—Lo mismo es válido para la cerveza —apuntó Hani.
—Pero las copas de cerveza ya estaban en las mesas —les recordó Isis.
—¿Qué estás insinuando? —preguntó Vechlis.
—Todos entramos en la sala —comentó el juez supremo—. Todos ocupamos nuestros asientos. En la mesa de cada uno había platos, bandejas y un vaso de cerveza. Sirvieron el primer plato y la bebida, y después retiraron los platos y los vasos. Por lo tanto, el veneno ya estaba en el vaso de Hathor antes de iniciarse el banquete. Sirvieron el plato caliente y Hathor, como el resto de nosotros, se bebió la cerveza rápidamente.
—¿Es posible? —preguntó Hani.
—¿Por qué no? —replicó Amón—. ¿Cuántos de nosotros recuerdan haber comprobado nuestros vasos antes de que nos sirvieran? Hubiese sido muy fácil echar unos polvos que se disolvieran cuando sirvieron la cerveza. Si Hathor notó algún sabor extraño, probablemente, como hubiéramos hecho todos nosotros, lo atribuyó a las especias, sin darse cuenta hasta que fue demasiado tarde.
—Resulta obvio que sería inútil interrogar a todos los que entraron y salieron de la sala de banquetes antes de que nos sentáramos —opinó Amerotke—. La lista sería interminable: sirvientes, músicos… Se pudo obrar en un abrir y cerrar de ojos.
—¿Qué harás, Amerotke? —preguntó Osiris—. ¿Montar aquí tu tribunal?
—Puede que llegue a eso —contestó el juez supremo—. Sin embargo, mi señor Hani, tendré que ausentarme mañana por la mañana. Tengo asuntos que atender en la Necrópolis.
—¿Te estás construyendo una tumba? —se mofó Isis.
—Mi vida descansa en la palma de mi dios —replicó Amerotke, tajante. Se dirigió otra vez al sumo sacerdote de Horus, poco dispuesto a dejarse enredar en una disputa personal con estos sacerdotes rencorosos—. Mi señor Hani, es un asunto urgente.
—¿Necesitas la barca del templo? —preguntó Hani.
—Así es. Mi escriba Prenhoe se quedará aquí, partiré a primera hora de la mañana y espero estar de regreso al mediodía. En cuanto a los demás —añadió Amerotke, levantándose—, poco más se puede decir o hacer, pero os ruego que toméis precauciones. —Saludó a Hani, no hizo caso de los demás, y salió de la habitación con el gesto serio y paso decidido.
Volvió a sus aposentos. Le contó a Shufoy lo sucedido, y preguntó al enano si le habían asignado habitación.
—Tengo mi propia cámara —declaró Shufoy. Se ajustó la túnica sobre los hombros—. Como corresponde a un practicante de la medicina.
Amerotke se sentó en una silla y sonrió a su incorregible sirviente y amigo.
—¿De verdad eres un practicante, Shufoy?
—Cuando haya acabado mi preparación, amo, sabré más que toda esa pandilla de charlatanes y buscavidas que se proclaman a ellos mismos como físicos. Seré un especialista. —Shufoy proyectó hacia afuera el labio inferior, una clara señal de que ya había decidido el camino a seguir—. Me convertiré en guardián del ano, experto en curar las enfermedades de los intestinos.
—Ésa es quizás una declaración muy adecuada para poner fin a un día como éste —comentó el juez supremo.
Se quitó los brazaletes, los anillos, el pectoral y la túnica blanca. Se ajustó el taparrabos y se acostó en la cama. Shufoy se acercó para cubrirlo con la sábana de lino.
—Revisa la habitación —añadió Amerotke, con voz somnolienta.
—Ya lo he hecho, amo. Ningún áspid, escorpión o serpiente venenosa se atreverá a entrar aquí. He frotado todos los zócalos con grasa de mangosta.
Amerotke esbozó una sonrisa y se quedó dormido, satisfecha su curiosidad de saber a qué se debía el olor, un tanto peculiar, en esta habitación que siempre había olido tan bien.
Durmió hasta tarde. Shufoy tuvo que sacudirlo para que se despertara. Tenía la cabeza embotada. Salió al balcón que miraba al norte, de donde soplaba el aliento de Amón. Se puso de rodillas, con la frente apoyada en el suelo y rezó por él mismo y su familia. Después fue a nadar al lago sagrado y dejó que Shufoy le hiciera un masaje en brazos y piernas. Se afeitó delante del espejo que sostenía Shufoy, que no calló ni un momento. El enano sólo pensaba en nuevos remedios y pócimas. Amerotke se vistió y, ante la insistencia de Shufoy, que llevaba su arco y la aljaba, aceptó ceñirse el cinturón de guerra. Tomaron el desayuno con otras personas del templo, sentados en la hierba todavía húmeda del rocío del amanecer. La brisa traía las voces de los sacerdotes que entonaban los himnos del primer oficio del día.
El sol brillaba con fuerza y disipaba la bruma matinal cuando se dirigieron al pequeño embarcadero del templo. Amerotke estrechó la mano de Prenhoe, le recomendó que tuviera mucho cuidado y después recorrió el camino pavimentado con ladrillos rojos hasta la escalerilla donde estaba amarrada la embarcación.
Era una barca larga y esbelta, hecha de haces de totoras entretejidas, que llevaba el nombre de
Gloria de Horus.
Tenía un solo mástil, con la vela suelta y la proa, alta y curvada, estaba rematada por un mascarón que reproducía la cabeza de un halcón. En el castillo de popa se sentaba el piloto, con una mano apoyada en la barra del timón. A cada banda había dos remeros. Junto a la escotilla que daba acceso a la bodega, habían instalado una pequeña toldilla con cojines, para que los pasajeros pudieran viajar cómodos y a la sombra. Amerotke, Asural y Shufoy se instalaron debajo de la marquesina. El piloto gritó una orden y los remeros apartaron la embarcación del muelle y dejaron que los arrastrara la corriente antes de virar para meterse en la bruma y atravesar el río hasta la Necrópolis.
En el muelle y la ribera la actividad crecía por momentos; los tripulantes y los pasajeros contemplaron a los sacerdotes y sacerdotisas de un templo menor que se acercaban al río para practicar sus alegres ritos acompañados por una cacofonía de crótalos, flautas, cuernos, címbalos y panderos. Los hombres y las mujeres se movían al son de estos instrumentos, ejecutando una danza alrededor de las estatuas sagradas que portaban. El ritmo se acrecentó, y los fieles comenzaron a mover los brazos y las piernas a una velocidad casi frenética. Enanos danga, con unos grandes sombreros de paja conocidos como
corona del faraón,
hacían unas cabriolas tan violentas que se les rasgaban las prendas.
—Tendríamos que unirnos a ellos —gritó uno de los remeros, de buen humor.
Los demás marineros respondieron a la propuesta con comentarios a cuál más obsceno. Shufoy se limitó a hacer un gesto despectivo. Asural, que siempre se mostraba más juicioso, manifestó que estaban borrachos y que debían ir con mucho cuidado, no fuera a ser que alguno cayera al río.
—Ésta es una zona donde abundan los cocodrilos —advirtió.
Amerotke miró más allá de los árboles, donde se albiraban las terrazas, los templos y las mansiones de Tebas. Se preguntó qué estarían haciendo Norfret y sus dos hijos. El piloto gritó una orden, la embarcación comenzó a virar y los remeros continuaron bogando rítmicamente. La vela con las armas de Horus se hinchó con el viento; los marineros tensaron los cabos y maniobraron la vela para que aprovechara al máximo la fuerza del viento. Se oyó un estrépito procedente de la bodega. Amerotke, alarmado, miró a uno de los remeros.
—Sólo son los cántaros de agua. —El hombre sonrió y al hacerlo enseñó los dientes sucios y rotos—. Espero que esos idiotas los hayan sellado como es debido. Nuestra comida y nuestra ropa están en la bodega.
Amerotke se tranquilizó. La embarcación adquirió velocidad. Los remeros levantaron los remos mientras el viento empujaba la nave. Sólo volverían a encorvar las espaldas y a bogar si cesaba el viento.
Cesó el viento, la vela perdió toda utilidad. El piloto gritó una orden a los remeros y uno de ellos comenzó a cantar: «Mi chica tiene las tetas grandes y jugosas, más dulces que cualquier fruto». El estribillo fue coreado por sus compañeros. La embarcación avanzó, mientras los remos emergían y bajaban al ritmo del canto.
Amerotke miró por encima del hombro y vio las verdes escamas de la cabeza de un cocodrilo, con los ojos a flor de agua, que nadaba directamente hacia ellos. No era algo desacostumbrado. Los cocodrilos se calentaban en la orilla y después se zambullían en el agua en busca de comida.
Asural había seguido la mirada del juez. Lo cogió del brazo.
—¡Mira, mi señor, detrás de nosotros!
Habían aparecido más cocodrilos. Cinco, seis, siete. Otros se agrupaban por la banda de babor. El piloto también había advertido la presencia de los saurios y se había levantado con una expresión de alarma en el rostro.
—¿Qué está pasando? —gritó.
Como si fuera respuesta a su pregunta, la embarcación se sacudió como si hubiera chocado contra una roca sumergida. Se escuchó un sonoro golpe en la banda de estribor, seguido por otros topetazos y chapoteos.
—¡Nos atacan! —vociferó uno de los remeros. Soltó el remo y se levantó para mirar por encima de la borda.
Shufoy colocó una flecha en su arco. Asural y Amerotke desenvainaron las espadas. La embarcación se sacudía como azotada por una tempestad. Ahora ya no había ninguna duda, los cocodrilos les rodeaban y se sumergían para golpear la nave con sus poderosos hocicos por debajo de la línea de flotación.
Amerotke, horrorizado, presenciaba la escena. Un enorme cocodrilo saltó del agua con las fauces abiertas y sus dientes afilados se clavaron en el cuello de uno de los remeros. El juez corrió en su ayuda, pero el hombre cayó por la borda. Shufoy disparó una flecha que rebotó en la piel del cocodrilo. El hombre emergió, por un momento, dando alaridos. Otros cocodrilos se lanzaron sobre la víctima. Una bestia enorme cerró sus terribles mandíbulas alrededor de la cintura del desgraciado, mientras su cola batía el agua, teñida de rojo con la sangre del remero. El piloto no dejaba de dar órdenes, en un intento por restablecer la disciplina.
—¿Qué los ha atraído hacia nosotros? —preguntó Asural.
Amerotke apartó los cojines, levantó la escotilla de la bodega y bajó los peldaños de madera. Vio los cántaros, tumbados y abiertos, en el fondo de la embarcación. El agua potable le empapó las sandalias. Pero había algo más, un olor que recordó a Amerotke los mataderos del templo. Un tremendo golpe sacudió el casco. Vio que el agua del río había empezado a filtrarse por los haces de totoras entretejidas. Se agachó para recoger un poco de agua en el cuenco de la mano, se la acercó a la cara para olería, e inmediatamente corrió a cubierta.
—¡Es sangre! —gritó—. ¡Los cántaros están llenos de sangre!
Asural, Shufoy y los demás lo miraron boquiabiertos. Acababan de comprender lo desesperado de la situación. Una embarcación como ésta no podía llevar sangre ni carne de ningún tipo, sobre todo en un tramo del río donde abundaban los cocodrilos.
—Las bestias la huelen —manifestó Asural. Se sujetó cuando la embarcación volvió a sacudirse con nuevos topetazos.
Todos se mantuvieron apartados de las bordas. Amerotke empujó a los hombres a los bancos, y después se sentó él también para sujetar el remo del hombre muerto.
—¡Venga! —gritó—. ¡Remad, remad! ¡Remad o nos hundiremos!
Los remeros obedecieron en el acto. El piloto sujetó la barra del timón. Amerotke se inclinó sobre el remo. Asural montaba guardia en una borda y Shufoy en la otra. El juez comenzó a sudar, y sintió el dolor en los músculos de la espalda y los brazos provocado por el esfuerzo de bogar, pero consiguió mantener la cadencia establecida por los otros remeros. Se concentró en la tarea, sin hacer caso a los gritos de Shufoy. Cada vez les costaba más avanzar, a medida que las grietas y boquetes en el casco se hacían mayores y el agua penetraba en la bodega. Ahora navegaban con el casco sumergido por debajo de la línea de flotación. Shufoy disparaba sus flechas, que no hacían mella en la coraza de escamas de las enormes bestias del río. Los cocodrilos, frenéticos por el olor de la sangre, atacaban lo que fuera, incluidos sus congéneres.
La embarcación apenas si se movía. Se levantó la brisa, pero ya no había tiempo para desplegar y maniobrar con la vela. Amerotke sólo pensaba en los tremendos golpes asestados contra el casco. Una y otra vez los cocodrilos levantaban las cabezas fuera del agua y hacían sonar sus enormes mandíbulas. Uno de los remeros, dominado por el pánico, abandonó el banco, pero Asural lo obligó a volver a su puesto amenazándolo con la espada. El vigía de popa había empuñado la campana y la tañía con desesperación para transmitir la señal de que una embarcación corría peligro de naufragar. El agua, mezclada con sangre, comenzó a fluir a borbotones por la escotilla.
Amerotke cerró los ojos y rezó a Maat. Si la embarcación se hundía, muy poco podrían hacer para salvarse. Los cocodrilos acabarían con todos ellos en cuestión de minutos. Los accidentes de esta índole solían ocurrir, con cierta frecuencia, en el Nilo: hombres jóvenes bajo los efectos de la bebida que olvidaban el peligro de estos monstruos del río eran las víctimas habituales. Los cocodrilos se habían aficionado a la carne humana. Devoraban los cadáveres de los ahogados y atacaban a los que se acercaban, imprudentemente, a la orilla.
De pronto, como si se tratara de una respuesta a su plegaria, Amerotke escuchó los tañidos de otra campana. Miró a la izquierda. Una enorme barca roja y verde apareció en medio de la bruma. La proa, rematada con un mascarón que reproducía una flor de loto, cortaba el agua a toda velocidad. El juez intentó mantener a los remeros en sus puestos, pero uno de ellos, al tiempo que daba voces y agitaba los brazos, se levantó para correr hacia la borda. Un cocodrilo más rápido que los demás saltó del agua como un gato que se lanza sobre un pájaro. Mordió al hombre por debajo del brazo y lo arrastró al agua en un abrir y cerrar de ojos.
—¡No os mováis! —gritó Amerotke—. ¡Recoged los remos!
Los hombres obedecieron. La embarcación que acudía a socorrerlos estaba cada vez más cerca. Los remeros eran mujeres con los pechos al aire, y Amerotke comprendió que debía tratarse de una nave de recreo donde estaban celebrando una fiesta de boda. El piloto maniobró en el momento preciso y las dos embarcaciones quedaron abordadas. El juez creyó, por un momento, que la
Gloria de Horus
iba a hundirse al golpear contra la otra nave, pero se mantuvo firme.
Se oyeron gritos. Lanzaron escalas de cuerda. Amerotke ayudó a Shufoy a trepar por una de ellas, después hizo lo mismo con Asural. Le siguieron el resto de los tripulantes. Amerotke fue el último en subir. Vio los rostros de sus salvadores, las manos que se tendían para ayudarle y que lo alzaron por encima de la borda. Se dejó caer, hecho un ovillo, sobre la cubierta.