Read Los asesinatos e Manhattan Online
Authors: Lincoln Child Douglas Preston
Tags: #Intriga, Misterio, Policíaca
Los años de autodisciplina y de aparentar inflexibilidad al más alto nivel empresarial habían enseñado a Fairhaven a no revelar nada, ni en la expresión facial ni en las preguntas que hacía, pero esta vez le costó disimular sus dos emociones sucesivas: sorpresa e incredulidad. ¿Qué obra de verdad? ¿A qué se refería Pendergast? No pensaba preguntárselo. El mejor interrogatorio siempre era el silencio. Quedarse callado era una manera segura de que a la larga a los demás se les escapara la respuesta. Así era el ser humano.
Excepcionalmente, fue Pendergast quien se quedó callado. Continuaba apoyado en el marco de la entrada, mirando las paredes de la sala con una actitud que bordeaba el descaro. El silencio fue alargándose, y el Cirujano empezó a pensar en la fuente de suministro que tenía en la camilla. Echó un vistazo a las constantes vitales sin dejar de apuntar a Pendergast. Buenas, pero a la baja. O reanudaba el trabajo en poco tiempo, o se le estropearía el espécimen.
Mátale, volvió a decir la voz.
—¿Qué obra de verdad? —preguntó Fairhaven.
Viendo que Pendergast seguía callado, notó una contracción de duda, que se apresuró a eliminar. ¿A qué jugaba? Estaba haciéndole perder el tiempo. Seguro que Pendergast también lo perdía con algún objetivo; por lo tanto, lo mejor era matarle cuanto antes. Al menos sabía que la chica no podía escaparse del sótano. A su debido tiempo se encargaría de ella. Tensó el dedo en el gatillo. Entonces Pendergast se decidió a hablar.
—¿Verdad que al final Leng no le dijo nada? No sirvió de nada torturarle, visto que aún sigue dando palos de ciego y asesinando en balde. En cambio, yo sí que conozco a Leng. Y mucho. ¿Se ha fijado en el parecido?
—¿Qué? —dijo Fairhaven. Habían vuelto a cogerle por sorpresa.
—Leng era tío tatarabuelo mío.
De repente, al comprenderlo, Fairhaven aflojó la presión de su mano en la pistola, mientras acudía a su memoria la cara pálida y de facciones delicadas de Leng, su cabello blanco y el azul clarísimo de sus ojos; unos ojos que ni siquiera en los más crueles momentos le habían dirigido una mirada de súplica, de ruego. Los ojos de Pendergast eran idénticos. Sin embargo, Leng había muerto, y su pariente también moriría.
También, dijo la voz, cada vez más insistente. La información que tenga no es tan importante como su muerte. No vale la pena arriesgarse por esta fuente de suministro. Mátale.
Volvió a presionar el gatillo. A aquella distancia no podía fallar.
—¿Sabe que está escondido aquí, en la casa? El gran proyecto de Leng. Y usted sin encontrarlo. Siempre ha buscado lo que no había que buscar. El resultado es que se morirá de viejo, lentamente, con mucho sufrimiento. Igual que todos. No puede tener éxito.
Aprieta el gatillo, insistía la voz en su cabeza.
Sin embargo, el tono del agente le hizo titubear. No sólo sabía algo, sino que ese algo era importante. No hablaba por hablar. Fairhaven tenía experiencias con faroleros, y no era el caso.
—Diga enseguida lo que tenga que decir —le ordenó—. Si no, le mato ahora mismo.
—Acompáñeme y se lo enseñaré.
—¿Enseñarme el qué?
—En lo que de verdad estaba trabajando Leng. Está en la casa. Justo delante de sus narices.
Ahora, lo que tenía Fairhaven en su cabeza ya no era una sutil voz, sino prácticamente un grito. No le dejes seguir hablando. Da igual lo importante que sea la información. Al final reconoció lo acertado del consejo, y lo siguió.
Pendergast estaba apoyado en la pared, con el cuerpo desequilibrado y las manos a la vista. Era imposible que, en lo que duraba un disparo, metiera una de ellas en la chaqueta y sacara un arma de reserva. Además no iba armado, porque Fairhaven le había registrado a fondo. Volvió a apuntarle, contuvo la respiración e incrementó la presión sobre el gatillo. De repente se oyó una detonación, y Fairhaven notó el culatazo en la mano. Supo enseguida que el disparo había dado en el blanco.
La puerta de la celda estaba abierta y a través de ella se filtraba un poco de luz del corredor. Nora estaba acurrucada en la oscuridad de detrás, esperando. Diez minutos. Pendergast había dicho diez minutos. A oscuras, y sintiendo los mazazos de su corazón, parecía que cada minuto fuera una hora, y casi era imposible llevar la cuenta del tiempo. Mil uno, contó, mil dos… Contaba sin dejar de acordarse de Smithback, y de lo que pudiera estar pasándole. O haberle pasado.
Pendergast había dado por muerto a Smithback. Se lo había dicho para ahorrarle la impresión de descubrirlo por sí misma. Bill está muerto. Bill está muerto. Trató de asimilarlo, pero notó que su cerebro se resistía a aceptar el dato. Lo sentía como algo irreal, igual que todo lo demás. Mil treinta, mil treinta y uno… Pasaban los segundos.
Cuando llevaba seis minutos y veinticinco segundos, oyó una detonación de arma de fuego, que en lo exiguo de la celda resultó ensordecedora. Entonces se le rebeló todo el cuerpo por el miedo, y fue un milagro que no gritara. En cuclillas, esperó a que los brincos absurdos de su corazón se ralentizaran. Todos los pasillos subterráneos retumbaban con los ecos repetidos del disparo, hasta que a la larga volvió a reinar el silencio, un silencio sepulcral.
Notó que se le entrecortaba la respiración, y que le costaba el doble contar. Pendergast le había pedido que esperase diez minutos. ¿Desde el disparo ya había pasado uno? Decidió reanudar el cómputo en siete minutos, con la esperanza de que lo monótono y repetitivo de la actividad le calmara los nervios, pero no fue así.
Entonces oyó ruido de pisadas muy seguidas por la piedra.
Tenían una cadencia inhabitual, sincopada, como de alguien bajando por una escalera. Se alejaron deprisa, y todo volvió a que dar en silencio.
Al llegar a diez minutos, Nora interrumpió la cuenta. Era el momento de salir. Al principio el cuerpo no le respondía, como si estuviera paralizado de miedo. ¿Y si fuera aún estaba aquel hombre? ¿Y si encontraba muerto a Smithback? ¿Y si Pendergast también estaba muerto? ¿Sería capaz de correr, de resistirse y morir antes que caer prisionera y enfrentarse con un destino mucho peor?
De nada servían las conjeturas. Se limitaría a obedecer las órdenes de Pendergast. Con un esfuerzo ímprobo de la voluntad, se levantó y salió de la oscuridad rodeando sigilosamente la puerta abierta. El corredor del otro lado era largo y húmedo, con suelo y paredes de piedra irregular manchada de cal. Al fondo había una puerta que daba a una sala muy iluminada, única fuente de luz, al parecer, en todo el sótano. Era la dirección que había seguido Pendergast, y, en sentido inverso, la del disparo. También la dirección de donde había llegado el ruido de pisadas.
Dio un paso vacilante, y otro, hasta que, con las piernas temblorosas, se encaminó hacia el rectángulo de luz intensa.
El Cirujano no daba crédito a sus ojos. Donde tendría que haber estado Pendergast, muerto en un charco de sangre, no se veía nada. Había desaparecido.
Miró alrededor con cara de desquiciado. Era inconcebible, una imposibilidad física. Entonces se fijó en que la parte de pared donde había estado apoyado Pendergast correspondía a una puerta que se había desplazado en paralelo al plano de piedra restante. Una puerta cuya existencia ignoraba, a pesar de sus registros diligentes de la casa.
Aguardó a poder pensar con serenidad, haciendo un gran esfuerzo de voluntad. Había descubierto que hacer las cosas con calma era una condición
sine qua non
para el éxito. Gracias a ello había llegado tan lejos, y gracias a ello saldría vencedor.
Dio un paso hacia delante con la pistola de Pendergast a punto. Al fondo del vano había una escalera de piedra que se perdía en la oscuridad. Evidentemente, el agente del FBI le invitaba a seguirle por ella. La curvatura del muro de piedra, con su oscuridad, impedía ver el final. Podía ser perfectamente una trampa. De hecho, era lo único que podía ser.
No obstante, el Cirujano comprendió que no había alternativa. Era necesario detener a Pendergast. Y averiguar qué había abajo. Contaba con una pistola, mientras que Pendergast iba desarmado, y quizá el disparo le hubiera herido. Hizo una breve pausa para examinar la pistola. Conocedor como era de las armas, reconoció en ella una Les Baer de modelo gubernamental. La hizo girar en sus manos. Mira nocturna de tritio, láser activado desde la empuñadura… No debía de bajar de los trescientos dólares. Pendergast tenía buen gusto. Qué ironía que un arma de tan buena calidad estuviera a punto de ser utilizada en contra de su dueño.
Se apartó de la pared falsa y, vigilando la escalera, sacó una linterna muy potente de un cajón. Por último, echó un vistazo apenado a su espécimen. Las constantes vitales empezaban a caer en picado. Estaba claro que la operación se había ido al garete.
Volvió a la escalera y la iluminó con la linterna. Las huellas de las pisadas de Pendergast se apreciaban con gran nitidez en la capa de polvo de los peldaños. Y junto con ellas, algo más: una gota de sangre. Y otra.
Conque le había dado. Aun así, se imponía extremar las precauciones. Los seres humanos heridos solían ser los más peligrosos, como en el caso de los animales.
Se quedó en el primer escalón, preguntándose sobre la conveniencia de ir primero en busca de la mujer. ¿Aún estaba encadenada a la pared? ¿O Pendergast también la había soltado? No planteaba una gran amenaza en ninguno de los dos casos. La casa era una fortaleza, y el sótano estaba cerrado a cal y canto. No podía escaparse. El problema más acuciante era Pendergast. Una vez muerto, sólo sería cuestión de encontrar la fuente de suministro restante y obligarla a ocupar el lugar de Smithback. Ya había cometido una vez el error de escuchar a Pendergast. Cuando le encontrara, no lo cometería por segunda vez. Moriría sin haber podido abrir la boca.
La escalera de caracol era como un sacacorchos que se hundía y se hundía en la tierra, interminable. El Cirujano bajaba despacio, tomándose cada recodo como una posible emboscada de su enemigo. Al llegar al final, se encontró en una sala densamente oscura, con fuerte olor a moho, tierra mojada y… ¿Qué más? Amoníaco, sales, benceno y vagos efluvios de productos químicos. En ese punto se agolpaban las huellas y las gotas de sangre. Era donde Pendergast había hecho un alto en su camino. El Cirujano iluminó con la linterna la pared más cercana y vio una hilera de faroles antiguos de latón colgados de clavos de madera. Faltaba uno.
Dio un paso de costado. Parapetado en el pilar de piedra de la escalera, levantó la linterna, bastante pesada, y dirigió su luz hacia la oscuridad. Lo que descubrió era increíble: toda una pared de piedras preciosas, que parecían guiñarle el ojo. Eran mil, no, diez mil reflejos de otros tantos colores, como la superficie reflectante de un ojo de mosca muy aumentado. Se tragó su sorpresa y siguió caminando, con pies de plomo y la pistola preparada.
Llegó a una sala estrecha de piedra, con columnas y bóveda baja, cuyas paredes presentaban una interminable alineación de frascos de cristal, todos iguales en tamaño y forma. Las estanterías de roble que les servían de soporte iban desde el suelo hasta el techo: infinidad de hileras muy juntas protegidas con cristal ondulado. Nunca había visto tantos frascos juntos. De hecho, parecía un museo de líquidos.
Se le aceleró la respiración. Había llegado al último laboratorio de Leng. Sólo podía tratarse del espacio donde había perfeccionado el arcano, la fórmula para alargar la vida. El secreto por el que había torturado inútilmente a Leng tenía que estar allí. Recordó su decepción, rayana en desesperación, al darse cuenta de que Leng ya no tenía pulso, que se había excedido en sus torturas. Ahora ya no importaba. Tenía la fórmula delante de las narices, tal como había dicho Pendergast.
Entonces se acordó de que Pendergast había dicho algo más, algo sobre que Leng trabajaba en otra cosa totalmente distinta. Absurdo. Seguro que lo había dicho para despistar, porque ¿podía concebirse algo superior a la prolongación del ciclo vital humano? Aquella colección mastodóntica de productos químicos, ¿qué utilidad podía tener sino aquella?
Borró las conjeturas de su cabeza. En cuanto se hubiera ocupado de Pendergast y sacado fruto a la joven, le sobraría tiempo para indagaciones. Barrió el suelo con el haz de la linterna. Había más sangre, y una hilera irregular de huellas que penetraban en el pasillo de frascos. Había que tener mucho cuidado, muchísimo. Sólo le faltaba empezar a pegar tiros tan cerca de esos líquidos preciosos, y destruir ni más ni menos que el tesoro en cuya búsqueda había invertido tanto esfuerzo. Levantó la mano, apuntó con la pistola y, al presionar la empuñadura, apareció un puntito rojo en la pared del fondo. Perfecto. Aunque el láser no garantizara una precisión absoluta, reduciría el margen de error al mínimo.
Aflojó la presión sobre la empuñadura láser y se acercó con pies de plomo a la inmensa botica. Entonces vio que cada frasco poseía su correspondiente etiqueta, con el nombre y la fórmula química escritos con una letra alargada y fina. Al llegar al fondo, cruzó un arco agachando la cabeza y entró en una sala igual de estrecha. Los frascos de la segunda estancia contenían productos químicos sólidos: trozos de minerales, cristales que brillaban, polvos obtenidos por molido y virutas de metal. Por lo visto el arcano, la fórmula, era mucho más complicada de lo previsto por el Cirujano. Si no, ¿qué falta le habrían hecho a Leng tantos productos químicos?
Reanudó el seguimiento del rastro de Pendergast. Las huellas habían dejado de formar una línea recta entre las estanterías de frascos. Empezó a ver que en muchos casos se desviaban hacia algún armario concreto, como si Pendergast buscara algo.
Tardó poco en llegar al final del bosque de armarios y acceder a una sala con bóveda de medio punto. El arco del fondo estaba cubierto por un tapiz con ribetes de brocado de oro. Se acercó con sigilo y, antes de emboscarse detrás de una columna, apartó la cortina con el cañón de la pistola y enfocó el hueco con la linterna. Había otra sala, de mayor anchura y superficie y llena de vitrinas de roble y cristal. El rastro de Pendergast iba directamente hacia ellas.
El Cirujano avanzó midiendo cada paso. Las huellas de Pendergast volvían a insinuar que había estudiado la colección, con especial atención hacia determinados armarios. Su rastro empezaba a formar un dibujo más errático, el rastro de un animal gravemente herido. La hemorragia seguía siendo igual de intensa, o más: señal casi segura de que una bala había penetrado en su vientre. No hacía falta darse prisa ni forzar el cara a cara. Cuanto más esperara, más se debilitaría Pendergast.