Read Los asesinatos e Manhattan Online
Authors: Lincoln Child Douglas Preston
Tags: #Intriga, Misterio, Policíaca
Volvió a hacerle ruido el estómago, esta vez con más fuerza que antes. La presión y los nervios le envolvían como una toalla mojada. Si tener asignado un caso importante era eso, no estaba muy seguro de que le gustara. Echó otro vistazo al reloj. Cinco minutos más. Nunca salía a comer antes de las doce, por cuestión de disciplina. Como policía, sabía que la disciplina era algo clave. De eso se trataba. No podía dejar que la presión le afectara.
Se acordó de la mirada de reojo del jefe de policía al asignarle la investigación en el tugurio de la calle Doyers. No se podía decir que Rocker hubiera expresado una gran confianza en sus facultades. Se acordó con absoluta claridad de su consejo: «Le sugiero quese ponga a trabajar en el caso que acaba de serle asignado. Ponga enseguida manos a la obra, y coja al asesino. Porque no querrá que aparezca otro fiambre estando usted al cargo, ¿verdad?».
El minutero dio otro salto.
Puede que se trate de aumentar la dotación, pensó. Le convenía asignar otra docena de detectives al asesinato del archivo del museo, que era el más reciente y el que contendría las pistas más frescas. La conservadora que había encontrado el cadáver —¿cómo se llamaba, la muy repelente?— no había dicho ni mu. Si se pudiera…
Justo entonces, en el momento en que el minutero daba el salto a las doce en punto, Custer tuvo una revelación. El archivo del museo, la conservadora… Era tan abrumador, tan deslumbrante, que por un momento borró cualquier idea sobre bocadillos.
El museo, pensó. El eje de todo era el museo.
El tercer asesinato, la brutal operación: ocurrió, pensó, en el museo.
¿Y la arqueóloga, Nora Kelly? Trabaja, pensó, en el museo.
¿Y la carta que había filtrado el periodista, Smithbank, o como se llamara? ¿La que estaba en el origen de todo? La encontraron, pensó, en el archivo del museo.
¿Y aquel tío que daba repelús, Collopy, el carcamal que había autorizado su salida del archivo? Director, pensó, del museo.
¿Y Fairhaven? Miembro, pensó, del consejo de administración del museo.
¿Y el asesino del siglo XIX? Relacionado, pensó, con el museo.
¿Y el propio archivero, Puck? ¿Por qué le habían asesinado? Pues porque, pensó, había descubierto algo; algo en el archivo.
El cerebro de Custer, más despejado que de costumbre, empezó a devanar a toda prisa las diversas posibilidades, las mil combinaciones y permutaciones. Se imponía actuar con firmeza y con rotundidad. Pensó que lo que hubiera encontrado Puck también lo encontraría él. Y que le suministraría la pista para encontrar al asesino. No había tiempo que perder. Ni un sólo minuto. Se levantó y pulsó el intercomunicador.
—¿Noyes? Ven enseguida.
Ni siquiera había soltado el botón y ya le tenía en la puerta.
—Quiero que vengan los diez mejores detectives asignados al caso del Cirujano, para una reunión confidencial en mi despacho. Dentro de media hora.
—A la orden.
Noyes arqueó una ceja, consiguiendo un gesto interrogante que renunciaba a la obsequiosidad.
—Ya lo tengo. Lo he solucionado, Noyes.
Hoyes dejó de mascar chicle.
—Perdone, pero…
—La clave de los asesinatos del Cirujano está en el museo,concretamente en el archivo. ¡Y a saber si el asesino no estará en el mismo sitio! ¡Igual le tienen en plantilla! —Cogió al vuelo la chaqueta— Noyes, vamos derechos para allá. No saben la que les espera.
Smithback fue usando cornisas y blasones para apoyar los pies y las manos, y ascender con lentitud hacia el marco de una de las ventanas del primer piso. Lo logró con mayor dificultad de la esperada, y al precio de un rasguño en una mejilla y un dedo magullado, por no hablar de que se estaba cargando unos zapatos de doscientos cincuenta dólares, fabricados a mano en Italia. Quizá se los pagara el
Times
. La postura —abierto de brazos y de piernas— y el emplazamiento —el muro de la casa— le hacían sentirse desprotegido hasta extremos ridículos. Seguro que hay una manera más fácil de ganar el Pulitzer, pensó. Alcanzó el alféizar con la mano y subió a pulso, gruñendo por el esfuerzo. Era un espacio ancho, en el que se quedó un rato para descansar y observar. La calle seguía vacía. No parecía que le hubiera visto nadie. Giró la cabeza y se fijó en el cristal ondulado de la ventana.
Dentro parecía que reinaran la soledad y la oscuridad más absolutas. En los haces anémicos de luz que penetraban sesgados en el interior flotaba polvo. Al fondo de la sala, Smithback creyó distinguir el contorno de una puerta cerrada, pero no se observaba ninguna señal de lo que pudiera haber al otro lado, en el resto de la casa. Si quería averiguar algo más, tendría que entrar.
¿Qué tenía de malo? Se notaba enseguida que la casa llevaba varias décadas deshabitada. Probablemente ya hubiera revertido al ayuntamiento, y fuera, por lo tanto, propiedad pública. Si se marchaba después de haber llegado tan lejos, tendría que empezar otra vez desde cero. Se le apareció la imagen de su director, empuñando papeles y con los ojos desorbitados por el enfado. Puestos a cobrarles los zapatos, más valía disponer de algo a cambio. Intentó abrir la ventana y, como era previsible, la encontró cerrada con llave (o atascada por los años). Durante un momento de indecisión, volvió a mirar hacia atrás. La idea de bajar por la pared era aún menos atractiva que la experiencia de subir. Lo que se veía por la ventana no le proporcionaba ningún dato. Era imprescindible encontrar la manera de entrar, aunque sólo fuera para echar un vistazo. En el alféizar no podía quedarse toda la vida, eso seguro. Como pasara alguien y le viera…
Justo entonces vio acercarse un coche patrulla por Riverside Drive, pocas manzanas al sur. Ser visto allí arriba no le beneficiaría en nada. En cuanto a bajar, no tenía tiempo. Se dio prisa en quitarse la chaqueta, arrugarla y dejarla hecha una bola en la base de la ventana. Después ejerció presión con un hombro hasta que el cristal se rompió con un ruido seco. Entonces arrancó los trozos, los dejó en el alféizar y se metió por el agujero. Cuando estuvo dentro de la habitación, se quedó de pie y miró por la ventana. Estaba todo tranquilo. Su intrusión había pasado desapercibida. Dio media vuelta y escuchó atentamente. Silencio. Inhaló. Olía a papel viejo de pared, y a polvo; unos olores que no molestaban y tampoco respondían a su previsión de encontrar peste a cerrado. Se llenó los pulmones de aire varías veces.
Piensa en el artículo. Piensa en el Pulitzer. Piensa en Nora. Se propuso efectuar un reconocimiento rápido y salir.
Primero esperó a que se le acostumbrara la vista a la poca luz. Al fondo había una estantería con un sólo libro. Se acercó y lo cogió. Era un manual del siglo XIX sobre moluscos, con una concha dorada grabada en la cubierta. De repente notó que se le aceleraba el pulso: un libro de historia natural. Lo abrió con la esperanza de ver un
ex libris
donde pusiera «Enoch Leng», pero no lo encontró. Hojeó el volumen buscando anotaciones, y al final lo dejó en el mismo sitio. Había llegado el momento de explorar la casa.
Se descalzó con cuidado, dejó los zapatos al lado de la ventana y así, en calcetines, se acercó sigilosamente a la puerta cerrada. Al oír crujir el suelo se detuvo, pero seguía reinando el mismo y profundo silencio. La presencia de alguien en la casa resultaba inverosímil —incluso parecía haberse mantenido a salvo de yonquis y de vagabundos—, pero era de sabios ser prudente.
Puso la mano en el pomo, lo hizo girar con gran lentitud y abrió un resquicio de unos cuantos centímetros entre la puerta y el marco, por el que se asomó. Todo estaba negro. Empujó unpoco más para que la luz de la luna penetrara en el pasillo por la ventana de atrás, y vio que era muy largo, majestuoso, con un papel de pared verde. Las paredes tenían hornacinas doradas, con cuadros protegidos por telas blancas que colgaban de unos marcos muy grandes. Al final del pasillo había una escalera de mármol muy ancha que a partir de cierto punto se disolvía en las tinieblas. La dominaba un bulto con su correspondiente tela blanca. ¿Una estatua, quizá? Aguantó la respiración. Parecía, en efecto, que desde la muerte de Leng la casa hubiera estado cerrada a cal y canto, y deshabitada. Qué fantasmagórico. ¿Podía ser que todo aquello hubiera pertenecido a Leng?
Dio unos pasos por el pasillo, y en ese momento el olor a humedad y polvo se cargó de un matiz menos agradable: el de algo orgánico, dulce, descompuesto. Parecía que el corazón de la casa hubiera muerto al fin de viejo y de podrido. Quizá acertara en sus sospechas, y Leng hubiera escondido los cadáveres de sus víctimas detrás del papel de pared. Se acercó a un cuadro hasta tenerlo al alcance de la mano. Entonces cogió una esquina de la tela blanca y la levantó por curiosidad. Era tan vieja que se deshizo, convertida en una nube de polvo y de jirones. Smithback retrocedió, pero la sorpresa le duró poco. Ante sus ojos apareció una pintura muy oscura. La miró de cerca. Era una escena de lobos devorando a un ciervo en la espesura de un bosque. Pese a la morbosidad de los detalles anatómicos, su factura era excelente y debía de valer una fortuna. Como le había picado la curiosidad, se acercó al siguiente nicho y tiró de la tela, que también se deshizo al ser tocada. En aquella ocasión se trataba de una escena de caza de ballena: un cachalote muy grande con varios arpones clavados, que se revolvía agónicamente y expulsaba un chorro enorme de sangre arterial muy roja mientras sus aletas arrojaban al agua a todo un bote de arponeros.
Smithback no daba crédito a su suerte. Había encontrado un filón. Claro que de suerte no tenía nada, sino que era el resultado de trabajar mucho e investigar a fondo. El domicilio de Leng no lo había descubierto ni el mismísimo Pendergast. Sólo con eso, Smithback ya tenía asegurado su puesto en el
Times
, y quizá salvara del naufragio su relación con Nora. Porque estaba seguro de que, fuera cual fuese la información sobre Leng que buscaban ella y Pendergast, se encontraba allí, en aquella casa.
Esperó con el oído alerta, pero en el piso de abajo no se oía nada. Dio unos cuantos pasos cortos y silenciosos por la alfombra del pasillo, y al llegar a la estatua cubierta del comienzo de la andilla levantó la mano y cogió la tela. Estaba igual de podrida que las demás, y al deshacerse formó un montoncito en el suelo, mientras flotaba por el aire una nube de polvo, podredumbre seca.
Al principio, al ver lo que había debajo, experimentó un escalofrío de miedo e incomprensión, hasta que su cerebro empezó a procesar lo que veía. De hecho, sólo era un chimpancé disecado colgando de la rama de un árbol. Las polillas y las ratas habían roído casi toda la cara, dejando agujeros que llegaban hasta el hueso de color marrón. También faltaban los labios, cuya ausencia confería al chimpancé una sonrisa agónica de momia, hecha toda de dientes. Una de las dos orejas sólo se aguantaba por un hilo de carne seca. La vio caer al suelo con un ruidito sordo. El chimpancé tenía en una mano una fruta de cera, y con la otra se tocaba la barriga como si le doliera. Lo único que parecía vivo eran los ojos, cuentas de cristal que miraban a Smithback con la intensidad de la locura. Notó que se le aceleraba el pulso. De hecho, Leng había sido taxonomista, coleccionista y miembro del Lyceum. ¿También tenía su propia colección, como McFadden y los demás? ¿Lo que se llamaba un «gabinete de curiosidades»? Aquel chimpancé que se caía a trozos, ¿formaba parte de ella?
Volvió a quedar indeciso unos instantes. ¿Qué hacer? ¿Marcharse? Se apartó del chimpancé dando un paso hacia atrás y miró por la escalera. Aparte de la poca luz que se filtraba por los tablones de madera y los postigos cerrados, la oscuridad era total. Poco a poco discernió el contorno vago de lo que parecía un gran salón, con su parquet de roble incluido y, como alfombras, algunas pieles exóticas, de cebra, león, tigre, oryx y puma. Había varios objetos repartidos por la estancia, oscuros y con su correspondiente tela blanca. Las paredes, revestidas de madera, presentaban una sucesión de armarios antiguos, con las puertas de cristal ondulado. Encima de los armarios había una serie de objetos borrosos dentro de vitrinas, cada uno con su placa de latón al pie.
Era una colección, en efecto: la de Enoch Leng.
Se quedó donde estaba, con la mano en el pomo de la barandilla. A pesar de la impresión de que en aquella casa hacía cien años Que nadie tocaba nada, el corazón le decía que no llevaba tanto tiempo deshabitada. Era una sensación como de que la cuidaran, de que estuviera a cargo de alguien. Urgía dar media vuelta y salir.
Sin embargo, el silencio era profundo, y Smithback vaciló. Las colecciones del piso de abajo se merecían una ojeada, aunque fuera muy rápida. El interior de la casa, y sus colecciones, estaban destinados a desempeñar un papel importante en su artículo. Decidió bajar unos minutos —los mínimos— para ver qué había debajo de algunas de las telas. Dio un paso con cautela, otro… y oyó un clic muy suave a su espalda. Entonces se giró con el corazón a punto de salírsele del pecho.
Al principio parecía que estuviera todo igual, hasta que se dio cuenta de que debía de haberse cerrado la puerta por donde había entrado, y suspiró de alivio: había entrado una ráfaga de viento por la ventana rota, y la había cerrado.
Siguió bajando por la escalinata de mármol sin soltar la barandilla, y se quedó al pie del último escalón con los ojos muy abiertos, escudriñando una oscuridad todavía más densa. Parecía que abajo apestara más a podredumbre y descomposición. Su mirada recayó en un objeto que ocupaba el centro de la sala. Se acercó un paso sin dejar de observarlo… y de repente vio qué era: el espécimen completo de un dinosaurio carnívoro de pequeño tamaño. Destacaba por su buen estado de conservación: en los huesos aún había carne fosilizada, y no sólo se observaban algunos órganos internos, sino grandes superficies de piel, todo ello, igualmente, en estado fósil. A su vez, la piel mostraba el contorno inconfundible de algunas plumas.
Smithback no salía de su asombro. Era un espécimen increíble, de valor científico incalculable. Algunos científicos postulaban desde hacía poco tiempo la posibilidad de que algunos dinosaurios, entre ellos el tiranosaurio, tuvieran el cuerpo cubierto de plumas. Pues bien, ahí estaba la prueba. Miró hacia abajo y vio una etiqueta de latón que decía: «Coeloraptor desconocido de Red Deer River, Alberta, Canadá».
A continuación se fijó en los armarios, y vio una serie de calaveras humanas. Se acercó un poco más. En la plaquita de latón de debajo rezaba: «Serie de homínidos de la cueva de Swartkopje, Sudáfrica». Estaba pasmado. Sabía bastante de fósiles de homínidos para constarle que eran casi inexistentes. Aquella docena de calaveras eran de las más completas que hubiera visto, y revolucionarían los estudios sobre homínidos.