Amerotke miró boquiabierto a su criado.
—Verás. —Shufoy sonrió y se dio unas palmaditas en la cabeza—. Soy pequeño, por ello me meto en lugares donde otros no pueden y escucho la charla de los criados. Todos saben que Hani se marea subiendo las escaleras.
—Así que no es la persona más indicada para trepar por una escala de cuerda.
—Muy bien dicho, mi señor.
Amerotke no hizo caso del sarcasmo.
—¿Qué más has descubierto?
—Algo que tú seguramente no sabes, mi señor. Neria, Hani, Hathor, Amón, Osiris e Isis fueron todos compañeros de estudios en la Casa de la Vida, aunque también es cierto que Neria era mucho más joven que los demás.
—¿En qué Casa de la Vida estudiaron? —preguntó Amerotke.
—Pues aquí mismo, mi muy erudito juez, en la Casa de la Vida del templo de Horus. Y desde luego, no existe el mínimo amor entre ellos; por esa razón, si Neria descubrió alguna cosa, se la guardó.
—Se lo dijo al padre Prem.
—Ah, sí, pero Prem, que ya era un hombre maduro, trabajaba como maestro y escriba en la Casa de la Vida. Todos ellos le apreciaban mucho, pero Neria era su favorito, lo que explica porque Neria le escogiera como su mentor.
Amerotke se recostó contra el tronco de la acacia y alzó la vista. Había un pájaro de brillante plumaje posado en una de las ramas que trinaba con un sonido muy musical. Había dado por hecho que Neria le había revelado a Prem y al asesino lo que había descubierto, pero Prem bien podía haber sido la única fuente de información del asesino.
—También estaban unidos en otras cosas —añadió Shufoy, que enarcó una ceja con una expresión tan ridícula que el juez se echó a reír.
—¿Algún escándalo?
—Sí, mi señor, un escándalo. Cuando eran jóvenes. —Shufoy se relamió—. Ya conoces mis debilidades, amo: una chica bien dispuesta, una copa de vino y una cama blanda. Pero, según los rumores, todos estos sacerdotes, cuando eran unos mozos, se amaban entre ellos.
—Pero tú dijiste que se llevaban mal.
—Los rencores vienen de antaño. No hay nada peor que un amante despechado.
Amerotke entornó los ojos. Lo que decía Shufoy sonaba como algo muy próximo a la verdad. Cuando él era estudiante en la Casa de la Vida, la homosexualidad era cosa corriente. En algunos casos era mal vista, en otros se la estimulaba. La mayoría de los hombres eran bisexuales, veían a las mujeres como meros apéndices de la vida, y de ahí su actitud hacia la divina Hatasu. El juez abrió los ojos.
—Muchas gracias por todo lo que me has dicho, Shufoy. Ahora, déjame solo un rato. —Sujetó la mano del enano—. Pero no te vayas muy lejos. El jardín puede ser muy hermoso, pero también lo es un viaje a través del Nilo.
El enano se alejó.
Amerotke volvió a repasar cada uno de los asesinatos. Quizá podía excluir a Hani como autor del asesinato del padre divino Prem, pero todavía era posible que estuviera involucrado. Un hombre abocado a una situación desesperada podía hacer cualquier cosa para conseguir sus propósitos. ¿Y los demás? Cualquiera de ellos podía ser el asesino. ¿Y el asesinato de Pepy? ¿Había descubierto algún escándalo? ¿Era ésa la explicación del dibujo obsceno que había plasmado detrás del cabezal de la cama? Golpeó el suelo varias veces con el puño. Se sentía como uno de los ratones de su hijo, que daba vueltas y vueltas en la jaula. ¿Había otro camino para llegar a la verdad? ¿Debía intentar abrir la puerta con otra llave? Pensó en su encuentro con los sacerdotes y en lo que había dicho Osiris sobre el pobre Hathor.
—¿Quieres un vaso de vino o cerveza, amo? —preguntó Shufoy que había vuelto junto al juez.
—No, no, ahora no.
Escuchó los cantos y olió la fragancia del incienso que llegaba desde el santuario del templo. Hani estaría abriendo las puertas de la Naos para ofrecerle al dios su comida de la mañana. Amerotke volvió su atención al ataque contra su persona. Colocar un cántaro lleno de sangre en la bodega de la embarcación no presentaba mayor dificultad; al amparo de la noche, cualquiera podía entrar en el embarcadero. ¿Y el asesinato de Sato? Amerotke dominó la impaciencia. Mañana por la mañana, la divina Hatasu se presentaría en el templo. Se mostraría muy complacida cuando escuchara las noticias, pero también reclamaría venganza por los asesinatos. Él deseaba lo mismo. Recordó la silueta oscura en los escalones de la cripta, el zumbido de las flechas en el aire. ¿Quién había sido? ¿Dónde estaban los demás? Amón se encontraba cerca de la cripta, copulando con una de las bailarinas del templo. Amerotke reflexionó durante un rato, y de pronto se quedó helado. Se levantó con tanta violencia que se golpeó la cabeza contra una rama y soltó una maldición. Shufoy salió de detrás de un arbusto.
—¿Qué pasa, amo? —Miró alarmado al juez que permanecía con la boca abierta como un tonto.
—Algo tan pequeño… —murmuró Amerotke—. El único error que cometió.
—¿Mi señor?
El juez se sentó.
—Ven aquí, Shufoy. Quiero que hagas algo por mí. Te llevará algún tiempo, pero escucha.
Shufoy se sentó junto a su amo y Amerotke le dio instrucciones muy precisas sobre lo que debía hacer.
—¿Adónde nos llevará todo esto, amo?
Amerotke advirtió el brillo acerado en la mirada de su sirviente.
—A la verdad que tú y yo servimos, Shufoy. El asesino cometió un error muy pequeño. Tanto que lo pasé por alto. Ahora, ya sé lo que es.
—Dímelo.
—No, Shufoy, no lo haré. Te conozco. Te tomarás la ley por tu cuenta.
—¿Tienes las pruebas? —preguntó el enano.
—No, ese es el segundo problema. Haz lo que te digo, Shufoy. El asesino no será desenmascarado sino que lo atraparemos, y pretendo hacerlo ante la presencia de la divina Hatasu.
El enano se marchó y Amerotke volvió a sus habitaciones. Acabó de llegar cuando se abrió la puerta y apareció el general Omendap.
—Mi señor Amerotke.
—¿Sí?
—Vengo a darte las gracias. —En el rostro del general apareció una sonrisa—. Y para hablar de la muerte de un soldado, un tal Antef.
B
ajo un sol ardiente, los remeros, con las espaldas bañadas en sudor, movían la gran nave real, la
Gloria de Amón-Ra,
a lo largo del Nilo. La divina Hatasu, el Halcón Dorado, la amada de los dioses, reina del pueblo de los Nueve Arcos, se había dignado mostrar su rostro a sus súbditos en un recorrido triunfal por el Nilo hasta el Santuario de los Botes en el templo de Horus. Por las orillas marchaban los batallones de infantería con sus uniformes de gala y, paralelos a ellos, protegiendo los flancos, iban los escuadrones de carros de guerra. El paso de la nave real y de los soldados eran acompañados por la música y los gritos de la multitud. Los enormes abanicos de plumas de avestruz empapadas en los más lujosos perfumes casi ocultaban al ser divino.
Hatasu viajaba sentada en su trono chapado en oro, con una expresión de majestuosa serenidad. Con las primeras luces del alba, los encargados de los perfumes y los ungüentos habían bañado y aceitado su cuerpo cobrizo. Le habían pintado los párpados con un maquillaje verde oscuro y delineado sus bellos ojos con kohl negro. Llevaba una peluca con hilos de oro y plata, sujeta a su cabeza con una diadema de plata donde aparecía Uraeus, la cobra defensora de Egipto, dispuesta para el ataque. La soberana vestía una túnica de lino debajo de un manto dorado bordado con piedras preciosas y sujeto con broches y cadenas de plata.
Junto a Hatasu permanecía sentado Senenmut, el Gran Visir, portavoz de la reina, su amigo más íntimo y, por supuesto, su compañero de cama. Las manos de Hatasu apretaban los brazos del trono. Se sentía profundamente gratificada. Había escuchado, con la mayor atención, el relato del joven bibliotecario Khaliv y ahora les enseñaría a esos sacerdotes los que les esperaba. Tendrían que postrarse ante ella y besar el suelo. Les permitiría que la contemplaran en su gloria y, si era apropiado, los recompensaría con una mirada. Los pintados labios de la reina se separaron en una leve sonrisa. Recompensaría a Amerotke. También impondría el más terrible de los castigos al malhechor que se había atrevido a alzar su mano contra el juez supremo de la Sala de las Dos Verdades.
—Disfruta de tu triunfo, Majestad —susurró Senenmut—. Descansamos en las palmas de las manos de tu padre, el glorioso Amón-Ra.
Hatasu respiró agitada. Había preparado este viaje, esta exhibición real, con todo detalle. La nave era la mejor de la flota real. El casco estaba forrado en plata con adornos de oro; la proa y la popa, en forma de cabezas de carneros, resplandecían tachonados de joyas. Entre los mástiles plateados, donde ondeaban en lo más alto, los gallardetes rojos se alzaba el tabernáculo del dios. Una doncella sostuvo un espejo para que la soberana pudiera contemplarse en toda su gloria. En realidad, tenía ganas de reír. Hatasu insistía en el estricto cumplimiento de la etiqueta y el protocolo de la corte, pero, algunas veces, sentía el impulso de despojarse de todos los atavíos reales y bailar, como cuando había sido una niña, en la corte de su padre.
Senenmut advirtió la excitación de la reina y carraspeó discretamente. Hatasu observó su imagen. Parecía una estatua debajo del enorme tocado de oro con las grandes plumas de avestruz blancas. Esta noche se lo quitaría todo y bailaría, desnuda, para su amante, el hombre que la había ayudado a encumbrarse al poder.
Para distraerse, Hatasu volvió ligeramente la cabeza. La muchedumbre en la orilla derecha del Nilo observó el gesto y comenzaron a vitorear. ¡El faraón se había dignado mirarlos! Hatasu, para demostrar su favor a todas las personas, miró ahora a la izquierda. En la orilla más próxima, los sacerdotes escoltaban la embarcación entonando himnos, las sacerdotisas sacudían las sistras y los bailarines danzaban y cantaban marcando el ritmo con los crótalos. Vio, a lo lejos, los vértices dorados de los obeliscos y las columnatas de los templos, con las paredes teñidas de rosa por el sol naciente. Detrás de la reina se oyó la voz del capitán que daba una orden. La nave varió el rumbo y enfiló hacia el muelle. Sonaron otras órdenes, los remeros levantaron los remos y la nave se deslizó suavemente hasta el embarcadero.
Un palanquín esperaba a la soberana. Hatasu vio a los sacerdotes reunidos. Los miró fríamente. Amerotke estaba allí. Le dirigió una sonrisa, al tiempo que le saludaba con un gesto y se instalaba en el palanquín. Los porteadores lo levantaron suavemente y transportaron a su reina por el camino real hasta el templo. Grandes nubes de incienso se elevaban en el aire para saludarla, pétalos de flores empapados en perfume eran arrojados a su paso. Los coros, reunidos en la escalinata, entonaban un canto divino.
Qué hermosa eres, qué hermosa eres,
oh, gloria de Egipto.
Manifestación de la voluntad divina, sonríenos.
Nuestros corazones se regocijarán,
nuestros cuerpos se estremecerán,
como si hubiésemos bebido el más dulce de los vinos.
Hatasu se relajó. Bajaron el palanquín. Ella pisó la alfombra roja y oro y subió, majestuosamente, a la explanada del templo. Hizo los sacrificios en el santuario y después pasó a un pequeño vestíbulo donde se quitó los atavíos del cargo.
La cámara del consejo ya estaba preparada; habían colocado su trono sobre una tarima cubierta con un manto púrpura, con una silla más baja a su lado para Senenmut. Hatasu se sentó en el trono y apoyó los pies en un escabel dorado. Los oficiales y cortesanos ocuparon sus lugares alrededor de la reina. Entraron los sumos sacerdotes y se prosternaron ante ella, con las frentes apoyadas en el suelo. Hatasu los mantuvo en esa postura un poco más de la cuenta.
—Mi señor Amerotke —dijo la soberana en voz muy baja—, tú y tus compañeros os podéis sentar.
Todos se apresuraron a obedecerla sin decir palabra. Hatasu los observó a todos. Advirtió el desagrado en los ojos de los sumos sacerdotes, pero ninguno de ellos se atrevió a sostener su mirada. Se sintió ligeramente irritada al ver que Amerotke ni siquiera la miraba, sino que permanecía sentado, con las manos apoyadas en las rodillas y la vista puesta en el suelo.
—Prescindiremos del ceremonial —añadió con un tono áspero, sin hacer caso del leve murmullo de desaprobación de los chambelanes situados detrás del trono—. Hablaré y mis palabras se cumplirán. Ocupo el trono del faraón y llevo la doble corona. Empuño el cayado y el látigo. ¡Ésta es la voluntad de los dioses!
—¡Lo es! ¡Lo es! —corearon todos.
—Creo que mi señor Amerotke, con la ayuda del bibliotecario del templo de Horus, ha traído estos asuntos —Hatasu escogió las palabras cuidadosamente— a una conclusión un tanto sorprendente. —Miró al juez supremo con una expresión complacida.
Amerotke hizo un breve relato de lo que habían descubierto con referencia a la dinastía Escorpión, los primeros faraones de Egipto. Cuando acabó, Hatasu preguntó si había un acuerdo general en este punto. Los sumos sacerdotes manifestaron su asentimiento como un solo hombre.
—El día de la fiesta de Isis —proclamó Senenmut—, el divino faraón ofrecerá un sacrificio en el templo. Asistirán todos los sumos sacerdotes de Tebas y el pueblo será testigo de su gloriosa aclamación. —Hizo un movimiento cortante con la mano—. Estos asuntos han concluido.
El consejo permaneció en silencio. Hatasu respiró por la nariz y soltó el aire lentamente por la boca, una señal de que se disponía a hablar. Amerotke era consciente de la tensión que dominaba a los sacerdotes. Disimuló la excitación. Hatasu iba a presidir el tribunal, había llegado el momento de desenmascarar al asesino. Amerotke había alcanzado una conclusión lógica, pero no iba a ser fácil probarla. Mantuvo el rostro impasible y evitó, con mucho cuidado, la mirada del presunto asesino.
—Tenemos que ocuparnos de otros asuntos. —La voz de Hatasu sonó como un ladrido—. Las puertas del templo están selladas. ¡Se debe ejecutar la justicia del faraón! —Elevó el tono—. ¡Se han cometido unos asesinatos terribles! —Hizo una pausa teatral.
Amerotke esperó. La noche anterior había acabado sus reflexiones y había sacado una conclusión. La información que le había facilitado Shufoy había sido vital. Había enviado un mensaje urgente al visir Senenmut y, después, al recordar la muerte de Antef, había dictado una resolución, refrendada con el sello de su cartucho personal, por la que permitía a Dalifa casarse y administrar sus asuntos bajo la protección del faraón.