Read Los asesinatos e Manhattan Online
Authors: Lincoln Child Douglas Preston
Tags: #Intriga, Misterio, Policíaca
—No —contestó Nora, tragando saliva—. Mentiría si le dijera que sí.
—Es lógico, porque ahora la tapa casi del todo la planta de control de contaminación de aguas de North River —dijo Pendergast, sacando una vena grande de la herida con las pinzas—; pero hace ciento cincuenta años el panorama del bajo Hudson, desde aquí, debía de ser muy amplio. A principios del siglo diecinueve abundaban los piratas de río. Salían de noche y secuestraban barcos amarrados, o pasajeros. —Se quedó callado, examinando el final de la vena—. Seguro que Leng lo sabía. A la hora de buscar casa, su primer requisito era un subsótano grande. Preveo que bajando al de aquí encontramos una manera de salir al río. ¿Me pasa la sutura absorbible, por favor? No, la grande, la cuatro cero. Gracias.
Pendergast ligó la vena, mientras Nora, que seguía mirando, se estremecía por dentro.
—Bueno —dijo el agente un momento después, soltando las pinzas y dejando la sutura—. Casi toda la hemorragia procedía de esta vena. Como no puedo remediar lo del bazo, porque está claro que lo tengo perforado, me limitaré a cauterizar los vasos hemorrágicos más pequeños y cerrar la herida. ¿Me pasa el electrocauterizador, si es tan amable? Sí, ese.
Nora le entregó al agente el aparato, un lápiz fino de color azul con un cable y dos botones donde decía, respectivamente, «cortar» y «cauterizar». Pendergast volvió a doblarse sobre su propia herida y cauterizó una vena con un fuerte siseo, seguido por otro mucho más largo y por la aparición de una cintita de humo. Nora desvió la vista.
—¿Cuál era el gran proyecto de Leng? Pendergast no contestó enseguida.
—Enoch Leng quería curar a la humanidad —se decidió a responder, sin apartar su atención de la herida—. Quería salvarla.
Nora no estaba segura de haber oído bien.
—¿Salvar a la humanidad? ¡Pero si mataba a la gente! Tuvo decenas de víctimas.
—Es verdad.
Otro siseo.
—¿Salvarla… cómo?
—Eliminándola.
Nora se quedó mirándole.
—Era el gran proyecto de Leng: librar al planeta de la humanidad, salvar al género humano de sí mismo y de su ineptitud. Buscaba el veneno perfecto. Eso explica tantas salas llenas de productos químicos, plantas, insectos y reptiles venenosos. Ya tenía muchos indicios tangenciales antes de verlas, claro: sin ir más lejos, los materiales tóxicos de los trozos de cristal que desenterró usted en el primer laboratorio de Leng, o la inscripción en griego del blasón que hay en el exterior de la casa. ¿Se ha fijado?
Nora asintió, aturdida.
—Son las últimas palabras de Sócrates al ingerir el veneno mortal: «Crito, le debo un gallo a Asclepio. ¿Te acordarás de pagar la deuda?». Otro detalle que he tardado demasiado en captar. —Cauterizó otra vena—. Sólo lo he relacionado, y no me he dado cuenta del alcance de los planes de Leng hasta que he visto la sala llena de armas. Porque no bastaba con crear el veneno perfecto. También había que idear un sistema de transmisión, una manera de difundirlo por todo el planeta. A partir de ahí ya he visto la lógica de las secciones más desconcertantes y más inexplicables del gabinete: la ropa, las armas, las aves migratorias, las esporas y todo lo demás. Mientras investigaba el sistema de transmisión, Leng, entre otras cosas, acumuló una gran variedad de objetos envenenados: ropa, armas, accesorios… Y, en muchos casos, el veneno lo había puesto él. Eran experimentos repetitivos con distintos venenos.
—Dios mío —dijo Nora—. Qué locura de plan.
—Desde luego, Leng era ambicioso. Se había dado cuenta de que para completar su plan hacían falta varias vidas, y por eso elaboró su… esto… método de alargamiento del ciclo vital.
Pendergast depositó con cuidado el electrocauterizador.
—No me ha parecido que haya material de sutura —dijo—. Está claro que a Fairhaven no le hacía falta. Si me da aquella gasa, y el esparadrapo, haré un vendaje en mariposa hasta que reciba el debido tratamiento. Lo siento, pero tendrá que volver a ayudarme.
Nora le entregó los objetos solicitados y, mientras le ayudaba a cerrar la herida, preguntó:
—¿Y al final descubrió el veneno perfecto?
—No. Basándome en el estado de su laboratorio, diría que renunció hacia mil novecientos cincuenta.
—¿Porqué?
—No lo sé —dijo Pendergast, tapando con gasa la herida de salida. Nora vio que tenía la misma cara de preocupación que poco antes—. Es muy raro. Me tiene francamente intrigado.
Después de vendarse, Pendergast se levantó, y Nora, siguiendo instrucciones suyas, le ayudó a confeccionarse un cabestrillo para el brazo herido con sábanas quirúrgicas, y a ponerse la camisa.
El agente volvió a acercarse a Smithback. Primero examinó su cuerpo inmóvil y los monitores de encima de la mesa; luego le tomó el pulso y se fijó en el vendaje que había hecho Nora. Finalmente, registró la sala y encontró una jeringuilla y la inyectó en el tubo de la solución salina.
—Para evitarle dolores mientras usted sale y avisa a mi médico —dijo.
—¿Yo? —dijo Nora.
—Piense, querida doctora Kelly, que alguien tendrá que vigilar a Smithback. Sería una temeridad moverle nosotros. En cuanto a mí, con un brazo en cabestrillo y una bala en el vientre, me temo que no estoy en condiciones de ir a ninguna parte, y mucho menos de remar.
—No lo entiendo.
—Ya lo entenderá. Ahora haga el favor de ayudarme a bajar por la escalera.
Nora miró por última vez a Smithback. Después ayudó a Pendergast a bajar de nuevo al subsótano y cruzar la sucesión de salas de piedra, con su sinfín de colecciones. Conociendo su finalidad, resultaban aún más inquietantes.
Al llegar al laboratorio, Nora redujo el paso, iluminó la sala de armas y vio a Fairhaven sentado inmóvil en un rincón. Tras contemplarle unos instantes, Pendergast se acercó a la puerta maciza de la pared del fondo y la abrió. Daba a otra escalera de bajada, tan tosca que parecía aprovechada de una cavidad natural.
—¿Adonde lleva? —preguntó Nora al acercarse.
—Si no me equivoco, al río.
Bajaron por ella, y subió a su encuentro un fuerte olor a moho y humedad. Al llegar al último peldaño, la linterna de Nora iluminó un muelle de piedra y un túnel con agua al fondo que se perdía en la oscuridad. En el muelle había un bote antiguo, volcado.
—La guarida del pirata —dijo Pendergast mientras Nora lo iba iluminando todo—. Así podía salir al Hudson sin que le viera nadie, y atacar a los barcos. Si el bote todavía flota, puede usarlo para llegar al río.
Nora orientó la linterna hacia el esquife.
—¿Sabe remar? —le preguntó Pendergast.
—Soy una experta.
—Me alegro. Creo que unas manzanas al sur encontrará un puerto deportivo abandonado. Busque un teléfono lo más deprisa que pueda y llame al seis cuatro cinco siete ocho ocho cuatro. Es el número de mi chofer, Proctor. Explíquele lo que ha pasado. Irá a buscarla y se encargará de todo, incluido el médico para Smithback y para mí.
Nora dio la vuelta al bote y lo metió en el agua. Era viejo, y el estado de las juntas dejaba mucho que desear, pero aunque hubiera filtraciones parecía que flotaba.
—¿Cuidará a Bill mientras estoy fuera?
Pendergast asintió, con las ondulaciones del agua reflejadas en su cara. Nora subió al bote con cuidado. Entonces el agente se aproximó y dijo con voz grave:
—Aún tengo que decirle otra cosa.
Nora le miró desde la barca.
—Es imprescindible que las autoridades no se enteren de lo que hay en la casa. Estoy convencido de que estas paredes contienen la fórmula de la prolongación de la vida humana. ¿Me entiende?
Nora tardó un poco en responder que sí, que lo entendía. Después le miró fijamente, asimilando la trascendencia de lo que acababa de oír. El secreto para alargar la vida. Increíble. Parecía mentira.
—Reconozco que, por otro lado, tengo motivos personales para no revelarlo: preferiría no manchar el apellido Pendergast.
—Leng era antepasado suyo.
—Sí, tío tatarabuelo.
Nora asintió mientras fijaba los remos. Aquel concepto del honor familiar era un anacronismo, pero ya se había dado cuenta de que Pendergast no pertenecía a su época.
—Mi médico evacuará a Smithback a un hospital privado que hay al norte del estado, y donde no hacen preguntas inoportunas. Huelga decir que es el mismo donde me operarán a mí. No hay necesidad de contarles nuestras aventuras a las autoridades.
—Entiendo —dijo ella.
—La desaparición de Fairhaven llamará la atención, pero dudo mucho que la policía llegue a identificarle como el Cirujano, o a relacionarle con el ochocientos noventa y uno de Riverside Drive.
—¿O sea, que los crímenes del Cirujano quedarán en el aire? ¿Serán un misterio?
—Sí, pero estará de acuerdo en que los asesinatos no resueltos siempre son los más interesantes. Repítame el teléfono, por favor.
—Dos uno dos, seis cuatro cinco siete ocho ocho cuatro.
—Perfecto. Y ahora dése prisa, por favor, doctora Kelly.
Nora se apartó del muelle y, mientras el bote cabeceaba en aguas poco profundas, se giró para mirar a Pendergast.
—La última pregunta: ¿cómo ha podido quitarse las cadenas? Parecía magia.
Estaba oscuro, pero vio que Pendergast separaba los labios, y lo interpretó como una sonrisa.
—Es que lo ha sido.
—No lo entiendo.
—La familia Pendergast es sinónimo de magia. En mi árbol genealógico hay diez generaciones de magos. Todos hemos practicado la magia en algún grado, incluido Antoine Leng Pendergast. De hecho, fue uno de los mejores magos de la familia. ¿Se ha fijado en el atrezo del refectorio? Sí, ¿verdad? ¿Y en la cantidad de paredes falsas, paneles secretos y trampillas? También, claro. Fairhaven, aunque no lo supiera, reducía a sus víctimas con las esposas trucadas de Leng. He reconocido enseguida que no eran de verdad. Las de ese tipo las puede abrir cualquier mago con los dedos o los dientes. Conociendo el secreto, era como tener atadas las manos con cinta adhesiva.
Pendergast empezó a carcajearse en voz baja, como si se riera solo. Nora se alejó. La caverna, de techo bajo y roca viva, distorsionaba el ruido de los remos. En breves instantes llegó a una abertura entre dos piedras, llena de hierbajos y con la anchura justa para que pasara el bote. Al cruzarla, se encontró de pronto en pleno Hudson, ante la mole de la planta de North River. El arco gigantesco del puente George Washington resplandecía más al norte. Se llenó los pulmones de aire frío y puro. Le parecía mentira que aún estuvieran vivos.
Volvió la vista a la rendija por donde había pasado. Parecía una simple concentración de malas hierbas y de rocas apoyadas las unas en las otras. Nada más.
Al inclinarse hacia los remos, con el puerto deportivo abandonado perfilándose en el lejano resplandor de las torres de Midtown, tuvo la impresión de que el viento de medianoche aún transportaba hasta sus oídos el vago eco de la risa de Pendergast.
El otoño había dado paso al invierno: era uno de esos días de principios de diciembre despejados y con sol, antes de la primera nevada; días en que el mundo parece de una perfección casi cristalina. Nora Kelly, que caminaba por Riverside Drive de la mano de Bill Smithback, miró el Hudson. Ya empezaban a bajar placas de hielo del norte. La cruda luz del sol dibujaba el contorno de los montes Palisades de Nueva Jersey. Parecía que el puente George Washington flotara sobre el agua como un objeto ingrávido de plata.
Nora y Smithback habían encontrado piso en West End Avenue, a la altura de las calles noventa. Al recibir una llamada de Pendergast, proponiéndoles quedar delante del 891 de Riverside Drive, habían decidido recorrer los tres kilómetros y pico a pie, a fin de aprovechar un día tan bonito. Nora sentía que, por primera vez desde el horrible descubrimiento de la calle Catherine, su vida recuperaba cierta serenidad. En el museo, el trabajo iba bien. Ya había recibido el resultado de todas las pruebas de carbono 14 con los especímenes de Utah, gratificantes en el sentido de que confirmaban su teoría sobre el vínculo entre los anasazi y los aztecas. El museo había sufrido una limpieza a fondo, y ahora contaba con una administración completamente renovada. La única excepción era Collopy, que se las había arreglado para mantener intactos su reputación y su prestigio, o mejorarlos. De hecho, había ofrecido a Nora un cargo administrativo de importancia, que ella había rechazado con educación. En cuanto al pobre Roger Brisbane, le habían soltado. La orden de arresto se había levantado un día antes de las elecciones, después de que su abogado proporcionara coartadas irrebatibles para las fechas y horas de los tres asesinatos por imitación, y de que el juez, irritadísimo, hiciera constar la inexistencia de pruebas físicas que le hicieran sospechoso de homicidio. Ahora Brisbane estaba en pleitos con el ayuntamiento por detención improcedente, y la prensa ponía el grito en el cielo diciendo que el Cirujano todavía andaba suelto. El alcalde no había sido reelegido. En cuanto al capitán Custer, le habían degradado a simple policía de calle.
La desaparición repentina de Anthony Fairhaven había generado un aluvión de conjeturas periodísticas, rápidamente atajadas por una inspección de hacienda a su empresa. Desde entonces se daba por supuesto que el motivo de su desaparición eran problemas de impuestos. Corría el rumor de que le habían visto en una playa de las Antillas neerlandesas, bebiendo daiquiris y leyendo el
Wall Street Journal
Smithback había permanecido ingresado dos semanas en la clínica Feversham, al norte de Cold Spring, donde, una vez cosida y vendada, su herida había cicatrizado con inusitada rapidez. Pendergast también había pasado unas semanas en Feversham, recuperándose de varias operaciones en el codo y el abdomen. Después había desaparecido, y ni Nora ni Smithback habían tenido noticias suyas. Hasta la misteriosa cita.
—Aún no me creo que volvamos a estar aquí arriba —dijo Smithback mientras caminaban hacia el norte.
—¡Venga, Bill! ¿No te apetece saber por qué nos ha llamado Pendergast?
—Sí, claro, pero es que no entiendo que no podamos citarnos en otra parte. Un sitio donde estemos a gusto, como el restaurante del Carlyle.
—Ya nos enteraremos.
—Sí, eso seguro; pero como me ofrezca un cóctel Leng en un tarro de esos, me marcho.
Ya se veía la mansión a lo lejos. Ni siquiera con tanto sol dejaba de parecer oscura. Era una mole asimétrica y que infundía miedo, enmarcada por varios árboles desnudos y con unas ventanas negras que desde la planta superior miraban al oeste como órbitas vacías.