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Authors: Paul Doherty

Tags: #Histórico, Intriga

Los asesinatos de Horus (20 page)

BOOK: Los asesinatos de Horus
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Notó las suaves caricias de unas manos en su rostro, al tiempo que lo alzaban para trasladarlo a la sombra de la gran toldilla, junto al mástil. Olió los perfumes, entrevió las telas rojas, amarillas, azules y verdes. Lo dejaron sobre unos cojines. Alguien le puso una copa de vino helado en las manos. Bebió un trago pero le entraron nauseas y permaneció sentado con la cabeza baja. Le temblaban todos los músculos del cuerpo como resultado de la tensión pasada. Bebió otro trago de vino, y después, miró a sus salvadores. La embarcación era casi tan grande como una galera de guerra. Estaba decorada con una multitud de ramos de flores, gallardetes de colores y por todas partes se veían mesas con platos de comida y copas. Un joven con una guirnalda de flores alrededor del cuello se sentó en cuclillas delante del juez.

—No estabas invitado a nuestra boda —dijo el desconocido con una sonrisa—. Pero eres bienvenido.

Amerotke le pasó un brazo por encima de los hombros.

—Te prometo —murmuró—, que buscaré a un sacerdote para que cante tus alabanzas a los dioses.

Miró en derredor, Shufoy y Asural no parecían estar mucho mejor que él. Uno de los marineros había perdido el conocimiento, los otros sollozaban de felicidad por haber salvado la vida. Amerotke se puso en pie y, con paso inseguro, se dirigió a proa. La embarcación estaba dando la vuelta. Miró por encima de la borda. La barca del templo apenas si se mantenía a flote. A su alrededor, los cocodrilos seguían atacando el recio casco de totoras, ansiosos por alcanzar la sangre que seguía atrayéndolos con su olor de matadero.

C
APÍTULO
X

S
ato, el antiguo sirviente del difunto Prem, subió cabizbajo las escaleras y entró en su habitación, encima de los almacenes de la torre. Era un cubículo maloliente con una ventana diminuta y unos pocos muebles. Se pasó la mano por el rostro para enjugarse el sudor. Hizo un esfuerzo por contener las lágrimas de autocompasión. Anoche, había salido a buscar a la muchacha que lo había atendido tan generosamente sólo unos pocos días antes. Le había enseñado el disco de plata que le había dado Amerotke, pero la muchacha no había querido tener ningún trato con él. «¡Vete!» le había gritado, para luego alejarse balanceando las caderas y haciendo sonar los brazaletes. Sato no lo entendía. Él sólo había querido hablar con la concubina, explicarle lo que sabía.

Había recorrido el templo en busca del juez supremo. Había preguntado a unos y otros. Todos habían sacudido las cabezas. Por fin, uno de los guardias le había dicho: «Se ha marchado. Esta mañana cruzó el río para ir a la Necrópolis.»

Le habían encomendado numerosas tareas, y había protestado vivamente; como antiguo criado del padre divino Prem estaba de luto, y eso era algo que debía ser respetado. Sato también había oído los rumores. La muerte súbita del sumo sacerdote Hathor había conmocionado a toda la comunidad religiosa. Sato, ansioso por exhibir lo que había descubierto, había repetido una vez más, a cualquiera dispuesto a escucharle, todo lo ocurrido la noche del asesinato de su amo. Sin embargo, nadie le había prestado atención. Quizá lo mejor que podía hacer era marcharse de este lugar.

Miró la estatuilla de Isis colocada sobre un pedestal de madera en una esquina de la habitación. Era la diosa favorita del sirviente, aunque en este momento sólo le traía recuerdos de la hermosa concubina. Bien, quizás había llegado el momento de acabar con su presencia. La única persona que lo había tratado bondadosamente había sido el juez supremo Amerotke. Sato se lo había comentado a los otros sirvientes. Quizá, si se exprimía el cerebro y recordaba con mayor claridad lo que había visto, era probable que Amerotke volviera a recompensarlo, e incluso, le buscara un trabajo más adecuado, lejos de este lugar de muertes súbitas y violentas. Sato levantó la cabeza y, por primera vez, vio la jarra de vino sobre la mesa. Se levantó con nuevas energías y se acercó. La jarra era hermosa, de cerámica vidriada con figuras de cigüeñas, gansos y otras aves. La tapa de papiro, atada con un cordel, era nueva. Cogió un vaso. Sin duda, se trataba de un regalo del muy generoso Amerotke.

Sato desató el cordel, se sirvió el vino y bebió el vaso de un trago. Fue cuando bebía el segundo vaso cuando le apareció el dolor, como una puñalada en las entrañas. Se levantó tambaleante, esto no era un regalo. Se metió los dedos en la boca para provocar el vómito, pero no lo consiguió. Comenzó a boquear; llevado por la desesperación, tumbó la jarra. El vino se derramó, espeso como la sangre. Sato recordó lo que había visto. Se empapó las manos con el vino derramado y se acercó, haciendo eses, a la pared blanca. Una y otra vez apoyó las palmas en la pared y siguió dejando marcas, hasta que el dolor se volvió insoportable y cayó inconsciente.

***

Amerotke, Shufoy y Asural se encontraban sentados a la sombra de una palmera, cerca de una taberna, en el muelle de la Necrópolis. El juez había insistido en invitarlos a gacela asada, pan recién cocido y jarras de cerveza clara. Ahora, descansaban silenciosos. Asural se levantaba a cada rato para caminar. Shufoy comentó que la única explicación de la palidez del policía era que había vomitado.

El juez se obligó a relajarse; inspiraba profundamente y luego soltaba el aire al tiempo que aflojaba todos los músculos. Intentaba no pensar en nada y se concentra en los olores, fuertes y salinos, que llegaban desde las «tiendas de cadáveres», como las llamaba Shufoy: los locales donde trabajaban los embalsamadores. La Necrópolis tenía una sola tarea: preparar a los muertos para el viaje al Oeste. Un poco más allá se alzaba la gran estatua de Osiris, dios del Mundo Subterráneo, el más importante de todos aquellos cuyas almas moraban en el Oeste. El bullicio en los muelles era incesante. Continuamente llegaban embarcaciones cargadas con féretros. Algunos los descargaban los propios familiares de los muertos. Por supuesto, los ataúdes de los ricos eran más ostentosos. Vieron un carro con adornos de plata donde llevaban un féretro chapado en oro. Cuatro bueyes blancos, con guirnaldas de flores en las astas, tiraban del carro. Sacerdotes y plañideras rodeaban el carruaje y rociaban el camino con agua y leche para impedir que se levantara el polvo.

—¿Te has vuelto tonto, amo?

Amerotke miró a Shufoy. El enano seguía fuera de sí por lo apurado del rescate. Desde que habían regresado a tierra, no había dejado de maldecir por lo bajo.

—Al menos, estás vivo —replicó Asural, mucho más compuesto.

El enano lívido de rabia, descargó un puñetazo contra la mesa.

—¡He perdido la bolsa por culpa de esos cabrones! —gritó—. Contenía la sabiduría de Egipto. Había remedios que cualquier sacerdote hubiera dado los dientes por tener. Cuando los pille, amo…

Amerotke se echó a reír. Sus carcajadas eran tan sonoras que unos plañideros profesionales que pasaban se detuvieron un momento para mirarlos con desdén.

—¿Dónde están los marineros? —preguntó Asural—. Me gustaría interrogarlos.

—Ya lo he hecho —le informó el juez—. Les pagué y les dije que se presentaran en el templo de Maat para recibir una compensación.

—Se comportaron como unos cobardes —afirmó el capitán de la guardia.

—Eran hombres muy asustados —opinó Amerotke—. Yo también tuve mucho miedo.

—Fue un asesinato, ¿verdad? —añadió Asural.

—Sí, fue un asesinato. Murieron dos hombres, pero el plan era que muriéramos todos. La noticia se divulgará por toda Tebas antes de que caiga la noche.

—¿Por qué no revisaron la bodega? —preguntó Shufoy.

—Lo hicieron, mi muy magnífico físico —dijo Amerotke—. Abrieron la escotilla, los cántaros de agua estaban en su sitio. Los llenan en un pozo del templo. Al piloto le mandaron, anoche, que preparara la embarcación para nuestro viaje a través del Nilo. Tuvo muy poco que hacer, aparte de citar a la tripulación.

—Y fue entonces cuando el asesino entró en acción —comentó Asural.

—Sí, durante la noche, alguien fue al Santuario de los Botes. No había nadie vigilando la embarcación, porque no había ninguna razón. Fue un trabajo sencillo. Vació dos o tres cántaros de agua y los llenó con un odre de sangre conseguida en los mataderos. Volvió a poner los tapones, sin ajustarlos, y colocó los cántaros en los soportes pero sin trabarlos. —Amerotke hizo una pausa y espantó con la mano las moscas que rondaban su vaso de cerveza—. Soltaron las amarras y la embarcación se balanceó y cabeceó mientras virábamos. Oímos el ruido de los cántaros cuando rodaron por el fondo de la bodega, pero no atinamos en que pudieran estar llenos de sangre.

—Muy astuto —opinó Shufoy—. Si no hubiésemos estado en el río, nosotros también hubiéramos olido la sangre.

—Los cocodrilos son como las moscas; uno se excita y atrae a los demás. Aquellos marineros no eran unos cobardes, Shufoy. Mantuvieron la embarcación a flote mucho más de lo que se esperaba. Si no hubiese sido por esa fiesta nupcial… —Amerotke no acabó la frase.

Asural empalideció todavía más, e incluso Shufoy permaneció callado mientras imaginaba el horror de lo que hubiese podido ocurrir. Una muerte espantosa, los cuerpos despedazados debajo del agua por los cocodrilos que se disputaban los trozos. Un final blasfemo, sacrílego, sin honras fúnebres, ni embalsamamiento, ni oraciones para ayudarlos en el viaje al Horizonte Lejano.

—Os prometo una cosa —afirmó Amerotke con una expresión severa—: Juro por Maat que atraparé al asesino. Quiero verle morir.

Bebió el resto de la cerveza y se levantó. Tenía las ropas sucias, se le había roto una de las tiras de la sandalia y había perdido el cinturón de guerra, con la espada y la daga, en la loca huida de la embarcación que se hundía.

—Desde luego, tenemos todo el aspecto de haber tenido una travesía muy accidentada —comentó con ironía.

—Y has perdido tu dinero junto con todo lo demás —le recordó Shufoy, con un brillo de picardía en los ojos.

Amerotke se agachó para sujetar al enano, lo levantó en el aire y comenzó a sacudirlo. Sonrió al escuchar el tintineo de los trozos de plata que Shufoy llevaba ocultos entre las prendas.

—¡Bájame, amo! —chilló Shufoy.

—¿Me prestarás si lo necesito?

—Con intereses —asintió el enano.

Los tres caminaron por las calles de la Ciudad de los Muertos. Las calzadas eran muy anchas y el gentío considerable. Cortejos fúnebres y familiares que visitaban las Casas de la Eternidad donde dormían los seres queridos. Había muchos que iban allí para elegir féretros, mobiliario fúnebre y otros enseres, o para consultar, con albañiles y escultores, sobre la construcción y arreglo de sus tumbas. Los aprendices, con bandejas colgadas alrededor del cuello, buscaban nuevos clientes, voceando a voz en grito los nombres de sus amos y obsequiando a la concurrencia con muestras en miniatura de los productos que se elaboraban en sus respectivos talleres.

Amerotke y sus compañeros atravesaron la ciudad, adornada con una infinidad de estatuas de Osiris, de Bes el dios enano y de otras innumerables deidades que ayudaban a los muertos. Pasaron por delante de los obradores de los embalsamadores, de los que salía un humo acre y salobre que les irritó ojos y narices. El interior de los talleres tenía el mismo aspecto que una carnicería, con cadáveres sobre mesas de piedra y otros, en avanzado estado de descomposición, colgados de ganchos sobre los calderos donde hervía la sal de natrón. Siguieron avanzando en dirección a los acantilados, de un color amarillo brillante, que era donde actuaban los talleres y las salas funerarias para los pobres. Aquí el humo era más denso, y los trozos de hollín, procedentes de las hogueras, flotaban en el aire como moscas. Las casas estaban edificadas en terrazas a cada lado. En las calles se amontonaba la basura y las deyecciones de los animales. Las moscas formaban nubes negras, los perros y gatos se peleaban por los desperdicios, los mendigos suplicaban una limosna. Tenderos y mercachifles intentaron atraerlos con sus ofertas. Asural se detuvo en una esquina, miró a un lado y al otro, soltó un gruñido y los guió por un angosto y sinuoso callejón. Se detuvieron delante de una casa. Un hombre apareció en el portal; iba vestido como un nómada del desierto, con unos harapos mugrientos que lo cubrían de la cabeza a los pies. Le brillaban los ojos, Amerotke vio las marcas sobre las cejas, las siniestras heridas de la lepra. Asural mandó que se mantuviera apartado.

—Hemos venido a ver a Lehket —dijo el guardia.

El hombre subió por una escalera exterior, indicándoles con un ademán que lo siguieran. La azotea plana de la casa se veía recién barrida y sorprendentemente limpia. Había macetas con flores junto a las paredes En el rincón más apartado había un hombre, ataviado de la misma guisa que el guía, cómodamente instalado en unos cojines. Con mucho cuidado, bebía algo de un bol. Los visitantes se detuvieron mientras el guía se adelantaba.

—¿Tú eres Lehket? —preguntó Asural.

—Soy Lehket. Acercaos. —Les invitó a sentarse en el extremo de la mesa, él también iba cubierto de vendajes, pero los ojos mostraban una expresión alerta y la voz era baja y culta—. Tengo entendido que quieres hablar conmigo, mi señor Amerotke. A Asural lo conozco, así que éste debe ser Shufoy, tu sirviente enano.

—¡Y uno de los mejores físicos de Tebas! —proclamó Shufoy, poco dispuesto a perder la oportunidad de promocionarse.

—¿Tienes una cura para la lepra, Shufoy? —Los ojos, detrás de la máscara, brillaron burlones y la voz tenía un tono divertido. Amerotke se sintió mejor dispuesto. La lepra era una enfermedad repugnante pero, al parecer, Lehket se lo había tomado con filosofía y había adoptado una actitud digna ante el mal que lo había condenado a ser un muerto en vida.

—¿Tienes noticias de los amemets? —preguntó Amerotke.

—¿A qué viene esa pregunta, mi señor juez? —La voz mantuvo el mismo tono risueño—. Están muertos y tú lo sabes.

—Pero hemos oído rumores.

—Oh, Tebas siempre ha tenido sus asesinos. Sin duda, a medida que el tiempo pasa, se formará un nuevo gremio, pero antes de que eso ocurra habrá un gran derramamiento de sangre. —Lehket levantó una mano vendada antes de que Amerotke pudiera hablar—. Conozco tus problemas, juez. El rumor es como la brisa, va allí donde quiere. Pero te diré una cosa: Nehemu no era un amemet, no prestó juramento a Mafdet, su terrible diosa felina. Era un fanfarrón y un borracho; es extraño que viviera tanto.

—¿Cómo sabes todo esto? —preguntó Shufoy.

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