Read Los asesinatos e Manhattan Online
Authors: Lincoln Child Douglas Preston
Tags: #Intriga, Misterio, Policíaca
Delante de la mesa, dando la espalda a Pendergast, había una persona sentada. Su cabello descendía desde el cráneo hasta los hombros encorvados, largo, blanco, enredado y muy fuerte. Chac. Pendergast se apoyó en la estantería que tenía más cerca y, manteniendo las distancias por educación, dio unos golpecitos con la mano en el metal.
—Oigo llamar por la puerta del sur —dijo, citando
Macbeth
, la persona de la mesa, con una voz aguda pero evidentemente masculina.
No giró la cabeza. Chac. Pendergast volvió a llamar con los nudillos.
—¡Ya voy! ¡Que ya voy! —contestó el hombre.
Chac.
La tercera vez, Pendergast llamó con más fuerza, y el hombre enderezó los hombros con un suspiro de irritación.
—¡Despierta a Duncan con tus golpes! —exclamó—. ¡Ah, si tú pudieras!
A continuación dejó sobre la mesa unas tijeras de bibliotecario y el viejo libro que había estado encuadernando, y se volvió. Tenía las cejas finas, tan blancas como su melena, y el iris de los ojos de un color amarillento que le confería una mirada como de león, casi salvaje. Al ver a Pendergast, apareció una sonrisa en su arrugado rostro. Después se fijó en el paquete de debajo del brazo del agente, y la sonrisa se ensanchó aún más.
—¡Caramba, si es el agente especial Pendergast! —exclamó—. El agente superextraespecial Pendergast!
Pendergast inclinó la cabeza.
—¿Qué tal, Wren?
—Muy bien, muy bien, gracias. —El tal Wren señaló el carrito con una mano huesuda, y en concreto el montón de libros viejos pendientes de reparación—. Aunque hay tan poco tiempo, y tantas criaturas por curar…
La biblioteca central de Nueva York daba cobijo a muchos personajes extraños, pero ninguno como el fantasma conocido como Wren. Por lo visto no se sabía nada de él, ni si Wren era su nombre o su apellido, ni si se llamaba así de verdad. Tampoco había nadie que supiera dónde comía, ni qué (corrían rumores de que se alimentaba de cola para libros). Lo único que se podía decir de él era que nunca le habían visto salir de la biblioteca, y que tenía una intuición especial para encontrar los tesoros ocultos del séptimo nivel.
Wren observó al recién llegado con una mirada penetrante de halcón en sus ojos amarillentos.
—Le veo cambiado —dijo.
—No me extraña.
Pendergast no añadió nada más. Tampoco parecía que Wren lo esperara.
—Bueno, bueno. ¿Le sirvió de algo el…? ¿Qué era? Ah, sí, un viejo informe de la compañía de aguas de Broadway y unos opúsculos de Five Points.
—Sí, de mucho.
Wren señaló con gestos el paquete.
—¿Qué, qué me presta hoy,
Hypocrite lecteur
.
Pendergast se apartó de la estantería y se sacó el paquete de debajo del brazo.
—Es un manuscrito de
Ifigenia en Áulide
traducido del griego antiguo al vernáculo.
Wren escuchaba sin mostrar ninguna emoción.
—Fue iluminado en el monasterio de la Sainte-Chapelle, a finales del siglo catorce. Es uno de los últimos manuscritos en los que trabajaron antes del incendio de mil trescientos noventa y siete.
En los ojos amarillentos del anciano se despertó una chispa de interés.
—El papa Pío tercero se interesó por el libro, lo declaró sacrílego y mandó quemar todos los ejemplares. También destaca por las marcas y los dibujos que pusieron los escribas en los márgenes del manuscrito. Dicen que representan el texto perdido del cuento del cocinero de Chaucer, que nos ha llegado fragmentariamente.
De repente la chispa de interés se avivó hasta las llamas. Wren tendió las manos, pero Pendergast mantuvo el paquete fuera de su alcance.
—A cambio sólo le pido un favor.
Wren volvió a flexionar los brazos.
—Por supuesto.
—¿Le suena de algo el legado Wheelwright?
Wren frunció el entrecejo y negó con la cabeza, haciendo bailar sus rizos blancos.
—De mil ochocientos sesenta y seis a mil ochocientos noventa y cuatro fue director de la oficina del catastro de Nueva York. Tenía fama de amigo de lo ajeno. Al final legó a la biblioteca muchísimos folletos, circulares, carteles y publicaciones periódicas en general.
—Será por eso por lo que no me suena el nombre —contestó Wren—. Tal como lo describes, no parece material muy valioso.
—Wheelwright adjuntó al legado un donativo en metálico de cierta consideración.
—Que es la razón de que aún exista.
Pendergast asintió.
—Pero lo lógico es que esté en el séptimo nivel.
Pendergast volvió a asentir.
—¿Por qué le interesa,
Hypocrite lecteur
?
—Según las necrológicas, Wheelwright dejó a medias una obra histórica sobre los grandes terratenientes de Nueva York. Se documentaba guardando copias de las escrituras de todas las casas de Manhattan que habían pasado por sus manos y valían más de mil dólares. Tengo que consultarlas.
La expresión de Wren se volvió más perspicaz.
—Pues lo lógico sería pedir la información en la Historical Society de Nueva York.
—Sí, en teoría sí, pero resulta que hay algunas escrituras que no están en el archivo, aunque no esté justificado: concretamente, una franja de solares de Riverside Drive. He hecho que me los buscara un empleado de la Historical Society, pero no estaban. Se disgustó mucho al ver que no los tenía.
—Y ahora viene a verme a mí.
La respuesta de Pendergast fue enseñar el paquete. Wren se lo arrebató, le dio vueltas con devoción y rasgó el envoltorio con su cuchillo. Después dejó el paquete encima de la mesa y empezó a retirar el protector de burbujas, pero con mucho cuidado. De repente parecía que ya no se acordara de Pendergast.
—Dentro de cuarenta y ocho horas volveré para consultar el legado… y llevarme el manuscrito iluminado —dijo el agente.
—Puede que tarde más —repuso Wren dándole la espalda—. Que yo sepa, el legado ya no existe.
—Tengo mucha fe en sus recursos.
Tras musitar algo inaudible, Wren se puso los guantes, abrió con delicadeza los cierres de esmalte alveolado y dedicó una mirada ávida a las páginas manuscritas.
—Ah,Wren…
El tono de Pendergast tenía algo que hizo que el anciano mirara por encima del hombro.
—¿Me permite una sugerencia? Empiece buscando el legado, y luego disfrute con el manuscrito. Acuérdese de lo que pasó hace dos años.
El rostro de Wren adoptó una expresión indignada.
—Agente Pendergast, ya sabe que siempre antepongo sus intereses a todo lo demás.
Pendergast escrutó el arrugado y vivo rostro, cuya expresión era de ofensa.
—Ya lo sé.
Y, repentinamente, desapareció en la penumbra de las estanterías. Los ojos amarillentos de Wren parpadearon, y volvió a concentrarse en el manuscrito iluminado. Conocía perfectamente la localización del legado. De hecho, sólo tardaría un cuarto de hora en encontrarlo. Disponía, por lo tanto, de cuarenta y siete horas y cuarenta y cinco minutos para examinar el manuscrito. Enseguida volvió a quedar todo en silencio. Casi parecía que la presencia de Pendergast hubiera sido un sueño.
Caminaba por Riverside Drive con pasos cortos y precisos, marcando el ritmo en el asfalto con la puntera metálica de su bastón. Estaba amaneciendo sobre el río Hudson. El sol teñía el agua de un color rosa aceitoso. En el aire frío del otoño, los árboles de Riverside Park no se movían ni hacían ningún ruido. Respiró hondo, y su sentido del olfato desmenuzó el bosque sin senderos de los olores urbanos: brea y gasóleo subiendo del río, la humedad del parque, el olor agrio de las calles…
Se metió por una calle corta, en la que se detuvo. La naciente luz del día no iluminaba ni a un alma. Oía el ruido del tráfico a una manzana, en Broadway, y veía el brillo lejano de las tiendas, pero en el lugar donde estaba reinaba un gran silencio. Casi todos los edificios de la calle estaban abandonados. De hecho, el suyo tenía al lado un solar que muchos años antes había estado ocupado por un pequeño picadero, lugar de reunión de las jóvenes más ricas de Manhattan. Naturalmente que del picadero ya hacía tiempo que no quedaba ni rastro, pero ahora el solar lo ocupaba una vía de servicio pequeña y sin nombre que daba al cuerpo central de Riverside, y que tenía la utilidad de aislar su edificio del tráfico. La isla formada por la vía de servicio tenía césped, árboles y una estatua de Juana de Arco. Era uno de los puntos menos conocidos de la isla de Manhattan; un punto que quizá él fuera el único en tener presente. Entre sus demás ventajas se contaba la de ser escenario de las correrías nocturnas de varias pandillas, y de tener fama de peligroso. Todo ello oportunísimo.
Se metió por una entrada de carruajes, y luego por una puerta lateral, hasta llegar a un espacio húmedo. A tientas (estaba oscuro, con las ventanas cerradas con tablones) recorrió un pasillo seguido por otro que le llevó a la puerta de un armario. La abrió. Estaba vacío. Entró e hizo girar un pomo en la pared del fondo. La puerta se abrió en silencio, y aparecieron unos escalones de piedra en sentido descendente.
Se detuvo al pie de la escalera y palpó el muro hasta que sus dedos encontraron el interruptor, viejísimo. Lo hizo girar, y se encendieron varias bombillas desnudas que iluminaron un antiguo pasadizo de piedra, frío y con regueros de humedad condensada. Colgó el abrigo negro en un gancho de latón, dejó el bombín al lado, en la percha al efecto, y, a continuación, introdujo el bastón en un paragüero. Sólo entonces, con pasos que resonaban por las superficies de piedra, recorrió el pasadizo hasta llegar a una puerta de hierro macizo, dotada en su parte superior de una mirilla rectangular.
La mirilla estaba cerrada.
Se quedó un rato fuera. Luego buscó una llave en el bolsillo, abrió la puerta de hierro y la empujó. La luz, al penetrar en la celda, hizo dibujarse un suelo manchado de sangre, y cadenas y grilletes arrojados de cualquier manera, formando un desorden de tiras de metal. La habitación estaba vacía. Naturalmente. Al mirarla, sonrió. Estaba todo listo para el siguiente ocupante.
Ajustó la puerta y volvió a cerrarla con llave. Luego, a través del pasadizo, accedió a una sala grande, subterránea. Tras encender la luz, que era potente, se acercó a una camilla de acero inoxidable. Encima había una cartera de estilo antiguo, y dos libros de contabilidad encuadernados en plástico rojo barato. Cogió el de encima y lo hojeó con sumo interés. ¡Qué espléndida ironía! En principio aquellos cuadernos deberían haber perecido tiempo atrás entre las llamas. En manos de la persona equivocada podrían haber sido altamente perjudiciales. Eso si él no hubiera aparecido en el momento justo. Ahora volvían a estar donde tenían que estar.
Dejó el libro y abrió la valija con mayor lentitud. Dentro, en un lecho humeante de hielo seco, había un recipiente cilindrico de plástico gris, sencillo, de los de hospital. Se puso unos guantes de látex, sacó el recipiente del maletín, lo dejó en la camilla y lo abrió. Introdujo la mano y extrajo con cautela infinita algo alargado, gris y fibroso. De no ser por la sangre y el tejido que aún tenía adheridos, aquella masa habría recordado un cable grueso como los que aguantan los puentes, con miles de filamentos minúsculos en la capa externa veteada de rojo. Sus labios se curvaron un poco al sonreír, y le brillaron los ojos claros, que miraban sin parpadear. Levantó la masa hacia la luz, que la atravesó y la hizo brillar. Acto seguido se la llevó a un lavadero y la irrigó suavemente con una botella de agua destilada, para quitar los trozos de hueso y demás despojos. Lo siguiente fue introducir el órgano limpio en una máquina grande, cerrar la tapa y encenderla. Entonces, en la sala de piedra, sonó un zumbido agudo, señal de que los tejidos estaban siendo reducidos a una pasta.
A intervalos regulares consultaba una libreta, y luego, con movimientos diestros y precisos, añadía productos químicos a través de la tapa de la máquina. La pasta se hizo más blanca, y se aclaró. Entonces, con gestos igual de precavidos, la vertió en un tubo largo de acero inoxidable que dejó al lado, en un centrifugador. Cerró la tapa de este último y encendió un interruptor. El zumbido que produjo el aparato se agudizó muy deprisa, hasta acabar estabilizándose.
El proceso de extraer el suero por centrifugación duraría veinte minutos y medio. Sólo era la primera etapa de otro más largo. Había que mantener la más escrupulosa precisión. El mínimo error, en la etapa que fuera, se agravaría por sí sólo hasta volver inservible el resultado. No obstante, y como había decidido que en adelante toda la extracción se haría en el laboratorio y no
in situ
, estaba convencido de que la regularidad no sólo se mantendría, sino que mejoraría. Se colocó ante el lavadero, en cuyo interior había una toalla grande y enrollada con pulcritud. La cogió por el borde, la levantó y dejó que se desenrollara, permitiendo que cayeran en el lavadero media docena de escalpelos manchados de sangre. Empezó a limpiarlos sin prisa, con cariño. Eran de los antiguos, pesados y bien equilibrados; no tan prácticos, por supuesto, como los modelos japoneses actuales, pero agradables a la mano. Y con un afilado duradero. Los instrumentos viejos seguían teniendo su lugar, hasta en una época de máquinas secuenciadoras del ADN.
Tras dejar los escalpelos en un autoclave, para secarlos y esterilizarlos, se quitó los guantes, se lavó las manos muy a fondo y se las secó con una toalla de hilo. Echó un vistazo al centrifugador, a fin de vigilar la operación. Después se acercó a un armario pequeño, lo abrió y sacó un papel, que dejó en la camilla, junto al maletín. Tenía escritos cinco nombres en letra muy elegante:
Pendergast
Kelly
Smithback
O'Shaughnessy
Puck
El último nombre ya estaba tachado. Se sacó del bolsillo una pluma estilográfica de esmalte con incrustaciones, y pulcra, formalmente, con unos dedos largos y delgados, trazó una línea de hermosa precisión por toda la longitud del cuarto nombre, rematándola con una fioritura.
Smithback se entretenía en desayunar en su cafetería favorita del barrio, consciente de que el museo no abría hasta las diez. Volvió a repasar las fotocopias de los artículos que había recogido en números viejos del
Times
. Cuanto más los leía, más seguro estaba de que los asesinatos antiguos eran obra de Leng. Hasta concordaba la geografía: la mayor parte de los asesinatos se habían producido en el Lower East Side y en la fachada fluvial, lo más lejos que se pudiera concebir de Riverside Drive.