Read Los asesinatos e Manhattan Online
Authors: Lincoln Child Douglas Preston
Tags: #Intriga, Misterio, Policíaca
Nora y Smithback se detuvieron a la vez, como si se hubieran leído el pensamiento.
—¿Sabes qué? Que sólo con ver el trasto ese ya me muero de miedo —murmuró Smithback—. Cuando Fairhaven me tenía en la mesa de operaciones, y noté que me hacía un corte con el cuchillo en el…
—Bill, por favor —suplicó Nora.
Smithback se había aficionado a deleitarla con detalles morbosos. Le pasó a Nora un brazo por la espalda. Aún llevaba el traje azul de Armani, pero ahora le quedaba un poco flojo, porque la aventura le había hecho adelgazar. Tenía la cara pálida y flaca; en cambio, sus ojos habían recuperado su humor de siempre, aquel brillo pícaro habitual en él.
Siguieron caminando hacia el norte y cruzaron la calle Ciento treinta y siete. La entrada de carruajes aún estaba parcialmente bloqueada por la basura que traía el viento. Smithback volvió a detenerse, y Nora se fijó en que su mirada recorría la fachada de la casa hacia una ventana rota del primer piso. Aunque se hiciera el valiente, se había puesto pálido; pero enseguida reemprendió la marcha y siguió a Nora hasta la puerta cochera, a la que llamaron.
Pasó un minuto, y luego dos. Al final la puerta crujió, y apareció Pendergast. Llevaba guantes gruesos de goma, y el traje, negro y elegante, manchado de yeso. Les dio la espalda sin saludarles. Ellos le siguieron hasta la biblioteca, cruzando varios pasillos silenciosos y de techo alto. Ahora había varias lámparas halógenas portátiles que bañaban las paredes de la vieja casa con una luz blanca y fría, pero ello no impidió que Nora, al volver a recorrer los pasillos, sintiera un escalofrío de miedo. Ya no olía a podredumbre, sino a desinfectante, y tenuemente. El interior estaba casi irreconocible: trozos de pared sin revestimiento, cajones abiertos, cañerías de agua y gas a la vista o arrancadas, tablones del suelo levantados… Parecía que toda la casa estuviera patas arriba como resultado de un registro increíblemente exhaustivo.
En la biblioteca, los esqueletos y animales ya no estaban cubiertos con sábanas. Había menos luz que en los pasillos, pero Nora vio que la mitad de las estanterías estaban vacías, y el suelo lleno de montañas de libros cuidadosamente apilados. Pendergast fue esquivándolas hasta llegar a la chimenea del fondo. Entonces se decidió a mirar a sus dos invitados.
—Doctora Kelly… —dijo, saludándola con un gesto de la cabeza—. Señor Smithback… Me alegro de verles con tan buen aspecto.
—Ese médico conocido suyo, el doctor Bloom, tiene tanto de artista como de cirujano —repuso Smithback con una efusividad forzada—. Espero que acepte mi seguro, porque aún no he visto la factura.
Pendergast esbozó una sonrisa, y se quedaron callados hasta que Nora preguntó:
—Bueno, señor Pendergast, ¿para qué nos ha llamado?
—Han pasado los dos una prueba muy dura —contestó Pendergast quitándose los guantes—. Tanto, que no debería pasarla nadie, y en gran medida me siento responsable.
—¿Para qué están las herencias, hombre? —replicó Smithback.
—Desde hace unas semanas he averiguado bastantes cosas. Ya hay demasiadas personas a quienes no se puede ayudar: Mary Greene, Doreen Hollander, Mandy Eklund, Reinhart Puck, Patrick O'Shaughnessy… Pero he considerado que a ustedes dos oír la verdad (la que no conviene que nadie llegue a saber) podría servirles de exorcismo contra sus fantasmas.
Se produjo otra breve pausa.
—Adelante —dijo Smithback con un tono de voz que no se parecía en nada al de antes.
Pendergast miró primero a Nora, luego al periodista, y por último a ella otra vez.
—Fairhaven estaba obsesionado desde niño con la inmortalidad. Su hermano mayor se había muerto a los dieciséis años a causa del síndrome de Hutchinson-Guilford.
—Little Arthur —dijo Smithback.
Pendergast le miró con curiosidad.
—Exacto.
—¿Síndrome de Hutchinson-Guilford? —preguntó Nora—. No me suena.
—También se llama progeria. El niño nace normal, pero envejece muy deprisa. Se queda bajo de estatura. Le salen canas y se le cae el pelo, dejando unas venas muy marcadas. Normalmente no tienen cejas ni pestañas, y los ojos crecen demasiado para el tamaño del cráneo. La piel se vuelve marrón, y se arruga. Los huesos largos se descalcifican. Resumiendo, que al llegar a la adolescencia se tiene cuerpo de viejo, y se es vulnerable a la arteriosclerosis, las embolias y los infartos. Arthur Fairhaven murió de lo último, a los dieciséis años.
»Su hermano vio comprimida la mortalidad en cinco o seis años de pesadilla, y no lo superó. La muerte le da miedo a todo el mundo, pero en el caso de Anthony Fairhaven más que miedo era obsesión. Entró en la facultad de medicina, pero le expulsaron a los dos años por unos experimentos que había hecho, y que aún no sé en qué consistían exactamente. A falta de alternativa, se metió en el negocio inmobiliario de la familia, pero seguía estando obsesionado con la salud. Experimentaba con alimentos naturales, dietas, vitaminas, suplementos, balnearios alemanes, saunas finlandesas. Como el cristianismo promete la vida eterna, se hizo muy religioso, pero, al ver que rezar no le daba resultados inmediatos, para mayor eficacia complementó su fervor religioso con otro igual de intenso y equivocado por la ciencia, la medicina y la historia natural. Empezó a donar auténticas fortunas a varios centros de investigación poco conocidos, además de a la facultad de medicina de la Columbia, al Smithsonian… y al Museo de Historia Natural de Nueva York, claro. También fundó la clínica Little Arthur, que la verdad es que ha obtenido resultados importantes en la investigación de varias enfermedades poco comunes de la infancia.
»Es imposible saber en qué momento exacto se enteró Fairhaven de la existencia de Leng. Pasaba mucho tiempo hurgando en el archivo del museo, investigando varios temas a la vez. Gracias a ello consiguió dos datos fundamentales: las características de los experimentos de Leng y el emplazamiento de su primer laboratorio. De repente resultaba que había alguien que decía que había conseguido alargarse la vida. Imagínense la reacción de Fairhaven. Tenía que informarse a toda costa sobre las actividades del hombre en cuestión, y sobre si era verdad que lo había conseguido. Lo cual, naturalmente, es la razón de que tuviera que matar a Puck, puesto que era la única persona que estaba al corriente de las visitas de Fairhaven al archivo. Aparte de Puck, nadie sabía qué había consultado. Antes de encontrar nosotros la carta de Shottum, no pasaba nada. Después, en cambio, la eliminación de Puck se convirtió en una prioridad. La menor referencia a las visitas de Fairhaven por parte de Puck, el más inocente comentario, habrían vinculado directamente a Fairhaven con Leng, convirtiéndole en el sospechoso número uno. Luego pensó que tenderle a usted una trampa, doctora Kelly, era una manera de matar dos pájaros de un tiro, visto lo peligrosa y eficaz que estaba resultando.
»Pero, bueno, me estoy precipitando. Después de descubrir la obra de Leng, lo siguiente que quiso saber Fairhaven fue si había tenido éxito. Dicho de otro modo, si Leng aún estaba vivo. Por eso empezó a seguirle el rastro. Yo, cuando empecé a buscar el paradero de Leng, a menudo tenía la sensación de que se me habían adelantado, y en fecha reciente.
»A la larga, Fairhaven descubrió el antiguo domicilio de Leng, y llegó a esta casa. Imagínense su euforia al encontrar con vida a mi tío tatarabuelo y comprender que sí, que Leng había tenido éxito en su pretensión de alargarse la vida. Leng tenía en sus manos el secreto que Fairhaven buscaba desesperadamente.
»Al principio intentó que se lo entregara, pero ya sabemos que Leng había abandonado su principal proyecto. Ahora sé por qué. Al estudiar los papeles de su laboratorio, me di cuenta de que el trabajo de Leng se interrumpía de golpe alrededor del uno de marzo de mil novecientos cincuenta y cuatro. Pasé mucho tiempo pensando en el significado de la fecha, hasta que lo entendí: era la de Castle Bravo.
—¿Castle Bravo? —repitió Nora.
—La primera bomba termonuclear, que explotó en las Bikini. Tenía una potencia de quince megatones, y la bola de fuego alcanzó un diámetro de seis kilómetros y medio. Leng estaba convencido de que con el invento de la bomba termonuclear la humanidad estaba destinada a aniquilarse, y con una eficacia a la que él ni siquiera podía aspirar. El progreso tecnológico había resuelto su problema. Por lo tanto, renunció a descubrir el veneno perfecto. Ya podía envejecer y morir en paz, sabiendo que el cumplimiento de su sueño de curar a la Tierra de su plaga humana sólo era cuestión de tiempo.
»Por eso, cuando Fairhaven le encontró, ya hacía mucho tiempo que Leng no tomaba el elixir, ni más ni menos que desde marzo de mil novecientos cincuenta y cuatro, y estaba viejo. Quizá casi tuviera ganas de morirse. El caso es que se negó a revelar la fórmula, incluso sometido a una tortura brutal. A Fairhaven se le fue la mano, y le mató.
»Sin embargo, aún le quedaba una oportunidad: el primer laboratorio de Leng, con toda la información que podía suministrarle en forma de restos humanos o, sobre todo, del diario de su antiguo dueño. En lo que respecta a su localización, Fairhaven ya la conocía: debajo del gabinete de Shottum. La desgracia es que habían construido otra casa encima, y la suerte, que Fairhaven estaba en la situación perfecta para comprar el solar y echar abajo las casas viejas con el pretexto de la renovación urbana. Los obreros de la construcción con los que he hablado me han dicho que al excavar los cimientos veían muy a menudo a Fairhaven. Fue la segunda persona que entró en el osario, después de que huyera el obrero que descubrió los huesos. Debió de encontrar el diario de Leng. Más tarde, dispuso de todo el tiempo del mundo para estudiar los efectos encontrados en el túnel, incluidos los huesos. Que debe de ser la razón de que se parezcan tanto las marcas de los cadáveres de antes y de los de ahora.
»Ya tenía los cuadernos de Leng. Lo siguiente que hizo fue empezar a reproducir los experimentos de Leng con la esperanza de seguir sus pasos; pero, claro, se trataba de un trabajo de aficionado, sin entender la verdadera obra de su predecesor.
Cuando Pendergast interrumpió su relato, un profundo silencio se adueñó de la vieja mansión.
—Me parece mentira —se decidió a comentar Smithback—. Cuando entrevisté a Fairhaven, me pareció tan seguro de sí mismo, tan tranquilo, tan… tan cuerdo…
—La locura tiene muchos disfraces —contestó Pendergast—. La obsesión de Fairhaven era muy profunda, y estaba muy enraizada, demasiado para expresarla abiertamente. Además, al infierno se llega igual de bien con pasos cortos que con pasos largos. Es evidente que Fairhaven consideraba que la fórmula de la longevidad siempre había sido su destino. Después de ingerir la esencia vital de Leng, empezó a convencerse de que era él, de que era Leng como tendría que haber sido. Adoptó la imagen y el vestuario de Leng. Y empezaron los asesinatos por imitación. Pero no imitación en el sentido que creía la policía. Ah, y otra cosa, señor Smithback: su artículo no tuvo nada que ver con que empezaran.
—¿Por qué intentó matarle a usted? —preguntó Smithback—. Suponía arriesgarse demasiado. Nunca lo he entendido.
—Fairhaven era una persona que se adelantaba mucho a los acontecimientos. Por eso le iba tan bien en los negocios; y por eso le daba tanto miedo la muerte, claro. Cuando conseguí encontrar la dirección de Mary Greene, se dio cuenta de que en algún momento encontraría la de Leng. Daba igual que yo diera a Leng por vivo o por muerto. Fairhaven sabía que a la larga yo iría a la casa de Leng, y que mi visita malograría todos sus esfuerzos, porque dejaría en evidencia la relación entre el asesino actual, apodado el Cirujano, y el antiguo, cuyo apellido era Leng. Con Nora, tres cuartos de lo mismo: seguía la pista muy de cerca, había ido a ver a la hija de McFadden y poseía los conocimientos arqueológicos que a mí me faltaban. Estaba claro que era cuestión de tiempo que acabásemos descubriendo el domicilio de Leng. No podía permitir que siguiéramos investigando.
—¿Y O'Shaughnessy? ¿Por qué le mató?
Pendergast inclinó la cabeza.
—Eso nunca me lo perdonaré. Le encargué algo que no me parecía peligroso, investigar la farmacia New Amsterdam, que era donde Leng, antiguamente, había comprado los productos químicos. Parece ser que en su visita O'Shaughnessy tuvo la suerte de encontrar cuadernos viejos con listas de compras de productos químicos durante la década de mil novecientos veinte. Digo suerte, aunque al final resultó lo contrario. No me di cuenta de que Fairhaven estaba en alerta máxima, vigilando cada paso que dábamos. Cuando se enteró de que O'Shaughnessy, aparte de saber dónde compraba Leng los productos químicos, se había agenciado una serie de libros antiguos de contabilidad que en nuestras manos podían ser muy útiles, y está claro que peligrosísimos, no tuvo más remedio que matarle. Y enseguida.
—Pobre Patrick —dijo Smithback—. Qué muerte tan horrible.
—Sí, mucho —musitó Pendergast con la angustia grabada en las facciones—. Y la responsabilidad es mía. Era buena persona, y muy buen policía.
Al mirar las hileras de libros con encuadernación de piel y los tapices apolillados, Nora se estremeció.
—Dios mío —acabó murmurando Smithback con un movimiento lateral de la cabeza—. Pensar que no puedo publicar nada de todo esto. —Miró a Pendergast—. Bueno, ¿y a Fairhaven qué le pasó?
—Pobre, al final sucumbió a lo que más temía: la muerte. Le he emparedado en una salita del sótano, como homenaje a Poe. No vaya a ser que se descubra su cadáver.
Sus palabras provocaron un momento de silencio.
—¿Y qué piensa hacer con esta casa y con todas las colecciones? —preguntó Nora.
Una leve sonrisa curvó los labios de Pendergast.
—Gracias a los sinuosos caminos de la herencia, tanto la casa como su contenido han acabado por pertenecerme. Es posible que algún día las colecciones sean cedidas anónimamente a los grandes museos del mundo, pero sería en un futuro muy lejano.
—¿Y qué le ha pasado a la casa, que está medio reventada?
—La respuesta está relacionada con lo último que deseo pedirles a los dos.
—¿Qué?
—Que me acompañen.
Siguieron a Pendergast por varios pasillos llenos de recodos, hasta llegar a la puerta que daba a la puerta cochera. El Rolls de Pendergast esperaba fuera, silencioso pero con el motor en marcha, desentonando con lo destartalado del barrio. Pendergast abrió la puerta.