó Amerotke—. Cuando venía a la Casa de la Vida…
—¡Calla, calla! —Vechlis levantó una mano y restregó los pies contra el suelo—. Los bellos recuerdos me entristecen. Los demás están comiendo en el jardín. Tendrías que ir con ellos, Amerotke. Aunque les moleste tu presencia.
—¿Les moleste?
—Te tienen miedo. A ti siempre te ha gustado preguntar. ¡Esa voz incisiva que tienes, los ojos como dagas! Es fácil comprender por qué los criminales de Tebas se estremecen al escuchar tu nombre.
—Ahora eres tú quien me halaga —replicó el juez, risueño.
Vechlis se echó a reír y abandonó la sala. Amerotke exhaló un suspiro mientras se levantaba. Tenía hambre y estaba un poco cansado, pero había decidido que visitaría las galerías secretas y la tumba de Menes, el faraón Escorpión.
Salió de la biblioteca y, después de pedirle a un sirviente que le indicara el camino, anduvo por las galerías y los pasillos desiertos. Había partes del templo que eran amplias y bien iluminadas, la luz del sol se reflejaba en las brillantes pinturas que adornaban las paredes de caliza blanca, los suelos y pórticos de mármol y los cántaros con los perfumes más caros. Oyó las risas que procedían del jardín y los cantos en una de las capillas. Un grupo de bailarinas ensayaba los pasos en un patio iluminado por el sol. Danzaban con los cuerpos desnudos y voluptuosos, ocultos por los velos más transparentes, las cabezas cubiertas con hermosas pelucas, las mejillas empolvadas, los labios pintados con carmín, los ojos delineados con kohl. Se movían como un solo cuerpo, lenta y sinuosamente, al compás de un ritmo cautivador. La sistra sonaba como el redoble de un tambor, mientras los brazaletes de cascabeles tintineaban en sus tobillos y muñecas. Mientras pasaba junto al patio, escuchó parte de su canción.
He bailado para ti, mi dios,
junto al río y en los campos verdes.
Te he abierto mi cuerpo,
he aceptado tu dulce vigor dentro de mí.
Cantaban en voz baja, pero la canción podía oírse desde lejos. Una de las muchachas captó su mirada y le sonrió, pero la maestra de danza golpeó el suelo con el bastón para amonestarla. Amerotke esbozó una sonrisa de disculpa y siguió su camino. Cruzó un pórtico y atravesó un patio rodeado de columnatas que ofrecían un poco de sombra. En las paredes había escenas de dioses y reyes iluminados con una brillante policromía. Pero, poco a poco, avanzó por lugares más angostos donde apenas si se filtraba la luz del sol. A izquierda y derecha se abrían oscuros cubículos y pasadizos desde donde las estatuas de granito negro de dioses y animales le observaban con actitud amenazadora. El ambiente era mucho más fresco y la piedra olía a humedad. Ésta era una de las partes más antiguas del templo. Más allá de los lúgubres muros y pasadizos sonaban, débilmente, las risas, la música de un arpa y el rumor del agua de las fuentes en el jardín.
Un guardia le ofreció nuevas indicaciones y, por fin, Amerotke dio con el lóbrego pasadizo que bajaba a las criptas. La puerta de abajo, reforzada con flejes y pernos de cobre y cerrojos de bronce, estaba abierta. Hani había cumplido con su promesa: las antorchas y las lámparas de aceite estaban encendidas. Amerotke bajó los escalones y caminó por varias galerías, hasta llegar a una sala donde las sombras proyectadas por las llamas de las antorchas parecían tener vida propia. En el centro se levantaba el gran sarcófago cubierto de extraños jeroglíficos y símbolos.
El mármol negro de la tumba estaba frío como el hielo. Amerotke caminó lentamente alrededor del sarcófago, y reprimió un estremecimiento cuando vio los ojos pintados encima del portal rojo. ¿Menes, el viejo faraón Escorpión, continuaba mirando al exterior? ¿Su ka había venido hasta aquí desde los Campos de la Eternidad? Amerotke recordó a Neria y desanduvo el camino a lo largo de las galerías hasta los escalones. El olor del aceite y la carne humana quemados habían desaparecido, los sirvientes se habían encargado de lavar y frotar con arena los escalones, pero en la pared aún se veían las manchas y las huellas del fuego.
Regresó a la cámara del sarcófago. Caminó juntó a las paredes. Se veía que los dibujos y las pinturas habían sido ejecutadas deprisa por una mano no muy experta, pero, sin embargo, tenían un vigor y una vida propia. Mostraban la historia de Egipto: la fundación de las ciudades, la construcción de las pirámides en Sakkara, el ataque de los reyes pastores y la invasión de los hicsos. Estos últimos aparecían representados como terribles guerreros y sus caballos como demonios del mundo subterráneo, con ojos feroces y cascos de fuego. El artista no había escatimado detalle en cada una de las escenas, dispuesto a no omitir nada de la gloria de Egipto. Amerotke cogió una de las teas para estudiar las pinturas con más detenimiento. Cada pared mostraba un grupo de escenas diferentes; se necesitarían semanas para observar minuciosamente cada una de ellas. ¿Qué había esperado Neria encontrar aquí que no había encontrado en los antiguos manuscritos? Algunas de las pinturas estaban borrosas. En otros lugares, el yeso se había desmenuzado.
El juez se acercó al lugar donde se iniciaba el relato. Reconoció los símbolos del mar y la arena, el cartucho de los reyes Escorpiones. Cada uno de estos monarcas aparecía representado en todo su esplendor. Vio la figura de Menes, el primer faraón de la dinastía Escorpión: de rostro apuesto, con ojos de gacela, un tocado muy característico y un collar de piedras preciosas. Parte de la pintura se había borrado y había marcas como si hubieran raspado la pared. Se disponía a seguir cuando oyó una voz profunda y un tanto hueca, que pronunciaba su nombre.
—¿Mi señor Amerotke?
—Sí, ¿qué pasa? —Quedaba oculto por el enorme sarcófago. Iba a salir al descubierto cuando se detuvo. ¿Cuántas personas sabían que se encontraba aquí abajo? Si se trataba de un sirviente o un mensajero, ¿por qué no había entrado sin más?
Amerotke maldijo por lo bajo. Iba completamente desarmado, ni siquiera llevaba un puñal en el cinturón. Asomó la cabeza por detrás del sarcófago y, al hacerlo, una flecha atravesó el aire y se estrelló contra la pared a sus espaldas. Volvió a ocultarse detrás de la tumba y se asomó otra vez durante una fracción de segundo. Atisbo una silueta oscura, agazapada, que tensaba un arco. Otra flecha cortó el aire, y el impacto contra la pared hizo saltar un trozo de yeso. El juez apoyó la espalda, empapada en sudor, contra el mármol helado. Cambió de posición. ¿Qué podía hacer? El arquero tardaría en preparar otra flecha, pero si calculaba mal el tiempo y echaba a correr, la luz de la antorcha lo convertiría en un blanco perfecto. Se puso en cuclillas. La tumba era la única protección. Se oyó el zumbido de otra flecha, y después silencio. Amerotke miró en derredor. La sala parecía desierta. ¿Se había marchado el anónimo y silencioso arquero, o seguía en la cripta al otro lado del sarcófago?
Amerotke se forzó a relajarse, utilizando las técnicas que le habían enseñado en la Casa de la Vida: inspiraciones largas y profundas, con los hombros flojos y los brazos caídos. Siguió con el oído atento. Si el arquero se movía, acabaría percibiendo su respiración por débil que fuese. Pero reinaba el silencio más absoluto. Amerotke se humedeció los labios y movióse junto al sarcófago hasta llegar al extremo. La cámara estaba vacía. Avanzó apresurado por los pasillos. Continuaba el silencio. Subió los escalones, abrió la puerta y asomó la cabeza. No era lógico que el atacante lo esperara aquí. Caminó por la columnata con una furia creciente que le resultaba muy difícil controlar. Oyó un sonido, se detuvo con la espalda contra la pared. Escuchó jadeos, gemidos de placer, y acabó por asomarse. Vio al sumo sacerdote Amón con una de las bailarinas. La sostenía contra la pared con las manos debajo de las nalgas, mientras la muchacha le rodeaba las caderas con sus piernas. Amón le hacía el amor de la manera más burda, moviéndose atrás y adelante cual marinero borracho que goza de una prostituta, contra la pared de una taberna, en algún hediondo callejón de la ciudad. La muchacha no ponía ningún reparo a ello, y los cascabeles que llevaba en las muñecas y los tobillos tintineaban con las embestidas del sacerdote. El rostro de la bailarina mostraba una expresión de profundo placer.
Amerotke sonrió y siguió su camino sin molestar a la pareja. La visión del sumo sacerdote con el culo al aire y disfrutando de una manera tan vulgar de los servicios de una de las bailarinas del templo le hizo olvidar los momentos de pánico que acababa de vivir en la cripta. Volvería en algún otro momento para investigar en los pasadizos que conducían hasta el sepulcro, pero lo haría armado y con la compañía de Shufoy o Prenhoe.
Por fin, llegó a los jardines. Se preguntó si era prudente y necesario controlar los movimientos de cada uno de los demás, pero eso le llevaría horas. Comenzaba a aminorar el calor del mediodía y algunas nubes de poca importancia salpicaban el cielo azul. Fue a sentarse a la sombra de un árbol, dejando que el canto de los pájaros calmara su mente. Pensó en Amón y en lo que acababa de ver, y se preguntó si las muertes de Neria y Prem estarían relacionadas, de verdad, con la reunión del consejo; o, sencillamente, eran víctimas de la política y las intrigas del templo. Levantó la vista y al ver las almenas de la torre que se elevaba por encima de los árboles, decidió ir a visitar el escenario del crimen.
Se levantó y fue paseando a través del prado. Los jardines de Horus eran hermosos, llenos de macizos de flores, canales de riego, fuentes y árboles de múltiples variedades, aunque predominaban las higueras, sicomoros, palmeras y acacias. El aire estaba impregnado de los olores provenientes de talleres y depósitos, donde se preparaban las ofrendas para el servicio matutino: pan, tortitas, verduras, frutas, cerveza y vino. Amerotke se dio cuenta de que estaba hambriento y recordó que aquella noche se ofrecería un gran banquete.
Llegó a la torre. Una escalinata ascendía hasta la puerta de madera. Primero, dio una vuelta alrededor de la torre, que tenía una forma oval. La piedra era lisa, aunque aquí y allá, los constructores habían colocado unas tejas puntiagudas y afiladas para desanimar a cualquiera que intentara escalarla. Las ventanas, cuadradas, eran amplias, pero Amerotke advirtió que, en caso de necesidad, una pequeña fuerza podía refugiarse en la torre y resistir los ataques de un adversario.
Subió la escalinata y abrió la puerta. Las paredes de la torre tenían un grosor de al menos el largo de un brazo. Harían falta catapultas y arietes para hacer mella en semejante grosor. El aire olía a las flores desparramadas por el suelo. Se sujetó al pasamano de cuerda y comenzó a subir las escaleras. En cada rellano había una habitación. El piso principal de la torre se utilizaba como almacén; las habitaciones estaban llenas de cestas, cajas, barriles, bolsas de red, que contenían todo aquello que el templo deseaba mantener seco, y fuera del alcance de roedores e insectos. Siguió subiendo y llegó al último piso. Se abrió una puerta y apareció un sirviente. Era un hombre corpulento que llevaba una falda sujeta con una faja. Tenía el torso cubierto de sudor. Llevaba una caja de acuarelas. Se detuvo, mirando fijamente a Amerotke.