—Mi señor Amerotke.
El juez supremo se levantó.
—No voy a explicar otra vez lo que ya todos conocen —comenzó—. Éste es el templo de Horus, pero el pelirrojo Seth, dios de la muerte súbita, ha hecho sentir su presencia en este lugar. Su Divina Majestad ha mencionado el asesinato; las raíces de estos crímenes se encuentran en la traición. Alguien con el corazón muy negro y alma retorcida rechazó aceptar la voluntad de los dioses. Si se demostraba que una mujer tenía tanto derecho como un hombre para convertirse en faraón, que, efectivamente, los primeros faraones de Egipto debían su legitimidad al lado femenino de la divinidad, entonces hubiera cesado toda discusión.
—¡Y ahora esa prueba existe! —exclamó Hani.
—Sí, así es —replicó Amerotke. Se fijó en el rostro ceniciento del sumo sacerdote de Horus que temblaba como un azogado—. Ahora bien —prosiguió—, Neria era un hombre muy reservado pero un erudito brillante. Él también había llegado a la misma conclusión. Había estudiado las pinturas en la cripta debajo del templo. Quizás advirtió alguna cosa y luego encontró la prueba que lo confirmaba en la biblioteca del templo. Dispuesto a exhibir sus conocimientos, y ansioso por recibir los parabienes de su viejo maestro, Neria informó al padre divino Prem. Ni siquiera se preocupó de hablar con Pepy, el erudito ambulante, a quien había calificado acertadamente como un fisgón, alguien sólo interesado en los escándalos. Pepy fue contratado por Sengi.
El jefe de los escribas agachó la cabeza, humillado.
—Pero Pepy sólo aceptó el encargo como una manera de asegurarse una cómoda cama y buena comida. A Pepy no le interesaban los rollos de papiro ni los manuscritos, sino los cotilleos y charlas del templo. Un hombre de gran ingenio y mirada atenta como Pepy quizá se sintió interesado en Neria debido al aislamiento y la reserva de este último. —Amerotke hizo una pausa—. Pepy debió sospechar que Neria había encontrado algo y decidió a vigilarlo, muy estrechamente, para descubrir qué era. En cambio, se tropezó con otra cosa. Neria mantenía una relación amorosa con alguien de este templo. Tal vez Pepy llegó incluso a sorprenderlos en el acto. —Miró a Hatasu, que tenía la misma expresión de un gato que vigila la ratonera.
—Dibujó una imagen obscena en su habitación. La primera vez que la vi, me pareció que eran dos hombres entregados al acto del amor. —El juez supremo caminó entre los sentados y se detuvo. Cogió la mano de Vechlis. Estaba fría como el hielo—. Pero, por supuesto, erais tú y Neria.
Hani dejó escapar un gemido. Amerotke comprendió, con una mirada, que el sumo sacerdote ya sospechaba que algo no iba bien en su matrimonio. El juez supremo sostuvo su mirada.
—No sé cuánto duró esta relación. Quizá meses, o incluso años. Los jardines de Horus son espaciosos; el templo tiene mil y un rincones y recovecos oscuros. —Miró a Amón—. ¿No es así, mi señor? Te vi en uno de esos rincones con una bailarina del templo.
Amón bajó la vista. Amerotke miró una vez más a Vechlis, que permanecía imperturbable con los ojos redondos y la tez suave como la de una niña. Se preguntó, sin mucho interés, si ella se estaba burlando de él con esa mirada de superioridad.
—¿No vas a decir nada? —la increpó Hani.
Vechlis descartó a su marido con una mirada. Amerotke le soltó la mano.
—Neria te contó lo que había encontrado, ¿no es así? Tú viste el tatuaje del dios Escorpión en uno de sus muslos, un acto un tanto pretencioso para ganarse el favor de la corte. Una proclama perpetua de su capacidad como erudito. Neria debía tener muy claro que, en cuanto su descubrimiento se hiciera público, recibiría la aprobación del divino faraón y de su corte.
En la cámara del consejo el silencio era absoluto. Hatasu se había despreocupado totalmente del protocolo y permanecía sentada, con los labios entreabiertos y una expresión de furia en los ojos. Por su parte, Senenmut se inclinaba hacia adelante en la silla, como si no pudiera dar crédito a lo que estaba escuchando. Amerotke le había avisado de que desenmascararía al asesino, pero no le había mencionado nombre alguno.
—Tú mataste a Neria, ¿verdad?
Vechlis no respondió. Amerotke se preguntó si la sorpresa de verse descubierta la había dejado sin habla. La mujer continuó sentada, mordiéndose el labio inferior y con las manos apoyadas en los muslos. Incluso ahora sus hermosas uñas, pintadas de un color rojo oscuro, llamaron su atención.
—Sabías que Neria había bajado a la cripta, un lugar desierto y aislado en las profundidades del templo. Todos los demás estaban de fiesta, o recuperándose de los efectos del banquete, después de la visita del divino faraón. Neria subió los escalones. Tú abriste la puerta; pillado por sorpresa, se quedó inmóvil. En unos segundos acabó rociado con un cubo de aceite, al que siguió una llama. Neria, con su ridículo tatuaje y lo que llevara, se convirtió en una tea humana. Cerraste la puerta, te deshiciste del cubo y corriste a su habitación para buscar entre sus pertenencias. Después de todo, tú conocías sus escondrijos. Cualquier cosa incriminatoria, todo el fruto de sus investigaciones, fueron retiradas rápida y discretamente.
—Mujer, ¿te quedarás ahí y aceptarás todo esto sin decir palabra? —exclamó el Gran Visir.
—Primero escucho —replicó Vechlis sin inmutarse—, después responderé, ¡picapedrero!
Senenmut torció el gesto al escuchar la insultante referencia a sus humildes orígenes.
—Continúa, mi señor Amerotke —añadió Vechlis graciosamente—. ¿Recuerdas cuando eras un niño? Me encantaba escuchar tus relatos.
—Sí, mi señora, y ahora me escucharás. Neria estaba muerto, pero también era necesario silenciar al padre divino Prem. Neria había compartido sus conocimientos con su maestro. No tenías ninguna seguridad de que el padre divino Prem no estuviera también enterado de la relación de Neria contigo. Fuiste a verlo. Lo preparaste muy bien. Prem era un recluso, un ermitaño. Sato, su sirviente, sus ojos y oídos, el que atendía todas sus necesidades, recorría las tabernas mirando a las prostitutas. Su afición era bien conocida. Era el hazmerreír de los bajos fondos. ¿Tú contrataste a la prostituta para que lo entretuviera? ¿Para emborracharlo de cerveza? La cuestión es que fuiste a ver al padre divino Prem a la torre. Llevaste una pequeña escala de cuerda y la dejaste fuera de la habitación del anciano sacerdote. Prem era muy parlanchín. Tomaste una decisión, algo que te dijo o mostró despertó tus sospechas. Lo mataste con la vieja porra hicsa y registraste la habitación. Pero entonces regresó Sato. Ocultaste el cadáver debajo de la cama y subiste, a la carrera, a la terraza de la torre. Ataste la escala a una de las almenas. Tomaste el chal y el sombrero de paja del viejo y te hiciste pasar por él.
—¿Por qué haría algo así? —le interrumpió Vechlis.
—Mi señora, estaba oscuro. Te quitaste la peluca, te pusiste el sombrero de paja y el chal de Prem sobre los hombros. Estabas vestida como él en medio de la oscuridad, y probablemente arrodillada de espaldas a la puerta de la terraza. Sato vio lo que esperaba ver y bajó los escalones. Entonces fue cuando bajaste tú. Para distraerlo, te quitaste el anillo y lo dejaste caer por las escaleras. Mientras Sato bajaba para recogerlo, tú entraste en la habitación de Prem. Una vez más estaba oscuro y seguías vestida con el sombrero y el chal, de espaldas a la puerta. Sato dejó el anillo sobre la mesa. Tú cerraste la puerta con llave y la atrancaste. —Amerotke se encogió de hombros—. Supongo que un alarido suena igual que cualquier otro. Sato intentó abrir la puerta pero fue inútil. Corrió en busca de ayuda. Tú sacaste el cadáver de Prem de debajo de la cama, recogiste la porra, saliste por la ventana y trepaste por la escala de cuerda hasta la terraza.
—¿Me ves trepando por una escala de cuerda?
—Vechlis, probablemente estás más capacitada que muchos de los soldados del faraón. Eres una nadadora experta y tus músculos te permitirían hacerlo sin dificultades. En cuanto llegaste a la terraza, lanzaste la escala y la porra a los rosales que hay al pie de la torre, con la intención de recogerlo más tarde. A continuación, te uniste a los demás para presenciar junto con todos como abatían la puerta de la habitación de Prem.
—Sí, es cierto, tú estabas allí —manifestó Isis. Por un momento, frunció los labios de una manera que le dio el aspecto de un bebé que hace pucheros—. Y ahora que lo pienso, fue como si hubieras surgido de la nada.
—¿Qué sabes tú de mí? —exclamó Vechlis, con un tono burlón—. ¡No se te ocurra decir más tonterías, eres peor que una vieja! —La sacerdotisa parecía haber perdido cualquier miedo a Hatasu y a sus acompañantes.
—Pepy fue la siguiente víctima —prosiguió Amerotke—. Creo que ni siquiera llegó a hacerte chantaje. Quizá sólo insinuó que conocía tu relación con Neria. Pepy sólo deseaba tener plata en el bolsillo, la barriga llena de vino y las manos ocupadas en las nalgas de una joven prostituta. Saquitos de plata aparecieron en su habitación, como un soborno, y Pepy se dedicó a recorrer todos los prostíbulos y antros de la ciudad. Por supuesto, los chantajistas nunca se conforman, ¿verdad? Tenías que destruirlo a él y cualquier prueba que pudiera tener; por ejemplo, notas de lo que había visto. Sus hábitos eran los típicos de cualquier libertino: emborracharse por la tarde y alquilar prostitutas para pasar la noche.
—¿Me estás diciendo que yo fui a los muelles, yo, que soy una suma sacerdotisa?
—¡Tú no tienes miedo de nada, Vechlis, y mucho menos de un hombre! Cargada con un pellejo de aceite comprado en el mercado y con una capa para hacerte pasar por una vieja, pudiste ir hasta la taberna donde vivía Pepy, esperar que llegara y después asesinarlo. ¿Quién en el templo de Horus tiene algún control sobre la muy poderosa Vechlis?
—¿Tienes alguna prueba de todo esto? —preguntó Senenmut.
—Tengo las pruebas, mi señor.
Sólo entonces en los ojos de Vechlis apareció una expresión de alerta y se tensaron sus músculos.
—La siguiente víctima, Hathor, fue escogida al azar para provocar el caos y aumentar la tensión. Las mesas estaban dispuestas en la sala de banquetes. —Amerotke se acercó al sumo sacerdote de Horus y lo miró—. Tú eras nuestro anfitrión, mi señor Hani, pero ¿quién decidió dónde se sentaría cada uno de los invitados? ¿Quién se encargó de supervisar esa tarea?
Hani parecía haber envejecido varios años en cuestión de minutos; su rostro había adquirido un color gris y en sus ojos brillaba el miedo. Abrió la boca para responder, pero no consiguió decir palabra.
—Lo hizo Vechlis, ¿no es así? —sentenció Amerotke en voz baja—. Y, antes de que comenzara el banquete, con los sirvientes y los músicos que entraban y salían de la sala, hubiese sido muy fácil pasar junto a la mesa y echar el veneno en un vaso de cerveza. ¿Quién sospecharía? Hathor murió casi en el acto. —El juez supremo volvió a acercarse a Vechlis—. Sato también emprendió el viaje a la oscuridad. El asesinato de Prem quizá fue el más torpe de todos. Nunca tuviste la seguridad completa de que el pobre borracho de Sato no hubiese visto algo anormal y tenía una lengua que no sabía controlar. El día que Sato murió quería verme. —Amerotke se sentó en cuclillas delante de la sacerdotisa—. Aquello fue su condena a muerte. Era incapaz de rechazar una jarra de vino. Hubiese sido como pedirle a un gato hambriento que no se bebiera la leche. Murió, tú fuiste a su habitación, limpiaste la mancha y cambiaste la jarra de vino envenenado por otra. —Amerotke se levantó—. Sato no era un hombre inteligente, pero creo que comprendió que lo habían envenenado. Mojó las manos en el vino y dejó aquellas marcas en la pared. Me pregunto qué quería decirnos —El juez tocó, suavemente, el dorso de la mano de Vechlis—. ¿Sato había comenzado a pensar en la figura que había visto mientras dejaba el anillo en la mesa la noche que mataron a su amo? ¿Vio tus dedos? El color de tus uñas es tan característico. Nunca sabremos si fueron las uñas del asesino, la textura de la piel, o el anillo que Sato recogió.
—¿Supongo que también me culparás por el ataque contra tu persona? —replicó Vechlis.
—Sí, así es. Nada más fácil para la esposa del sumo sacerdote que ir por la noche al Santuario de los Botes y subir a bordo con un pellejo lleno de sangre conseguida en el matadero. Vaciaste el agua de unos cuantos cántaros, los llenaste con la sangre, y aflojaste los tapones y las cuñas que los aseguraban en la bodega.
—Divino faraón —Vechlis se sentó muy erguida en la silla, y dirigió la vista directamente a Hatasu—: He escuchado pacientemente toda esta sarta de mentiras. ¿Dónde están las pruebas, aparte de que un sirviente borracho manchara las paredes con vino tinto?
—¿Cómo sabes que el vino era tinto? —preguntó Amerotke.
—Mi… mi esposo, mi señor Hani, me lo dijo —tartamudeó la sacerdotisa.
—¡No, no lo hice! —Esta vez, la réplica fue tajante. Hani miró a su esposa, furioso—. ¡Delante del faraón en persona juro que nunca te dije tal cosa!
Vechlis descartó la afirmación de su marido con una mirada de desprecio.
—Me has pedido las pruebas —intervino Amerotke. Se volvió para inclinarse ante Hatasu—. Llegaran en dos partes, Majestad—. El primer día que llegué aquí bajé a la cripta. Quería ver las pinturas que cubren sus paredes. El asesino me siguió allá abajo, disparó sus flechas y luego desapareció. —El juez hizo una pausa.
—¿Qué razones tenía Vechlis para verte muerto? —preguntó Amón.
—Se esperaba que mi muerte tuviese el mismo efecto que el asesinato de Hathor, sembrar el caos, provocar el miedo, que se supiera el fracaso de la reunión del consejo de los sumos sacerdotes. Se les había pedido un dictamen y el encuentro había sido una sucesión de muertes a cuál más espantosa, un muy mal augurio para el reinado del nuevo faraón.
—Continúa, mi señor —ordenó Hatasu—. Estabas en la cripta.
—Sí. El ataque fracasó, pero el arquero tenía que ser necesariamente uno de los miembros del consejo; sólo ellos sabían que tenía intención de visitar la cripta. Ahora bien, en un primer momento creí que sería imposible saber dónde habían estado cada uno de ellos, pero obtuve la información por pura casualidad. Amón estaba ocupado con una de las bailarinas del templo. Hathor, Isis, Osiris, Anubis y Sengi habían abandonado el templo para ir a la ciudad, mientras que el sumo sacerdote Hani se encontraba en el santuario para ofrendar el sacrificio. Tu caso, mi señora Vechlis, es distinto. ¿Recuerdas aquella mañana? Te presentaste en la biblioteca, acompañada por una doncella. Dijiste que ibas a nadar a uno de los estanques sagrados. En aquel momento no le di mayor importancia. Pero, al recordarlo, comencé a pensar. ¿Habías venido para comunicarme tu intención de ir a nadar para que las sospechas no recayeran sobre ti? Envié a Shufoy a buscar a tu doncella. Él se la llevó del templo y ahora está alojada en una casa donde se encuentra a salvo de cualquier peligro. La muchacha recordó con toda claridad lo ocurrido aquella mañana. Tú ibas a nadar, pero luego cambiaste de idea. Despachaste a la doncella, y a continuación fuiste a recoger el arco y las flechas con las que intentaste matarme en la cripta.