Read Los asesinatos e Manhattan Online
Authors: Lincoln Child Douglas Preston
Tags: #Intriga, Misterio, Policíaca
—Vamos a tomar otra ronda.
—Para mí un Powers.
—Bueno, como quiera. Sigo invitando yo.
Esperaron a que les trajeran la segunda ronda.
—¿Qué tal en el periódico? —preguntó O'Shaughnessy.
—Fatal. El
Post
me ha robado la exclusiva. Y dos veces.
—Sí, me he dado cuenta.
—Me habría ido de perlas que me ayudaran, Patrick. Estuvo muy bien avisarme por teléfono de lo de la calle Doyers, pero no conseguí entrar.
—Oiga, que yo le di el chivatazo. Lo de meterse allí ya es cosa de usted.
—¿Cómo consiguió Harriman la exclusiva?
—Ni idea. Sólo sé que a usted le odian. Le culpan de haber provocado los asesinatos por imitación.
Smithback negó con la cabeza.
—Seguro que dentro de nada me echan.
—¿Por una exclusiva? No.
—Dos. Además, no sea tan ingenuo, Patrick, que esto de la prensa es un mundo que está lleno de vampiros, y o chupas sangre o te la chupan.
La metáfora no había acabado de sonar como quería Smithback, pero su contenido estaba claro. O'Shaughnessy se rió sin ganas.
—Sí, también sería una manera de describir mi profesión. —Se puso más serio—. Pero ya sé qué es que te echen.
Smithback se inclinó y adoptó una expresión de confidencialidad. Había llegado el momento de presionar un poco.
—¿Y la teoría de Pendergast?
O'Shaughnessy bebió un poco de whisky. Parecía haber tomado una decisión interna.
—Si se lo cuento, ¿usará sus recursos para ver si hay alguna posibilidad de que sea verdad?
—Cuente conmigo. Haré todo lo que pueda.
—¿Y guardará el secreto? ¿No escribirá ningún artículo, al menos de momento?
Smithback consiguió asentir, aunque le doliera.
—Bueno. —O'Shaughnessy negó con la cabeza—. Aunque, de hecho, tampoco lo podría publicar, porque es impublicable.
Smithback asintió.
—Ya.
Cada vez tenía mejor pinta. O'Shaughnessy le miró.
—Según Pendergast, el tío ese, Leng, aún está vivo. Dice que consiguió alargarse la vida.
Al oírlo, Smithback se quedó frío, anonadado por la decepción.
—Maldita sea, pues sí que es una locura, sí. Vaya ridiculez.
—Ya le había avisado.
Le embargó la desesperación. Era peor que nada. Pendergast estaba fuera de sus cabales. Todo el mundo sabía que había un asesino por imitación suelto por la ciudad. ¿Vivo, Leng, después de siglo y medio? Tuvo la impresión de que la noticia que buscaba se alejaba a marchas forzadas, y apoyó la cabeza en las dos manos.
—¿Cómo?
—Según Pendergast, el análisis de los huesos de la calle Doyers, el informe de la autopsia de la calle Catherine y los resultados de la de Doreen Hollander coinciden punto por punto en las marcas.
Smithback seguía negando con la cabeza.
—¿O sea, que Leng lleva matando… ciento treinta años?
—Según Pendergast, sí. Dice que aún vive por Riverside Drive.
Smithback se quedó un rato callado, jugando con las cerillas. A Pendergast le hacían falta unas largas vacaciones.
—Le ha pedido a Nora que examine escrituras antiguas y encuentre las casas de antes de mil novecientos que no se dividieron en apartamentos. Busca escrituras de propiedad que lleven muchísimo tiempo sin pasar por ningún trámite.
Pues menuda pérdida de tiempo, pensó Smithback. ¿Qué mosca le ha picado a Pendergast? Se acabó la copa, que ya no le sabía a nada.
—No se olvide de lo que me ha prometido. ¿Lo investigará? ¿Buscará en las necrológicas y consultará números viejos del
Times
por si hay algo, aunque sea poco? ¿Se enterará de si hay la más remota posibilidad de que Pendergast tenga razón?
—Sí, descuide.
Vaya con la bromita. Ahora Smithback se arrepentía de haber dado su consentimiento, porque sólo significaría más tiempo perdido.
O'Shaughnessy puso cara de alivio.
—Gracias.
Smithback se guardó las cerillas en el bolsillo, apuró la copa e hizo señas al camarero.
—¿Qué se debe?
—Noventa y dos dólares —dijo el camarero, cariacontecido.
Sin tíquet, como de costumbre. Smithback estaba seguro de que una buena parte se la embolsaba el propio camarero.
—¡Noventa y dos dólares! —exclamó O'Shaughnessy—. ¿Cuántas copas se había tomado antes de llegar yo?
—Patrick, en esta vida lo bueno nunca es gratis —dijo Smithback, apenado—. Y el malta escocés de verdad, menos que nada.
—Piense en los niños que se mueren de hambre.
—Y usted en los periodistas que se mueren de sed. La próxima vez, invita usted. Sobre todo si vuelve a venir con algo igual de descabellado.
—Ya le había avisado. Ah, y espero que no le moleste que tomemos Powers, porque una cuenta así no la paga un irlandés ni muerto. Los únicos capaces de cobrar tanto por una copa son los escoceses.
Smithback, pensativo, se metió por la avenida Columbus, y de repente dejó de caminar. La teoría de Pendergast era absurda, pero le había dado una idea. Con tanto barullo sobre los asesinatos por imitación y los descubrimientos de la calle Doyers, nadie habíaseguido seriamente la pista de Leng. ¿Quién era? ¿De dónde era? ¿Dónde se había licenciado en medicina? ¿Qué relación tenía con el museo? ¿Dónde vivía?
Buena idea, sí señor. Un artículo sobre el doctor Enoch Leng, asesino en serie. Eso sí que era dar en el clavo. Podía ser perfectamente lo que le salvara de ser despedido del
Times
.
Cuanto más lo pensaba, mejor le parecía. En cuanto a fechas, Leng era anterior a Jack el Destripador. «Enoch Leng: retrato del primer asesino en serie de Estados Unidos.» Podía dar para un artículo de portada en el dominical del
Times
. Así mataría dos pájaros de un tiro: por un lado, cumplía su promesa de investigar para O'Shaughnessy, y, por el otro, se informaba sobre Leng. Y sin faltar a la discreción con nadie, naturalmente que no; porque, una vez establecida la fecha de la muerte del doctor, la teoría descabellada de Pendergast ya no se sostendría.
De repente tuvo un escalofrío de miedo. ¿Y si Harriman ya estaba investigando al mismo personaje? Más le valía poner manos a la obra cuanto antes. Al menos tenía una ventaja muy grande sobre Harriman: que investigando era un hacha. Empezaría por la hemeroteca del periódico, buscando breves, menciones a Leng, Shottum o McFadden. Buscaría, también, asesinatos que coincidieran con el
modus operandi
de los de Leng: la disección de la médula espinal, que era su marca de fábrica. Además, seguro que había más víctimas que las que habían aparecido en las calles Catherine y Doyers, y quizá en algunos casos se hubieran descubierto y lo recogiera la prensa de la época.
Otra fuente era el archivo del museo, que Smithback, gracias a proyectos de libros anteriores, se conocía al dedillo. Leng había tenido relación con el museo. En cuanto a información, el archivo era una mina de oro. Sólo había que saber buscar.
De paso conseguía otra ventaja: la posibilidad de darle a Nora los datos que buscaba sobre el lugar de residencia de Leng. Ese gesto podía ser la manera de volver a encarrilar su relación. Y a saber si al mismo tiempo no encarrilaría la investigación de Pendergast.
En el fondo, la entrevista con O'Shaughnessy no había sido una pérdida de tiempo.
La calle Doce Este era la típica calle del East Village, pensó O'Shaughnessy al meterse por ella desde la Tercera Avenida: una mezcla de punkis, aspirantes a poeta, reliquias de los sesenta y gente de toda la vida que no tenía ni fuerzas ni dinero para cambiar de barrio. Desde hacía unos años, la calle había mejorado un poco, pero entre las tiendas y los bares de fumadores de porros, y las de discos de segunda mano, seguían predominando las casas hechas polvo. Caminó más despacio, observando a los transeúntes: turistas de la cutrez con falsa pose de duros, punkis entrados en años con crestas rojas pasadísimas de moda, artistas con manchas de pintura en los vaqueros y lienzos bajo el brazo, skinheads equipados con ropa de cuero y colgajos dorados… Parecía que le esquivasen. En una calle de Nueva York, no había nada que destacara tanto como un policía de paisano, aunque estuviera suspendido de sus funciones y sometido a una investigación.
Vio la farmacia: minúscula, de ladrillos pintados de negro, y metida con calzador entre casas antiguas de piedra que parecían sucumbir al peso de innumerables capas de grafitis. El escaparate estaba casi tapado por el polvo, y lleno de cajas y expositores viejos, tan descoloridos por el tiempo y el sol que ya no se podían leer las etiquetas. Encima del escaparate, en letras pequeñas y sucias, se anunciaba NEW AMSTERDAM CHEMISTS.
O'Shaughnessy se detuvo y examinó el escaparate. Parecía mentira que sobreviviera una reliquia así, habiendo una Duane Reade a la vuelta de la esquina. No daba la impresión de que entrara ni saliera nadie. La farmacia New Amsterdam parecía muerta.
Siguió caminando y se acercó a la puerta. Había un timbre, yun letrero pequeño que decía SÓLO EN EFECTIVO. Pulsó el timbre y lo oyó sonar al fondo, muy al fondo. Tras una eternidad de silencio, se oyeron pasos arrastrados y el ruido de una cerradura. Entonces se abrió la puerta y apareció un hombre, o lo que a O'Shaughnessy le pareció que era un hombre: tenía la cabeza como una bola de billar, y llevaba ropa masculina, pero su rostro presentaba una neutralidad extraña que hacía difícil atribuirle un sexo.
El hombre se giró sin decir nada y volvió a alejarse arrastrando los pies. O'Shaughnessy le siguió, mirando con curiosidad a izquierda y derecha. Había pensado que se trataría de una farmacia antigua, con estanterías de madera llenas de aspirinas y linimentos, pero encontró una ratonera inverosímil, con montones de cajas, telarañas y polvo. Se aguantó la tos y, siguiendo un recorrido complicado, llegó al fondo, donde encontró un mostrador de mármol que casi tenía tanto polvo como el resto del local. La persona que le había abierto la puerta se había colocado detrás. En la pared del fondo había cajas amontonadas a la altura del hombro. O'Shaughnessy forzó la vista para leer las etiquetas de papel que tenía cada caja sobre una placa de cobre: amaranto, nuez vómica, ortiga, verbena, eléboro, hierba mora, narciso, zurrón de pastor y trébol. En la pared de al lado había centenares de vasos de precipitados de cristal, y debajo, varias hileras de cajas con símbolos químicos escritos con rotulador rojo.
El hombre —parecía más fácil considerarle así— observó a O'Shaughnessy con una mirada expectante en su cara blanca y fofa.
—O'Shaughnessy, asesor del FBI —dijo, enseñando la identificación que le había conseguido Pendergast—. Si no le molesta, me gustaría hacerle unas preguntas.
El hombre examinó la identificación, y O'Shaughnessy temió que fuera a cuestionarla, pero al final se limitó a encogerse de hombros.
—¿Qué tipo de clientela tiene? ¿Médicos, por ejemplo?
El hombre hizo una mueca.
—No, ninguno. Más que nada es gente rara. También vienen químicos, y gente aficionada. De los que compran suplementos nutritivos.
—¿Tiene algún cliente que vista a la antigua, o de manera rara?
El hombre, mediante un gesto vago, se refirió a la calle Doce Este.
—Por allá visten todos de manera rara.
O'Shaughnessy pensó un poco.
—Estamos investigando unos asesinatos de hace mucho tiempo más o menos de finales del siglo diecinueve. Quería saber si tiene algún registro antiguo que se pueda examinar, con listas de clientes o algo por el estilo…
—Podría ser —dijo el hombre.
Tenía la voz aguda, resollante. La respuesta pilló a O'Shaughnessy por sorpresa.
—¿Qué quiere decir?
—En mil novecientos veinticuatro se quemó del todo la farmacia, y después de reconstruirla, mi abuelo (que entonces era el titular) empezó a guardar los archivos en una caja fuerte antiincendios. Luego la farmacia pasó a mi padre, y la caja fuerte ya no se usó mucho. De hecho, a mi padre sólo le servía para guardar pertenencias de mi abuelo. Se murió hace tres meses.
—Lo siento —dijo O'Shaughnessy—. ¿De qué murió?
—Dijeron que de un derrame. Bueno, pues resulta que a las pocas semanas vino un anticuario, rondó por la farmacia y compró unos cuantos muebles. Al ver la caja fuerte me ofreció mucho dinero a cambio, pero sólo si dentro había algo con valor histórico. Hubo que taladrarla. —El dependiente se despejó la nariz—. Pero no había gran cosa. Yo, la verdad, esperaba que salieran… no sé, monedas de oro, o valores, o bonos antiguos… Se llevó una decepción, y se marchó.
—Entonces, ¿qué había dentro?
—Papeles. Libros de contabilidad, y esas cosas. Por eso le he dicho que podía ser.
—¿Me la dejaría mirar?
El dueño se encogió de hombros.
—Por mí…
La caja estaba al fondo, en una sala mal iluminada, entre montones de cajas mohosas y de cajones de embalar medio podridos. Llegaba hasta el hombro, y era verde, de un metal muy grueso. La perforación del mecanismo de cierre había dejado un agujero cilindrico y brillante. El farmacéutico abrió la puerta y se apartó, dejando pasar a O'Shaughnessy, que se puso de rodillas y miró el interior de la caja. Flotaba tanto polvo que parecía un velo. El contenido se perdía en la oscuridad.
—¿Se podrían encender más luces? —preguntó O'Shaughnessy.
—Es que no hay más.
—Pues… ¿tiene a mano una linterna?
El dependiente negó con la cabeza.
—Aunque… Espere.
Se marchó arrastrando los pies, y volvió al minuto con una vela encendida, en un candelero de latón.
Esto es alucinante, pensó O'Shaughnessy. Sin embargo, cogió la vela musitando «Gracias» y la introdujo en la caja fuerte.
Teniendo en cuenta lo grande que era, estaba bastante vacía. Movió la vela e hizo inventario mental del contenido. En una esquina, periódicos viejos amontonados. Varios fajos pequeños de papeles amarillentos. Varias hileras de libros de contabilidad con aspecto de viejos. Dos libros más modernos, con encuademación chillona en rojo. Media docena de cajas de zapatos con fechas escritas a mano en los costados.
Dejó la vela en el suelo de la caja y echó mano ansiosamente a los libros viejos de contabilidad. El primero que abrió era un simple inventario del año 1925: páginas y páginas de entradas con caligrafía fina y nerviosa. Los demás volúmenes se le parecían: inventarios semestrales que concluían en 1942.