—¿Recuerdas quién más pudo consultar los manuscritos?
—Sería imposible hacer una lista de todos los que vienen aquí y de los manuscritos que consultan —respondió Khaliv, con una expresión de disculpa—. Como ves, resulta muy fácil cambiar un manuscrito de lugar y ocultarlo en cualquiera de las estanterías.
Amerotke se levantó; dominado por la excitación, comenzó a pasearse arriba y abajo.
—Todavía nos quedan dos preguntas —declaró—; muy importantes. ¿A quién más se lo dijo Neria? ¿Y qué hay que sea tan importante en la cripta? No tengo respuesta para la primera, pero en cuanto a la segunda… ¿Quieres acompañarme?
Khaliv asintió. El juez supremo le señaló los manuscritos.
—Ocúltalos en lugar seguro. Cuando salgamos de la biblioteca, compórtate con naturalidad y no menciones a nadie lo que hemos descubierto. ¿Tienes una daga?
—Tengo más que eso, mi señor. Tengo un arco y una aljaba llena de flechas.
—Tráelo —ordenó Amerotke.
Un poco más tarde, el juez supremo y el bibliotecario bajaban las escaleras de la cripta. Khaliv llevaba una tea y se encargó de encender las antorchas y las lámparas. Amerotke dio una vuelta completa a la tumba.
—Tenías razón, Khaliv, cuando dijiste que la historia se reescribe continuamente. Este sarcófago es relativamente nuevo.
—Por supuesto, mi señor. Sospecho que el antiguo estaba cubierto con los símbolos y los dibujos que mostraban al faraón como una mujer. Los sacerdotes de Horus, mucho antes de las invasiones de los hicsos, probablemente destruyeron la tumba anterior y mandaron reemplazarla por ésta. Sin embargo, las pinturas de las paredes cuentan la verdad.
—¿Por qué? —preguntó Amerotke—. ¿Por qué las pinturas no continuaron la mentira y perpetuaron el mito de que los gobernantes de Egipto sólo eran varones?
Khaliv dejó el arco y la aljaba en el suelo y pasó una mano por la pared.
—Estas pinturas fueron hechas por sacerdotes eruditos que creían, de verdad, que los hicsos sepultarían a Egipto bajo un mar de cenizas ardientes.
—Y en tiempo de catástrofes —dijo Amerotke respondiendo a su propia pregunta—, es necesario preservar la verdad y olvidarse de las mentiras.
—El artista fue testigo de los acontecimientos que ahora contemplamos —comentó Khaliv—. Probablemente, otros manuscritos que se han perdido para siempre. —El bibliotecario echó una ojeada al panteón—. He estudiado algunas de estas pinturas. Hay lugares donde se ven borrosas, pero creo que fue intencionado.
Se acercaron a la esquina donde las pinturas representaban los orígenes de la dinastía Escorpión. El faraón, sin duda Menes, aparecía sentado en toda su gloria, con la doble corona de Egipto. Khaliv, que sostenía la antorcha con mano temblorosa por la excitación, señaló el lugar donde la pintura había sido dañada intencionadamente. Una figura de alguien sentado junto al faraón había sido borrada. Lo habían hecho de una manera que simulara el paso de los años, pero Amerotke se dio cuenta de que era deliberada. Lo mismo ocurría con la figura del propio faraón. No había ninguna señal de los pechos agrandados; el símbolo de la abeja y las referencias a Neit habían sido eliminados escrupulosamente. Sin embargo, cualquiera que hubiese visto el dibujo que Khaliv había encontrado en la biblioteca advertiría los sutiles trazos que mostraban los atributos femeninos que Menes, el primer gobernante de todo Egipto, había asumido para él mismo.
—En cuanto esto se sepa —manifestó Amerotke, incorporándose—, acabará la reunión del consejo. Hatasu saldrá triunfante. —Palmeó el hombro del bibliotecario—. Voy a protegerte. No te quedarás aquí. No, no —insistió Amerotke cuando vio que Khaliv estaba a punto de protestar—, debes marcharte, por tu propia seguridad, al menos por un tiempo. Asural montará guardia mientras tú escribes lo que has descubierto. Yo también le escribiré una carta a mi señor Senenmut.
—¿Dónde estás?
Amerotke se sobresaltó al ver que Shufoy entraba en la cripta escoltado por Prenhoe.
—¿Cómo sabías que estábamos aquí? —preguntó Amerotke.
—Te vio uno de los guardias. —Shufoy miró con desconfianza a Khaliv—. No tendrías que estar deambulando solo por este lugar maldito.
—Tengo varios y muy buenos amigos —afirmó Amerotke—, y Khaliv es uno de ellos. Shufoy, haz algo útil. Apaga las lámparas. Nos vamos.
—¿Has descubierto al asesino? —exclamó Shufoy, excitado—. ¿Le veremos colgado de la muralla?
—No, no le hemos encontrado —respondió el juez mientras emprendía el camino de regreso por los pasadizos—. Pero hemos descubierto la razón por la que mata. Prenhoe, quiero que lleves a Khaliv con Asural inmediatamente. Debe acompañarle al palacio real para que lo pongan bajo la protección personal de mi señor Senenmut. ¡Ve, en marcha! —Cuando llegó a lo alto de las escaleras, se volvió un instante—. Khaliv, no le digas a nadie dónde vas. No te lleves nada, vete sin más. —Cogió a Shufoy de la mano—. Tú que eres el más sabio de los físicos llévale un mensaje al sumo sacerdote Hani. Dile que es urgente que me reúna con él y el consejo en la sala de banquetes. Ah, y después ve a buscarme debajo de la acacia que está junto al estanque sagrado. A partir de ahora, y hasta que este asunto se acabe —Amerotke cogió el arco y las flechas de Khaliv y se los pasó a Shufoy—, lleva esto.
—¿Vas a decírselo a los sacerdotes? —preguntó el bibliotecario.
—Así es. Quizás, consiga evitar nuevos asesinatos.
***
Amerotke esperó una hora entera, sentado en unos almohadones de la sala de banquetes, antes de que aparecieran los convocados: Hani y Vechlis, Amón, Osiris, Isis y Anubis. Sengi, el jefe de los escribas, llegó último. Por supuesto, todos justificaron el retraso diciendo que estaban muy ocupados. Amón incluso insinuó que estaba a punto de abandonar el templo. Amerotke se disponía a comunicarles lo que había descubierto cuando hicieron pasar a un mensajero real que se acercó a Hani para hablarle al oído. El sumo sacerdote, pálido y nervioso, asintió rápidamente y después despidió al mensajero con un ademán.
—Tengo un mensaje de la Casa Divina —anunció—. Mañana por la mañana, antes de las nueve, Su Majestad, la divina Hatasu, escoltada por el señor Senenmut, honrara este templo con su presencia. —Miró a Amón con una expresión de rencor—. Así, que nadie se marchará de aquí.
Sus palabras fueron recibidos con un profundo silencio. Los sumos sacerdotes parecían muy molestos.
—¿Por qué ella, quiero decir, por qué Su Majestad —se corrigió Isis—, se digna a enseñarnos su rostro? ¿O lo hace sólo por el placer de vernos con la frente pegada al suelo ante ella?
—Somos eruditos —dijo Amón—. Hemos servido a Egipto y a sus gobernantes durante muchos años. También somos sacerdotes y a nosotros no se nos puede coaccionar.
—No seréis coaccionados —replicó Amerotke—. Porque tengo algo que deciros. Pondrá fin a vuestras discusiones y explicará los espantosos crímenes que se han cometido.
Vechlis aplaudió, con los ojos brillantes y el rostro enrojecido. Los demás murmuraron entre ellos. Amerotke describió lo que Khaliv había encontrado, escogiendo las palabras con sumo cuidado. Al principio, los sacerdotes le interrumpieron con exclamaciones de enojo y protestas de que no estaban aquí para que les dieran lecciones sobre el pasado de Egipto. Sin embargo, a medida que continuaba, advirtió un cambio en el humor y en las expresiones, que pasaron de la incredulidad al miedo, a medida que los sacerdotes comprendían que se habían opuesto a algo más antiguo y venerable que ellos mismos.
Cuando Amerotke terminó, nadie se atrevió a desafiar o criticar sus palabras. Permanecieron sentados, con los rostros graves, y aunque los observó atentamente, no detectó la menor expresión de culpabilidad o alarma en ninguno de ellos, ninguna grieta en la máscara que ocultaba al asesino.
Amón levantó una mano, con la palma hacia adelante, en un gesto de paz. Por primera vez desde que se habían conocido, miró a Amerotke con un cierto respeto.
—Sé que dices la verdad, mi señor Amerotke, pero debes admitir que es sorprendente. Todo… —Miró de reojo a sus compañeros—. Todo eso cambia muchas cosas.
—Sin embargo, al mismo tiempo —intervino Osiris—, también confirma lo que muchos de nosotros sospechábamos.
Amerotke dirigió la vista al suelo. Los sacerdotes habían interpretado las señales y, como los barcos cuando cambia el viento, comenzaban a virar hacia el nuevo rumbo.
—La reunión del consejo debe concluir —señaló—. La divina Hatasu os formuló una pregunta, o mejor dicho, lo hizo el señor Senenmut: ¿Existe algún impedimento para que una mujer, concebida divinamente y aprobada por los dioses, lleve las dos coronas y sostenga el cayado, el látigo y el mayal sobre el pueblo de los Nueve Arcos? ¿Puede haber alguna objeción —preguntó—, cuando el primer faraón que unió Egipto apoyó más lo femenino que lo masculino? Por cierto, basó en ello la legitimidad de su gobierno.
—Lamento que el sumo sacerdote Hathor no esté aquí —comentó Isis con un tono triste.
—¿Por qué? —preguntó Amerotke.
—Después de visitar la biblioteca para averiguar qué manuscritos podía haber robado aquel sinvergüenza de Pepy, fuimos a dar un paseo por la ciudad. Los señores Hathor, Isis, Anubis y yo.
—Yo también fui con vosotros —terció Sengi, ansioso por vincularse con cualquier cosa que pudiera ser del agrado de la corte.
—Nos sentamos a la sombra de una palmera —añadió Isis—. El señor Hathor, como sumo sacerdote de la diosa del Amor, comentó algo muy similar a lo que tú propones.
«Muy bien», pensó Amerotke. Ocultó su desprecio por estos sacerdotes, mentirosos y traidores, a los que ahora no les quedaba más opción que aceptar, sin atenuantes, el derecho de Hatasu a asumir el trono y que los dioses la apoyaban.
—Mi señor Amerotke, pareces un poco desconcertado —opinó Hani.
El juez supremo exhaló un sonoro suspiro.
—La divina Hatasu vendrá aquí mañana. Sería conveniente que habláramos con una voz común a la hora de exponerle —hizo una pausa—, los frutos de nuestra investigación.
Los sumos sacerdotes se relajaron. Se arreglaron las túnicas, sonriendo complacidos. «¿Para qué crearse enemigos? —pensó Amerotke—. ¿Quién sabe cuando, por el bien de la justicia o de Egipto, podré necesitar a estos hombres? Lo mejor será que presentemos los descubrimientos de Khaliv como algo que logramos todos en común.»
—Por supuesto, debemos recompensar adecuadamente a nuestro bibliotecario.
—¡Por supuesto! —respondieron los sumos sacerdotes al unísono.
—Es lo justo —afirmó Hani—. Khaliv es un joven erudito de grandes méritos. Tiene que ser presentado a Su Majestad.
—Eso ya se ha hecho —dijo Amerotke con un tono brusco—. No debemos olvidar, mis señores, que todavía tenemos asuntos pendientes. Khaliv se encuentra en la Casa del Millón de Años para su propia protección. El señor Senenmut apoyará la mano sobre su hombro.
—¿Los asesinatos? —preguntó Hani.
—Sí, mi señor, los asesinatos. Esos crímenes horribles. Los viles atentados contra mi vida y las de mis compañeros todavía están por resolver.
—¿Estás cerca de la verdad? —intervino Vechlis.
—Mi señora. —Amerotke sonrió—. Me gustaría responder afirmativamente. —Se encogió de hombros—. He descubierto algunas cosas. —Hizo un muy breve resumen de sus conclusiones sobre el asesinato de Neria y las muertes de Pepy, Prem, Hathor y Sato.
—Esto, esto… —tartamudeó Hani—, no es lo que creíamos. Mi señor, no sé qué decir. Neria era un hombre reservado pero ese asunto del tatuaje… —Se enjugó el sudor de la cara—. Sin embargo, lo que dices es lógico.
—¿Los dibujos de la cripta han sido dañados intencionadamente? —preguntó Amón.
—Oh, no —contestó Amerotke—. Probablemente, el daño es consecuencia del paso de los años, pero creo que los sacerdotes ayudaron un poco.
—Pero, ¿por qué tantos subterfugios con el asesinato de Prem? —quiso saber Isis.
—Supongo que la muerte de Sato fue un accidente, ¿verdad? —dijo Vechlis. Miró a su marido—. Los físicos comprobaron el vino, ¿no es así?
—Se la hizo parecer como natural —manifestó Amerotke—. Mis señores, ahora sabéis tanto como yo. —Dirigió la vista a la figura de un pájaro en vuelo de plumas multicolores pintado en una de las paredes. Algo muy significativo se había dicho aquí. Sacudió la cabeza. Ya lo recordaría más tarde—. ¿Tenéis algo que añadir a mis conclusiones?
—A Hathor quizá lo asesinaron por sus sentimientos —apuntó Amón.
—No. A Hathor lo asesinaron sólo para sembrar el caos. —Dio unos golpecitos sobre la mesa. Estaba seguro de que el asesino se encontraba aquí, presente en esta habitación. Pero, ¿cómo podía descubrirlo? Todos ellos eran hombres astutos, fuertes y atléticos, capaces de trepar por una escala de cuerda, disparar una flecha, o vaciar un cubo de aceite sobre el pobre Neria. La pregunta era: ¿cuál de ellos? ¿O había más de uno? ¿Eran todos cómplices, y se protegían los unos a los otros?
—¿Alguna cosa más? —preguntó Hani.
Amerotke sacudió la cabeza. Se levantó y aceptó las gracias con una expresión pensativa. Salió de la habitación para dirigirse al jardín donde Shufoy lo esperaba a la sombra de la acacia.
—¿Te has enterado de la noticia, mi señor? La divina Hatasu vendrá a visitarnos. —Observó a su amo con atención—. Estás melancólico. Puedo prepararte una pócima que te animará: hueso de mangosta machacado y mezclado con pezuña de ciervo, cera pura y una pizca de amapola.
El juez supremo rechazó la oferta.
—Estoy intentando descubrir a un asesino muy inteligente y…
—Hablé con Khaliv —le interrumpió el enano—. Neria descubrió algo, ¿no es así?
Amerotke asintió. Shufoy abrió la bolsa que siempre llevaba con él y extrajo un trozo de cera dura que utilizaba para calcular cuánto había ganado. Se acercó un poco más a su amo y dibujó un triángulo.
—Neria está en la base —explicó el enano—. El padre divino Prem es uno de los lados.
—¿Y el tercer lado?
—Es el asesino. Sabemos que existía una relación entre Neria y Prem. Ambos conocían a la tercera persona, y hablaban con ella, juntos o separados. Ahora, si yo tuviera que apostar, apostaría por el sumo sacerdote Hani. Después de todo, él conoce el templo de Horus mejor que nadie; Neria y Prem trabajan con y para él. Excepto por una cosa.
—¿Cuál es?
—Mi señor Hani tiene mucho miedo a las alturas.