—Si traes a esa perra aquí —dijo Vechlis con voz áspera—, me encargaré de refrescarle la memoria. —Cambió de tono—. ¿Es ésa, mi señor juez, la única prueba de que dispones?
—No, no lo es. —Amerotke se dirigió a Senenmut, mientras hacía un esfuerzo por controlar su excitación—. Mi señor, fuera de esta sala espera una mujer llamada Dalifa. Quiero que la hagan pasar.
Senenmut dio la orden. Los guardias se apresuraron a ir en busca de la muchacha. Dalifa entró en la habitación. Parecía muy asustada y se quedó junto a la puerta. Amerotke se había reunido con ella unas horas antes y le había explicado exactamente lo que debía hacer.
—¿Quién es ella? —preguntó Vechlis, con un tono vivaz.
—Mi prueba definitiva. Mírala con atención, mi señora Vechlis. ¿Qué ves?
—Una muchacha, poco más que una chiquilla.
—Observa sus facciones cuidadosamente.
Vechlis hizo lo que le pidió el juez.
—¿Se supone que debo reconocerla?
—Quizás a ella, o a alguien a quien tú conociste. Te presento a la hija ilegítima de Neria.
—¡Eso es imposible! —exclamó la sacerdotisa—. Él me dijo… —Se interrumpió bruscamente.
—¿Qué te dijo Neria? —preguntó Amerotke—. ¿Por qué un bibliotecario, conocido por su reserva, celoso protector de su intimidad, iba a compartir sus secretos con la esposa de un sumo sacerdote? Tú eres la muy amada hija de Neria, ¿no es así, Dalifa?
La muchacha asintió.
—Oculta en las sombras —añadió el juez—, fuera de la vista de todos. Sin embargo, Neria solía visitarla. Se lo contó todo: la relación contigo, mi señora Vechlis y con el padre divino Prem. ¿Qué más te contó, Dalifa?
—Lo que había encontrado en la biblioteca —contestó la muchacha—. Estaba entusiasmado con el tatuaje que se había hecho en el muslo. Me lo enseñó. A ti te quería de verdad. —Dalifa levantó la cabeza.
Vechlis se arrellanó en la silla.
—Esto no es cierto —susurró, casi para sí—. Neria me lo hubiera dicho. ¡Me lo contaba todo! ¡Nos conocíamos desde hacía años!
—¿Qué tienes que decir, Vechlis? —preguntó Senenmut—. Se han formulado graves acusaciones contra ti.
—¡Cállate, picapedrero! —Vechlis se inclinó hacia adelante, con una sonrisa en el rostro—. Soy de una de las mejores sangres de Egipto. No respondo a las preguntas de los patanes.
—Entonces me responderás a mí —intervino Hatasu con una voz helada.
La sonrisa de Vechlis se hizo más amplia. Miró a Hatasu, de arriba a abajo, con una expresión despectiva.
—Si no hablo con el picapedrero —se mofó—, ¿por qué tenga que hablar con la puta del picapedrero? —Vechlis se echó hacia atrás en la silla y disfrutó con las exclamaciones de protesta—. La pequeña Hatasu. Solía hacerte saltar sobre mis rodillas y te limpiaba el trasero. Una chiquilla muy bonita en la corte de tu padre. ¿Cómo te atreves? —Su voz sonó ahogada por la furia—. ¿Cómo te atreves siquiera a pensar en sentarte en el trono real? ¿Pretender que todos nos humillemos ante ti?—¡Morirás! —gritó Hatasu.
—¡Oh, todos moriremos, puta del picapedrero!
Hatasu hizo un esfuerzo por recuperar el control de sus emociones. Senenmut amagó tender la mano, pero entonces recordó donde estaba.
Vechlis se levantó con mucha gracia y paseó la mirada por la hilera de sacerdotes.
—¡Miraos! —bramó—. ¡Soy más hombre que todos vosotros, que no sois más que una pandilla de viejas asustadas! ¡Vosotros, tampoco apoyáis al picapedrero y a su puta!
—El faraón es de sangre divina —señaló Amerotke.
—¡Por favor, evítame los discursos, juez! —Vechlis se humedeció los labios—. No fue porque… No, no. —Sacudió la cabeza como si buscara las palabras—. No es porque una mujer se sentara en el trono del faraón. Es porque se trata de Hatasu. La pequeña Hatasu que jugaba con sus juguetes y correteaba por el palacio. Se casó con su hermanastro y permaneció en las sombras con su cara de muñeca. Pero entonces llegó el picapedrero y todo cambio.
—Ella es el faraón —dijo Amerotke.
—¿Qué me dices de su pequeño hermanastro?
—Así que confiesas —manifestó Senenmut, ansioso por acabar con la discusión.
—Confieso y me regocijo, picapedrero.
—Pero si tú eras la más ardiente defensora de la divina Hatasu —protestó el juez supremo.
—Oh, Amerotke. —Vechlis sonrió, condescendiente—. Ése es tu problema, juez. No llevas una máscara, así que crees que tampoco lo hacen todos los demás. Sí, amaba a Neria. Bueno, a mi manera. No creía que este montón de viejas cotillas llegara a descubrir nada nuevo hasta que Neria comenzó a hablar de las pinturas en la cripta y de lo que había encontrado en la biblioteca. El muy estúpido, se había hecho tatuar un escorpión en el muslo. Lo consideró como la gran oportunidad para llamar la atención del picapedrero y su puta.
Senenmut estaba listo a protestar, pero Hatasu levantó la mano.
—Déjala que hable. ¡Muy pronto ya no hablará más!
—Eso no es ninguna amenaza —replicó Vechlis—. ¡Prefiero viajar al Horizonte Lejano que humillarme ante ti y el picapedrero!
—Es la forma como emprenderás el viaje lo que, quizá, lamentarás —afirmó Hatasu.
La suma sacerdotisa se encogió de hombros.
—¿Qué más da? El vino se ha derramado y la copa está rota. Estaba furiosa con Neria. Quería destruirlo, ¡destruirlo completamente!… Ocurrió tan rápido, no creo que llegara a verme la cara. Pepy no era mucho mejor, una serpiente rastrera. —Movió la mano imitando el reptar de una serpiente—. Nos vio a mí y a Neria en los jardines más apartados del templo. Nunca se enfrentó a mí, pero ya sabes como era, con sus ojos ladinos y su mueca burlona. Dejé tres saquitos de plata en su habitación. Se marchó, como dijiste tú, Amerotke, para disfrutar de la carne de los burdeles. Tenía por seguro que volvería. Había encontrado una nueva fuente de riqueza. Así que me vestí con una capa vieja. Fue fácil comprar el aceite. Dejé un cubo en el interior de su habitación y otro en un rincón oscuro. Estaba tan borracho y tan entretenido con aquella prostituta…
—¿Y el padre divino Prem? —preguntó Amerotke.
—Fue como tú dijiste. Neria se lo relató todo. El viejo vivía en aquella torre con Sato revoloteando a su alrededor como una mosca sobre una boñiga de buey fresca. Así que aproveché el momento. Dejé la escala de cuerda en la terraza de la torre. Tenía la intención de marcharme por allí y evitar que nadie me viera cerca de la habitación. Sato regresó un poco antes de lo que había calculado. No fue demasiado peligroso. —Vechlis se encogió de hombros—. No tenía mucha importancia. Hice como tú dijiste. Pero después comencé a preguntarme si no habría visto alguna cosa. Así que tuvo que morir, y lo mismo pasó con Hathor.
—Mataste una y otra vez —la acusó Amerotke—. Me atacaste en la cripta. Pusiste nuestras vidas en peligro cuando cruzamos el Nilo. Todos los que viajaban en aquella embarcación hubieran tenido una muerte horrible y todo ¿para qué? ¿Por qué no podías aceptar que la divina Hatasu fuera el faraón?
—Ve a nuestras bibliotecas —replicó Vechlis—. Encontrarás relatos de rebeliones donde murieron miles de personas. Si yo fuera un hombre, si fuera un soldado, me alzaría en rebelión. —Señaló a Hatasu—. ¿A cuántos ha matado ella para sentarse donde se sienta?
—¡Ya he escuchado más que suficiente! —cortó Hatasu. Miró a Hani, que permanecía sentado transformado en la viva imagen del abatimiento—. La reunión del consejo ha concluido. Los dioses han proclamado la verdad y yo soy su portavoz.
Senenmut se levantó para ir hasta la puerta. Regresó acompañado por un grupo de guardias reales.
—¡Lleváosla! —ordenó Hatasu—. Permanecerá detenida en los calabozos debajo del templo de Maat. Antes del anochecer la llevaréis a las Tierras Rojas y la enterraréis viva. Después —los ojos de la reina brillaron de cólera mientras miraba a Vechlis—, exhumareis su cadáver y lo colgaréis en las murallas de Tebas. —Se levantó y derribó el escabel de un puntapié.
Todos, excepto Vechlis, se prosternaron. Cuando Amerotke alzó la vista, Hatasu ya no estaba en la sala. Hani estaba acurrucado en el suelo y lloraba como un niño. Los soldados ataron las manos de Vechlis y la sacaron, a empujones, por una puerta lateral. El juez supremo se levantó. No hizo el menor caso de los sumos sacerdotes y fue a darle las gracias a Dalifa.
—¿Qué fue todo esto? —le preguntó la muchacha—. Sólo hice lo que tú me pediste.
—Era necesario. —Amerotke le cogió la mano y se la apretó—. Algunas veces, por causa de la verdad, debemos apelar al engaño, y más que nunca en este caso. Tenía muy pocas pruebas. Muchas sospechas, pero ninguna prueba concluyente. Si este lugar hubiese sido la Sala de las Dos Verdades, quizá la señora Vechlis no hubiese sido declarada culpable. Tendría que haber desestimado el caso por falta de pruebas. Sin embargo —Amerotke soltó la mano de la muchacha—, sabía que el autor de estos asesinatos sentía una profunda repugnancia ante el hecho de que la divina Hatasu llevara la doble corona del faraón. Todo señalaba a Vechlis: si conseguía provocarla con la presencia de Hatasu, quizá mordería el cebo. —Esbozó una sonrisa—. El odio, como el amor, siempre acaba por manifestarse. Vechlis apostó y perdió. Al perder, manifestó su propia frustración y acabó atrapándose ella misma. Así es que se ha conocido la verdad y se ha hecho justicia.
Dalifa intentó apartar la mano, pero Amerotke se la retuvo con firmeza. En los ojos de la muchacha apareció una expresión de miedo.
—¿Qué ocurre, mi señor? Cuando me visitaste, me indicaste lo que debía decir. Lo hice. Te doy las gracias. También le doy las gracias a tu sirviente. Antef tuvo la muerte que se merecía.
El juez supremo le soltó la mano.
—¿Has escuchado lo que dije? —preguntó en voz baja—. ¿Cómo es necesario que se sepa la verdad?
Amerotke volvió a cogerla de la mano, llevó a Dalifa hasta una pequeña habitación lateral y la hizo sentar en un banco. Después cogió un taburete y sentó delante de ella. La muchacha temblaba y se mordía el labio inferior. Incapaz de sostener la mirada del juez, mantenía la vista en la pared más apartada como si se sintiera fascinada por una pintura en la que aparecían las almas que viajaban a través del mundo subterráneo.
—Tuve un visitante —comenzó Amerotke—. El general Omendap. Acudió para darme las gracias por una cosa, aunque en realidad no era necesario hacerlo. También visitó la Necrópolis con algunas oficiales. El cuerpo de Antef había sido llevado allí. —El juez esbozó una sonrisa—. La gente dice muchas cosas del general Omendap, pero nadie niega que es un firme partidario de cumplir con las ordenanzas. Antef era miembro de un regimiento y lo habían matado, aunque se trataba de un caso de defensa propia. Lo menos que podía hacer Omendap fue disponer que la Casa de la Plata corriera con los gastos del embalsamamiento y el funeral de Antef. El comandante del regimiento de Anubis era uno de los oficiales que acompañaban al general. El cadáver de Antef estaba sobre la mesa y los embalsamadores hacían su trabajo. Habían contratado a un sacerdote para que cantara un himno. El comandante del regimiento estaba haciendo sus propios obsequios cuando suspendió, bruscamente, la ceremonia.
—¿A qué te refieres? —Los bellos ojos de Dalifa se fijaron en el juez supremo.
—El comandante acababa de hacer un descubrimiento sorprendente: el cadáver depositado en la mesa no era el de Antef.
—Pero eso es imposible. ¿Quizá llevaron un cadáver que no era? —tartamudeó la muchacha.
—Oh no. Llamaron a mi sirviente y él identificó al hombre que había matado cómo el mismo que se había presentado ante mí en la Sala de las Dos Verdades. El comandante explicó cómo, unos años antes, Antef había estado en una embarcación que había sufrido el ataque de un hipopótamo. Antef fue uno de los pocos supervivientes. Mientras nadaba para salvar la vida —Amerotke trazó una línea en su muslo— sufrió una terrible herida aquí. El comandante no recordaba si la herida se la hizo un cocodrilo o alguna otra bestia, pero sí recordaba la herida porque había visitado a Antef en el hospital de campaña. Ahora, dime una cosa, Dalifa. —Amerotke hizo una pausa—. Bueno, supongo que ya sabes lo que te voy a preguntar.
El color desapareció del rostro de la muchacha, que temblaba como una hoja.
—Sí, sí. —Dalifa tragó saliva—. Mi marido tenía una cicatriz en el muslo.
—Pues no había ninguna cicatriz en el muslo del cadáver. El comandante estaba perplejo. El muerto se parecía mucho al Antef que conocía: la altura, la constitución física, las facciones, pero ¿qué había pasado con la cicatriz? También señaló otros detalles. Antef había recibido una cuchillada en el brazo. Una vez más, la cicatriz había desaparecido.
Dalifa agachó la cabeza.
—¿Puedes imaginarte la sorpresa de mi sirviente Shufoy? Después de todo, un vagabundo del río le había contado que Antef había desertado del regimiento para, luego, viajar a lo largo del Nilo hasta llegar a Menfis, donde se había casado, pero que debido a su falta de honradez le habían expulsado de la ciudad. —Amerotke hizo una pausa—. Ahora bien, Shufoy era el único que conocía las circunstancias de la deserción de Antef. En el revuelo de los últimos días, ¿a quién le importaba lo sucedido a un desertor, a un cobarde que había recibido el castigo que se merecía? Incluso yo, que no soy un soldado, me hubiera dado cuenta de que había algo que no encajaba. Por supuesto, el comandante del regimiento de Anubis sí que se dio cuenta: explicó que Antef había sido miembro de un cuerpo de veteranos: los nakhtu-aa. Antef tenía sus defectos, como todo el mundo, pero la cobardía y la falta de honradez no figuraban entre ellos. —Amerotke entrecerró los párpados—. ¿Puedes ayudarme a aclarar este misterio?
Dalifa se limitó a mirarlo en silencio.
—El general Omendap también se sintió intrigado, porque le habían informado de que Antef había tenido algo que ver con la Sala del Mundo Subterráneo y la reciente desaparición de dos jóvenes nobles. El laberinto ha sido destruido y se han vaciado sus trampas. Una experiencia siniestra: han encontrado los cadáveres de hombres, mujeres, e incluso algunos niños, sin contar los animales. Algunos de los cuerpos datan del tiempo de los hicsos, otros corresponden a víctimas más recientes. ¿Conoces la Sala del Mundo Subterráneo?
Dalifa asintió, siempre en silencio.
—Tú estabas casada con Antef cuando su hermano delincuente aceptó el desafío de atravesarlo. De acuerdo con la versión aceptada, el hermano de Antef desapareció, lo mismo que tantos otros antes que él. No creo que eso ocurriera y tú tampoco. Lo que sospecho es que Antef permitió que su hermano escapara. ¿Cómo se llamaba?