Los asesinatos de Horus (16 page)

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Authors: Paul Doherty

Tags: #Histórico, Intriga

BOOK: Los asesinatos de Horus
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—¿Qué estás haciendo aquí, mi señor?

Amerotke se presentó y el hombre adoptó una actitud servil.

—Me llamo Sato —explicó—. El sirviente del padre divino Prem. He oído hablar de ti, mi señor Amerotke. Tú eres el niño de la gorra. —Era una referencia a los años cuando Amerotke era paje en el palacio real—. ¿Has venido de visita? —añadió—. Has estado haciendo preguntas. Todo el templo lo sabe.

—¿De veras? —Amerotke sonrió, al tiempo que señalaba la puerta—. ¿Ésta era la estancia del padre divino Prem?

—Sí. Estaba recogiendo sus…, —los ojos de Sato se llenaron de lágrimas—. Estoy recogiendo sus pertenencias, su cuerpo lo tienen los embalsamadores, muy pronto lo llevarán a través del río. El templo tiene sus propias tumbas en aquel lugar. —Sato sonrió—. Me han prometido una cámara, un pequeño lugar cerca de mi amo.

—Un premio muy merecido, —afirmó el juez supremo.

Pasó junto a Sato y entró en la habitación. Parecía una caja, con las paredes encaladas con un blanco resplandeciente. Quedaban muy pocas cosas, excepto la cama de juncos, unos cuantos taburetes, una silla y varios cojines. Las estanterías estaban vacías. Sólo había un par de potes y una jofaina rajada.

—¿Dónde guardaba los manuscritos el padre divino?

—Oh, mi señor, tenía muy pocos. Lo que necesitaba lo cogía de la biblioteca, o de la sala de manuscritos de la Casa de la Vida.

—Pero la noche que murió tenía las cartas del cielo, ¿no?

—Oh, sí, mi señor, pero las recogieron. Se las llevaron.

—¿Alguna cosa más? —preguntó Amerotke.

Sato parpadeó, se llevó la mano a los labios. En realidad, no le gustaba este juez de mirada aguda que había subido las escaleras con la agilidad y el silencio de un felino. Le traía dolorosos recuerdos. Quería olvidar aquella noche terrible; por eso se dedicaba a limpiar la habitación con tanto afán. El padre divino Prem se había ido, había viajado al Oeste. Lo mejor era que las cosas se mantuvieran en silencio, en calma y pacíficamente.

—Te he hecho una pregunta —le recordó Amerotke.

El sirviente exhaló un suspiro y se sentó el borde de la cama.

—El padre santo Hani me preguntó lo mismo, y le dije, mi señor, que mi amo tenía… —hizo una pausa para toser—. Antes de su muerte, llevaba un rollo de papiro atado con un trozo de cordel rojo. Lo llevaba a todas partes con él. Lo recuerdo muy bien. Venía aquí y se encerraba en su habitación. Cuando le servía la comida, o le traía algo de beber, siempre era muy amable. «Pasa, Sato», me decía. Sin embargo, me fijé en que siempre ocultaba el papiro con el brazo, como si no quisiera que yo lo leyera o viera algo.

—¿Viste algo? —Amerotke sacó la bolsa de un pequeño bolsillo de la túnica. Abrió la bolsa, y sacó un disco de plata.

Sato sonrió. Necesitaba dinero, sobre todo teniendo en cuenta su futuro. Después de todo, no era más que un sirviente del templo, que ya no era joven y al que le gustaba la cerveza.

—Hace dos días —contestó Sato—, le traje la cena. El padre divino, como siempre, puso el brazo sobre el papiro, pero entonces pensó que la copa se iba a caer de la mesa y movió la mano con intención de sujetarla.

—¿Y qué viste?

—No estoy seguro. —Sato percibió el enojo de Amerotke—. Creo que era un escarabajo, el dibujo de un escarabajo.

—¿Un escarabajo?

—Claro que, también, podía haber sido un escorpión. Sí, creo que era un escorpión.

Amerotke no soltó el disco de plata.

—Dime la verdad.

Sato cerró los ojos, en un intento por recordar mejor lo que había visto.

—Estoy seguro de que era un escorpión, un dibujo bastante burdo.

—Muy bien. —El juez apretó el disco de plata contra la palma de la mano del sirviente, pero, inmediatamente después, le sujetó el pulgar y se lo retorció—. ¿Dónde está ahora ese dibujo?

—No lo sé, mi señor. Cuando entramos en la habitación del padre divino, admito que sentí curiosidad. Miré por todos lados, pero no vi ni rastro del papiro.

—¿No encontraste nada sospechoso?

Sato sacudió la cabeza.

—En los días anteriores a la muerte de tu amo —añadió Amerotke—, ¿él y el bibliotecario Neria se reunían a menudo?

—No, no se reunieron.

—¿Neria vino aquí?

Sato volvió a sacudir la cabeza.

—Entonces, ¿el padre divino fue a visitar al bibliotecario? —preguntó el juez, impaciente.

—No, mi señor. —Sato miró hacia la puerta—. Pero creo que sus muertes están relacionadas.

Ahora Sato ya no parecía tan tonto. Amerotke advirtió la astucia en su mirada.

—Venga, Sato —susurró—. Cuéntame lo que sabes.

C
APÍTULO
VIII

E
n la casa de la muerte del templo de Horus, el criminal observaba como los embalsamadores preparaban el cadáver del padre divino Prem para el viaje final al Oeste. En una mesa de mármol, al otro extremo de la sala, estaban los restos calcinados del archivero y bibliotecario Neria, envueltos en vendas blancas. Los momificadores había hecho todo lo posible, pero ¿qué podían hacer con la carne quemada hasta los huesos, los ojos convertidos en agua, la lengua y los otros órganos retorcidos? ¿Lo comprendería Osiris, el padre de los Occidentales? ¿Se le permitiría al ka de Neria viajar hasta el Campo de los Benditos? Neria había sido un buen hombre. Cuando pesaran su alma en la Sala de los Muertos, quizá quedara protegido de los Devoradores, los malvados demonios que permanecían acurrucados detrás de la balanza de la justicia esperando hacerse con las almas rechazadas por los dioses. El asesino no sentía ningún remordimiento. Había hecho lo que debía hacerse. ¿Cómo podía una mujer, una criatura patética como Hatasu, atreverse a llevar la doble corona y el manto sagrado y descansar sus bonitos pies en el antiguo escabel del faraón?

El criminal había venido con la excusa de presentar sus últimos respetos al sacerdote muerto, pero también para asegurarse de que no descubrieran nada extraño. Afortunadamente, la luz era tenue. Los embalsamadores y purificadores estaban más preocupados por el cumplimiento del ritual sagrado, de acuerdo con lo señalado en el Libro de los Muertos.

El cuerpo de Prem yacía estirado, desnudo, vestido sólo con la penumbra de la cámara subterránea. La luz de las rojas velas mortuorias, colocadas en candelabros de orfebrería de plata, recortaba los contornos del cuerpo rechoncho. El maestro de ceremonias se inclinó sobre el cadáver y, con unos ganchos de bronce, acabó de extraer el cerebro a través de la nariz. Colocaron los sesos en un cuenco de oro. Un sacerdote entonó una plegaria, mientras un escriba trazaba una línea en tinta roja, de medio palmo de largo, en el lado izquierdo del cadáver, en el mismo punto donde Horus había abierto el cuerpo del divino Prem. Rajaron la carne a lo largo de la línea, con un cuchillo de roca etíope. Un momificador metió las manos y, al tiempo que recitaba una oración, extrajo el corazón, los intestinos, los pulmones y el hígado. Todos estos órganos también fueron colocados en cuencos. Mientras, otros embalsamadores se encargaban de lavar la cavidad con vino de palma mezclado con especias. Se apartaron. Los ayudantes levantaron el cadáver y lo sumergieron en una tinaja llena de natrón líquido. Allí estaría durante setenta días, antes de que los embalsamadores volvieran para rellenar el vientre del cadáver con tela de lino, serrín y lana perfumada.

El criminal se volvió para mirar al otro lado de la cámara, donde estaban preparando diversos objetos para el entierro: un sudario, una máscara de plata y un pectoral de oro que simbolizaba el ka de Prem volando al más allá. También había collares, brazaletes y anillos para las piernas y los dedos de los pies, todo ello en un precioso cofre, sobre un cojín, colocado encima del Libro de los Muertos. Las canopes, decoradas con cabezas de hombres, halcones, chacales y babuinos, estaban listas para albergar las entrañas y el cerebro.

El asesino, murmurando una oración, miró cómo el cuerpo se hundía en la sal de natrón. Todo había ido perfectamente. Nadie había advertido nada. Los físicos y los embalsamadores estaban más ocupados en preparar el cadáver que en descubrir la causa de la muerte. Se relajó. Era cierto que Amerotke había escapado de la muerte y, debido a su mirada aguda y mente inquisitiva, tendría que ser silenciado; pero para eso había tiempo, no había ninguna necesidad de apresurarse. Ya habían corrido las murmuraciones. En los bazares y mercados hervían todo tipo de rumores. Se desparramarían por los muelles y repetirían en tabernas y cervecerías. ¿Podía Hatasu ser el faraón? ¿Podía una mujer, por muchos partidarios que tuviera, y a pesar de sus grandes victorias, ser ama y señora del pueblo de los Nueve Arcos?

***

En la torre, Sato, ayudado por una jarra de cerveza, se mostraba cada vez más locuaz. Se sentía halagado por las atenciones del juez supremo, que había bajado las escaleras para ir a buscar una jarra de cerveza y dos vasos. También se compadecía de sí mismo y se entretenía en recitar las cuitas que le afligirían, ahora que el padre divino Prem estaba muerto. Amerotke bebió un trago de cerveza, mientras escuchaba al sirviente. Recordó la máxima de Shufoy: «El vino y la cerveza llenan la barriga y aflojan la lengua».

—¿El padre divino siempre estudiaba aquí? —preguntó Amerotke, para llevar la conversación una vez más al tema que le interesaba.

—Oh, sí, mi señor. La torre está desierta. Las demás habitaciones se emplean como depósitos. Mi amo era astrónomo. En su juventud, incluso el divino faraón requirió sus servicios.

—Sin duda, no era un hombre que estuviera amenazado por ningún peligro. ¿Por qué tú tenías que montar guardia?

—Siempre estaba de guardia —respondió Sato a la defensiva—. El padre divino era bastante despistado. Se olvidaba de esto y de lo otro. Se iba a dormir y se olvidaba de apagar la lámpara. Dejaba los candiles cerca de los papiros, o pedía algo de comer o beber en las primeras horas de la madrugada.

—¿Y la noche en que murió?

—No hubo ningún cambio. —Sato asomó el labio inferior—. Yo estaba cansado —añadió, con una sonrisa lujuriosa—. Una bailarina se había dignado mirarme. Pasé toda la tarde con ella y una jarra de cerveza.

—Muy agradable —opinó Amerotke—. Así que volviste tarde a la torre. Porque llegaste tarde, ¿verdad? No te preocupes. No se lo comentaré a los demás.

—Ya era bastante tarde cuando llegué aquí —confesó Sato.

—Hay algo más, ¿no es así? —le presionó Amerotke—. Dime la verdad.

—Vine aquí, mi señor, pero me olvidé de traer algo de comer y beber para mi amo, así que baje a la cocina y volví a subir. No advertí nada anormal. La estancia del padre divino estaba cerrada con llave.

—¿Siempre estaba así?

—Algunas veces.

—Antes me dijiste que era despistado.

—No cuando se trataba de esta habitación. En cualquier caso, supuse que podía estar en la terraza, dedicado a sus observaciones, o rezando. No le gustaba que le molestaran. Subí a la terraza y asomé la cabeza.

—¿Qué estaba haciendo el padre divino?

—Se encontraba de rodillas. Tenía el chal sobre los hombros y llevaba puesto su sombrero de paja favorito.

—¿De noche?

—Le mantenía la cabeza protegida del fresco de la brisa nocturna.

—¿Qué pasó después?

—Regresé a mi lugar y me senté a esperar.

—¿Cuándo se reunió contigo el padre divino?

—Bajó las escaleras. Oí su respiración. Llevaba un anillo en el dedo, uno de plata, que cayó rodando por los escalones. Yo bajé a recogerlo. Cuando volví, el padre divino ya estaba en su habitación, sentado a la mesa. Dejé el anillo allí —señaló una mesa pequeña, con incrustaciones de lapislázuli, que estaba junto a la puerta—. Después, el padre divino cerró la puerta y echó la tranca. Un poco más tarde escuché aquel terrible alarido. —La pena se reflejó en el rostro de Sato, y las lágrimas rodaron por sus mejillas—. El resto ya lo sabes.

—No, no lo sé. —Amerotke sonrió—. Cuéntamelo tú.

—Corrí escaleras abajo, salí de la torre. Comencé a gritar. Aparecieron los guardias y los sirvientes. También todos los otros sacerdotes.

—¿Quiénes exactamente?

—Oh, todos ellos.

—¿Qué más?

—Forzaron la puerta. Encontraron el cadáver del padre divino tendido en la cama, con la cabeza aplastada y con cortes en la cara.

—Pero la porra no la encontraron, ¿no es así?

—Eso sí que es nuevo —comentó Sato, que bebió ruidosamente un trago de cerveza.

—¿Qué es nuevo?

—No se lo dije al padre sagrado Hani, pero el padre divino Prem tenía una porra con una garra de pantera en un extremo.

—¿Qué has dicho?

—Que tenía una porra con una garra de pantera en un extremo. Acabo de recordarlo ahora mismo —tartamudeó el sirviente—. El padre divino solía hacer chistes con el objeto, decía que le recordaba la estación de la Hiena, el tiempo de la hambruna y la espada.

—Como no podía ser de otra manera, la porra ha desaparecido, ¿no?

—Sí, mi señor. Ha desaparecido.

Amerotke se levantó para acercarse a la ventana. Todo tenía sentido hasta que llegaba el momento de explicar la fuga del asesino. Miró por encima del hombro, la puerta de la habitación no había sido reparada y se veía la madera astillada por los golpes. ¿Cómo había escapado el asesino? Observó por encima del alféizar. Incluso un soldado experto hubiera necesitado de unos minutos para sujetar una cuerda y descolgarse hasta el suelo, pero aun así, se hubiera lastimado las rodillas y los brazos con las tejas afiladas.

—Llévame a la terraza.

Sato dejó el vaso de cerveza y le acompañó escaleras arriba. La puerta estaba abierta para permitir el paso de la brisa, Amerotke salió a la terraza. La parte superior de la torre era de planta cuadrada y las almenas estaban separadas sólo lo justo para permitir a los arqueros disparar las flechas. En el centro había una pequeña mesa cuarteada por el sol y los elementos. Sato explicó que Prem la utilizaba para desplegar los mapas y las cartas. El juez fue hasta las almenas y asomó la cabeza. Atardecía, y la leve brisa aportaba algo de fresco. Vio a las personas que paseaban por los jardines y olió el apetitoso olor procedente de las cocinas. Desde aquí se disfrutaba de una maravillosa vista panorámica de Tebas: vio las impresionantes columnas de la Casa del Millón de Años, los obeliscos con las cúspides chapadas en oro, los altos mástiles rojos de los templos. Se asomó un poco más para mirar directamente hacia abajo. El terreno era despejado, excepto en este lado, donde crecían unos rosales y otras plantas. Él recorrió toda la terraza que estaba cubierta de arena gruesa para prevenir que nadie resbalara. No vio ninguna marca de violencia, pero se detuvo un momento y se agachó para recoger un trozo de cordel fino, como un pelo de crin, aunque más resistente y engrasado con aceite. Se lo llevó para mostrárselo a Sato.

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