Read Los asesinatos e Manhattan Online
Authors: Lincoln Child Douglas Preston
Tags: #Intriga, Misterio, Policíaca
—¿Adónde vamos? —preguntó Smithback.
—Al cementerio Gates of Heaven.
Tardaron media hora en salir de Manhattan e internarse en el desnudo paisaje invernal de las colinas de Westchester; media hora durante la que Pendergast no se movió ni abrió la boca, enfrascado como estaba en sus propios pensamientos. Al fin cruzaron la verja de metal oscuro y empezaron a subir por la suave cuesta de una colina. Detrás había otra, y luego otra: una gran ciudad de los muertos, llena de panteones y voluminosas tumbas. Finalmente, el coche se detuvo en un rincón apartado del cementerio, en una loma sembrada de lápidas de mármol blanco y elegantes panteones.
Pendergast bajó y les guió por un sendero muy cuidado que llevaba a una hilera de tumbas recientes. Consistían en montones alargados de tierra helada, dispuestos con precisión geométrica y sin lápidas ni flores ni ninguna clase de indicador aparte de un pincho en la cabecera. Cada pincho tenía un marco de aluminio con un letrero de cartón, y cada letrero, un número que con la humedad y el moho ya se había puesto borroso.
Recorrieron la hilera de tumbas hasta llegar a la número 12, donde Pendergast se detuvo, inclinó la cabeza y juntó las manos como si rezara. El sol de invierno, débil y lejano, brillaba entre las ramas retorcidas de los robles. La loma se difuminaba en la niebla.
—¿Dónde estamos? —preguntó Smithback, mirando alrededor—. ¿De quién son las tumbas?
—Es donde Fairhaven enterró los treinta y seis esqueletos de la calle Catherine. Una medida muy inteligente. Para exhumar un cadáver hace falta una orden judicial, y un proceso largo y difícil. Lo único preferible era incinerarlos, y claro, eso la ley no se lo permitía. Fairhaven no quería que estos esqueletos estuvieran al alcance de nadie.
Pendergast hizo un gesto con la mano.
—Esta, la número doce, es la última morada de Mary Greene. Ya tiene quien la recuerde.
Metió una mano en el bolsillo y sacó un papelito arrugado en forma de acordeón, que la brisa hizo temblar levemente. Lo sostuvo sobre la tumba como si se tratase de una ofrenda.
—¿Qué es? —preguntó Smithback.
—El arcano.
—¿El qué?
—La fórmula de Leng para alargar la vida humana. Perfeccionada. Ya no requiere el uso de donantes humanos. Por eso dejó de asesinar en mil novecientos treinta y cinco.
Se hizo un silencio durante el cual Nora y Smithback se miraron.
—Al final Leng lo consiguió. Sólo fue posible a finales de los años veinte, cuando tuvo acceso a determinados opiáceos de síntesis y otras sustancias bioquímicas. Con esta fórmula ya no le hacían falta víctimas. Para Leng, matar no era ningún placer. Era un científico. Los asesinatos sólo eran una necesidad, que lamentaba. No como Fairhaven, que está claro que disfrutaba.
Smithback miraba el papel con expresión incrédula.
—¿Va a decirme que tiene en la mano la fórmula de la vida eterna?
—La «vida eterna» no existe, señor Smithback, al menos en este mundo. Este tratamiento extendería el ciclo vital humano, aunque ignoro en qué medida. Al menos un siglo, y es posible que más.
—¿Dónde la ha encontrado?
—Estaba escondida en la casa. Tal como supuse. Sabía que Leng no la habría destruido, que se habría guardado una copia. —Pareció que la expresión de conflicto interno de Pendergast se agudizaba—. Tenía que encontrarla. Dejar que cayese en otras manos habría sido…
Dejó la frase a medias.
—¿La ha mirado? —preguntó Nora.
Pendergast asintió.
—¿Y bien?
—Bioquímicamente es bastante sencilla. Se usan productos químicos que están a la venta en cualquier farmacia bien surtida. Es una síntesis orgánica que, con el equipo necesario, podría realizar cualquier licenciado; pero hay un truco, un giro original, que hace que sea difícil que vuelva a descubrirse de manera independiente, al menos a corto plazo.
Hubo un momento de silencio.
—¿Qué va a… qué vamos a hacer? —musitó Smithback.
La respuesta fue un ruido de fricción. De repente Pendergast tenía una llamita en la mano izquierda: un delgado mechero de oro que reflejaba la escasa luz del día. Aplicó la llama a una esquina del papel sin decir nada.
—¡Espere! —exclamó Smithback, lanzándose hacia él.
Pendergast demostró su habilidad esquivándole al tiempo que levantaba el papel.
—¿Qué hace? —Smithback giró sobre sus talones—. Démela, hombre de Dios…
El documento en forma de acordeón ya había quedado reducido a la mitad. Las cenizas negras que desprendía el papel al retorcerse caían poco a poco sobre la tierra helada de la tumba.
—¡Pare! —dijo Smithback, jadeando y dando otro paso—. ¡Piense un poco! No puede…
—Lo he pensado muy bien —dijo Pendergast—. De hecho, en estas seis semanas de registro lo único que he hecho ha sido pensar. La persona que sacó a la luz esta fórmula era miembro de la familia Pendergast, para eterna vergüenza mía. Por su culpa murió mucha gente, muchas Mary Greene cuyo recuerdo se ha perdido. Ya que la he descubierto yo, tengo que destruirla yo. Hágame caso: es la única manera. Algo así, creado a partir de tanto sufrimiento, no se puede permitir que exista.
La llama había reptado hasta el último borde. Pendergast abrió los dedos, y la esquina sin quemar se hizo cenizas durante su caída hacia la tierra excavada. Entonces la enterró con suavidad en la sepultura de Mary Greene. Al apartarse, sobre la tierra marrón sólo quedaba una mancha negra.
La conmoción se tradujo en un paréntesis de silencio, hasta que Smithback se llevó las manos a la cabeza.
—No puede ser. ¿Nos ha traído aquí sólo para esto?
Pendergast asintió.
—¿Por qué?
—Porque lo que acabo de hacer era demasiado importante para hacerlo solo. Era un acto que exigía testigos, aunque sólo fuera para la historia.
Al mirar a Pendergast, Nora, aparte del conflicto interno que se le seguía reflejando en la cara, vio un dolor infinito, un agotamiento espiritual. Smithback, abatido, negaba con la cabeza.
—¿Sabe qué ha hecho? Destruir el avance médico más importante de la historia.
Al volver a hablar, el agente del FBI lo hizo en voz baja, casi susurrando.
—Pero ¿no se da cuenta? Esta fórmula habría destruido el mundo. Leng ya tenía en sus manos la solución del problema. Si la hubiera divulgado, habría sido el final de todo. Sólo le faltó objetividad para entenderlo.
Smithback no contestó. Pendergast le observó un momento y volvió a mirar la tumba. Parecía más caído de hombros que antes.
Nora, mientras tanto, se había mantenido al margen, mirando y escuchando, pero sin decir nada. Se decidió a intervenir.
—Yo le entiendo —dijo—. Me doy cuenta de lo difícil que habrá sido tomar la decisión; y no sé si lo que opino tiene algún valor, pero considero que ha hecho lo que había que hacer.
Pendergast la escuchó con la mirada fija en el suelo. Luego, lentamente, la elevó hasta hacer coincidir las de los dos, y quizá fueran imaginaciones de Nora, pero le pareció que sus palabras, de manera casi imperceptible, habían aliviado la angustia de su rostro.
—Gracias, Nora —dijo Pendergast en voz baja.