Read Los asesinatos e Manhattan Online
Authors: Lincoln Child Douglas Preston
Tags: #Intriga, Misterio, Policíaca
—Aquí iba descalzo —le oyó decir Nora—. Y corriendo.
El agente examinó el salón con movimientos rápidos de su linterna, y Nora, en el vastísimo espacio, descubrió una gama de objetos increíble: esqueletos ensamblados, fósiles, armarios con puertas de cristal que contenían útiles o adornos tan extraordinarios como terroríficos, piedras preciosas, calaveras, meteoritos, escarabajos irisados… El haz de la linterna resbalaba por todas partes. La sala olía intensamente a telarañas, cuero y bocací añejo, pero en el aire enrarecido acechaba otro olor menos marcado, y bastante más desagradable.
—¿Dónde estamos? —preguntó.
—En el gabinete de curiosidades de Leng.
De repente, Pendergast tenía una pistola en la mano izquierda. El mal olor se acentuó; era un hedor dulzón y untuoso, como una niebla húmeda que a Nora se le pegaba en el pelo, las extremidades y la ropa. Pendergast avanzó con precaución, iluminando los objetos de la sala con la luz de la linterna. Algunos estaban descubiertos, pero sobre la mayoría había telas. Las paredes estaban revestidas de vitrinas. Pendergast se acercó a ellas y las iluminó. Al recibir la luz, el cristal se llenaba de brillos y de tornasoles. Las sombras proyectadas por el contenido de las vitrinas se erguían como si tuvieran vida propia.
De repente la linterna quedó inmóvil, y Nora vio que la cara pálida de Pendergast perdía el poco color que solía tener. Al principio el agente se limitó a mirar. No sólo no se movía, sino que parecía que no respirase. Después se acercó con gran lentitud a la vitrina, haciendo temblar un poco la luz de la linterna. Nora fue tras él, curiosa por averiguar el origen de su fascinación.
Era una vitrina distinta a las demás. No contenía ningún esqueleto, trofeo de caza disecado ni talla de madera, sino un cuerpo humano, de sexo masculino, con las piernas y los brazos sujetos por barras y grilletes de hierro rudimentarios, como para ser expuesto en un museo. Iba vestido de negro riguroso, con levita del siglo XIX y pantalones a rayas.
—¿Quién…? —logró decir Nora.
Sin embargo, Pendergast estaba como paralizado, sin oír nada y con la cara rígida. Toda su atención se concentraba en el cadáver, sometido a la acción inclemente de la linterna, que se detuvo largo rato en un detalle: una mano pálida con la piel arrugada y reseca, y con un agujero en la carne podrida por el que despuntaba un nudillo.
Nora contempló el hueso desnudo, cuyo color marfileño con vetas rojas contrastaba con la textura apergaminada de la piel, y experimentó un vuelco en la boca del estómago al darse cuenta de que la mano carecía de uñas. De hecho, las puntas de los dedos eran simples muñones sangrientos, atravesados por los huesos.
A continuación, lenta e inexorablemente, la luz de la linterna empezó a ascender por la parte delantera del cadáver, pasando por los botones de la levita y por la pechera almidonada hasta detenerse en el rostro.
Estaba momificado, reducido, arrugado, pero al mismo tiempo sorprendía su buen estado de conservación, con un modelado tan fino de las facciones que parecían esculpidas en piedra. Los labios, que se habían secado y apergaminado, formaban una mueca de alegría que dejaba por completo a la vista dos hermosas hileras de dientes blancos. Sólo faltaban los ojos: órbitas vacías como pozos sin fondo imposibles de iluminar.
Se oyó un ruido casi imperceptible, como si dentro del cráneo se arrastrase algo.
Después del recorrido por la casa, Nora ya estaba obcecada por el miedo, pero aquel impacto superaba todo lo anterior, y le dejó la mente en blanco. Era el impacto del reconocimiento. Automáticamente, y sin decir nada, se giró hacia Pendergast. El agente tenía todo el cuerpo rígido, y los ojos muy abiertos. Evidentemente, era lo último que se esperaba.
Nora, horrorizada, miró el cadáver por segunda vez. Ni siquiera la muerte dejaba espacio para la duda. Tenía una piel igual de marmórea, unas facciones igual de refinadas, unos labios igual de finos, una nariz igual de aguileña, una frente igual de alta y lisa, una barbilla igual de delicada, un pelo igual de fino y de claro… que Pendergast.
Custer observó al culpable —ya había empezado a llamarle así— con profunda satisfacción. Estaba en su despacho del museo, con las manos esposadas a la espalda, la corbata negra torcida, la camisa blanca arrugada, el cabello despeinado y unos círculos oscuros de sudor en las axilas. ¡Menudo espectáculo, el de la caída de los poderosos! Había resistido mucho rato, con su eterna fachada de arrogancia e irritabilidad, pero ahora tenía los ojos enrojecidos, y le temblaban los labios. No se había creído que pudiera pasarle aquello. Han sido las esposas, se dijo Custer. Ya lo había visto muchas veces, y con gente bastante más dura que Brisbane. Para mucha gente, el contacto frío de las esposas en las muñecas, y el darse cuenta de que se estaba detenido, sin poder hacer nada, era la gota que colmaba el vaso.
En el fondo, la labor policial había terminado, al menos en su sentido estricto. Ahora sólo quedaba recopilar todos los detalles que pudieran servir de prueba, y redondear la faena por la parte baja del escalafón. Ya no era necesaria la intervención personal de Custer.
Miró a Noyes de reojo y vio escrita la admiración en su cara de perro perdiguero. Entonces volvió a observar al culpable y dijo:
—¿Qué, Brisbane? ¿A que todo cuadra?
Brisbane le miró con cara de incomprensión.
—Los asesinos siempre se creen más listos que nadie. Sobre todo que la policía. Aunque, visto fríamente, Brisbane, no se puede decir que usted haya sido muy listo. Lo de tener el disfraz en el despacho, por ejemplo… Y ya no hablo de la cantidad de testigos, ni de que haya intentado esconder pruebas y engañarme sobre la frecuencia con que bajaba al archivo. ¡Y mira que matar a sus víctimas tan cerca de donde trabaja, y de donde vive! No sigo, porque la lista es muy larga.
Se abrió la puerta, y entró un policía que le entregó un fax a Custer.
—Otro pequeño detalle. ¡Hay que ver lo inoportunos que pueden ser los detalles! —Volvió a leer el fax—. Ah. Ya sabemos por qué tiene tantos conocimientos de medicina, Brisbane: porque hizo los primeros cursos en Yale. —Le pasó el fax a Noyes—. Luego, el tercer año, se pasó a geología, y al final a derecho.
Enfrentado a la insondable estupidez de los criminales, Custer volvió hacer un gesto de incredulidad con la cabeza. Brisbane recuperó el uso de la palabra y dijo:
—¡Yo no he asesinado a nadie! ¿Qué ganaba matándoles?
Custer se encogió de hombros con aire resignado.
—Eso ya se lo he preguntado; pero, en el fondo, ¿para qué matan los asesinos en serie? ¿Para qué mataba Jack el Destripador? ¿ Y Jeffrey Dahmer? Le dejo la respuesta a los psiquiatras. O a Dios.
Dicho esto, se giró hacia Noyes.
—Organice una rueda de prensa para medianoche, en la jefatura de policía. No, mejor: que sea en la escalinata del museo. Avise al jefe de policía y a la prensa. Pero sobre todo que no se le olvide avisar al alcalde por el teléfono privado de Gracie Mansion. Por algo así, seguro que se alegra de que le saquen de la cama. Dígale que hemos cogido al Cirujano.
—¡A la orden! —dijo Noyes, dando media vuelta.
—Dios mío… La publicidad… —Brisbane hablaba en un tono muy agudo y forzado—. Capitán, haré que le degraden.
El miedo y la rabia ahogaron cualquier otro comentario. Custer, sin embargo, no escuchaba, porque acababa de tener otra idea genial.
—¡Un momento! —le dijo a Noyes—. Que sepa el alcalde que la estrella va a ser él. Le dejaremos dar la noticia personalmente.
Cuando se cerró la puerta, Custer pensó en el alcalde. Sólo faltaba una semana para las elecciones, y le convenía un espaldarazo así. Dejarle dar la noticia era una maniobra muy, pero que muy inteligente. Corría el rumor de que después de la reelección quedaría vacante el cargo de jefe de policía. Al fin y al cabo, de ilusión también se vive.
Nora volvió a mirar a Pendergast, y una vez más le puso nerviosa verle impresionado hasta tales extremos. Parecía que tuviera los ojos pegados al semblante del cadáver, con su piel apergaminada, sus facciones finas y aristocráticas y su pelo, tan rubio que parecía blanco.
—La cara… Es idéntica a…
Hacía esfuerzos denodados por entender algo, por pensar de manera coherente. Pendergast no contestó.
—Es idéntico a usted —logró concluir ella.
La respuesta adoptó la forma de un susurro.
—Sí, se parece mucho.
—Pero ¿quién…?
—Enoch Leng.
La manera de decirlo le dio escalofríos.
—¿Leng? ¿Cómo es posible? ¿No decía que estaba vivo?
Pendergast hizo un esfuerzo manifiesto por arrancar la mirada de la vitrina y desplazarla hacia Nora, que en sus ojos leyó muchas cosas: terror, dolor, miedo… En la penumbra, la cara de Pendergast seguía igual de descolorida.
—Sí, y lo estaba hasta hace poco. Al parecer, alguien le ha matado. Le ha torturado y le ha metido en la vitrina. Ahora tenemos que enfrentarnos con esa otra persona.
—Sigo sin…
Pendergast levantó una mano.
—De momento no se lo puedo explicar —se limitó a decir, y, dando la espalda al cadáver con un movimiento lento y casi dolorido, siguió clavando la luz de la linterna en la oscuridad.
Nora respiró el aire viejo y polvoriento del salón. ¡Era todo tan raro, tan terrible e inesperado! Como sólo podían serlo las pesadillas. Procuró que el corazón no le latiera tan deprisa.
—Ahora está inconsciente y le arrastran —susurró Pendergast.
Volvía a fijar la mirada en el suelo, pero seguía mostrando un cambio inquietante en el tono de voz y los gestos. Con la linterna como guía, siguieron las huellas por todo el salón y llegaron a una doble puerta cerrada. Pendergast la abrió, y apareció una estancia con alfombras y abundante mobiliario: una biblioteca de dos plantas de altura, llena de libros encuadernados en piel. El haz de la linterna prosiguió su inquisición por varias nubes de polvo en movimiento, y Nora vio que, aparte de libros, en la estantería también había especímenes con su correspondiente etiqueta. Otros estaban repartidos por la sala, exentos y con las lonas deshilachadas. Alrededor de la biblioteca se observaban varios modelos de sillones de orejas y sofás, con el cuero reseco y agrietado y el relleno asomando.
La luz de la linterna recorrió las paredes. Cerca, en una mesa, había una bandeja de plata con una licorera de cristal que había contenido oporto o jerez, como atestiguaba la costra marrón del fondo. Al lado de la bandeja había una copita vacía, y un puro sin empezar cubierto por una capa de moho. Una de las paredes estaba dotada de chimenea, con leña preparada en su hogar de mármol gris. La piel de cebra de delante estaba muy roída por los ratones. Cerca había un aparador con más licoreras, todas con la correspondiente sustancia marrón o negra en el fondo. Una mesa de centro tenía como adorno una calavera de homínido —que Nora reconoció como de australopiteco—, con una vela encima y un libro abierto al lado.
Pendergast iluminó el libro con la linterna, y Nora vio que era un antiguo manual de medicina en latín. La página por la que estaba abierto mostraba grabados de un cadáver en diferentes fases de disección. Se trataba del único objeto de la biblioteca con aspecto de haber sido manipulado hacía poco tiempo. Lo demás tenía una capa de polvo.
Pendergast volvió a fijarse en el suelo, y Nora observó con claridad que en la alfombra, aparte de la acción destructora del tiempo y las polillas, había marcas. Siguiéndolas, se llegaba a una pared cubierta enteramente de libros. Pendergast se acercó y recorrió los lomos con los dedos, mientras se fijaba atentamente en los títulos. De vez en cuando detenía su examen, sacaba un volumen, le echaba un vistazo y lo volvía a guardar. De repente, al extraer uno de los más gruesos, Nora oyó un chasquido metálico, y vio sobresalir dos hileras contiguas de estantes. Pendergast tiró de ellas con cuidado, y apareció una reja de latón con una puerta de arce macizo detrás. Nora tardó un poco en ver qué era.
—Un ascensor antiguo —susurró.
Pendergast asintió con la cabeza.
—Sí, el que usaba el servicio para bajar al sótano. Recuerdo que había uno igual en…
De repente se quedó callado. Cuando se apagaron los ecos de su voz, Nora oyó un ruido que le pareció que procedía del ascensor cerrado. Parecían jadeos, gemidos. Bruscamente, se vio asaltada por una idea aterradora, al mismo tiempo que veía tensarse el cuerpo de Pendergast. Entonces se le escapó un grito involuntario.
—No será…
Pronunciar el nombre de Smithback era superior a sus fuerzas.
—Hay que darse prisa.
Gracias a la linterna, Pendergast pudo examinar a fondo la reja metálica. Primero puso una mano en el pomo para probar si giraba, pero no. Entonces se arrodilló ante la reja y la examinó con la cabeza cerca del mecanismo de cierre. Nora vio que sacaba de la chaqueta una herramienta de metal plana y flexible, y que la introducía en el mecanismo. Se oyó un clic. Pendergast movió la lámina en ambos sentidos y forzó la cerradura hasta que se oyó otro clic. Entonces se levantó y, con cautela infinita, empujó la reja, que se plegó con facilidad, casi sin ruido. Volvió a acercarse, se puso de cuclillas delante del pomo de la puerta de madera de arce y lo observó fijamente.
Por segunda vez, se oyó un sonido como de alguien haciendo el esfuerzo de respirar, y Nora quedó paralizada de miedo.
De repente resonó por el estudio una especie de resuello, y Pendergast retrocedió bruscamente, porque la puerta se estaba abriendo sola.
Nora estaba hipnotizada por el pánico. Al fondo de la caja había aparecido una figura humana, que al principio no se movía, pero que después, con un ruido de tela podrida desgarrándose, se dirigió tambaleándose hacia ellos. Durante unos momentos de angustia, Nora temió que se le cayera encima a Pendergast, pero entonces la figura humana se detuvo con una sacudida. Llevaba una cuerda al cuello, y se cernía sobre Pendergast y Nora con una inclinación grotesca y los brazos colgando.
—Es O'Shaughnessy —dijo Pendergast.
—¡O'Shaughnessy!
—Sí. Y aún está vivo.
Pendergast avanzó un paso, asió el cuerpo e hizo el esfuerzo de desatar la cuerda del cuello y ponerle de pie. Nora acudió en su ayuda, y entre los dos depositaron al sargento en el suelo. Entonces Nora vio que tenía un boquete en la espalda. O'Shaughnessy tosió una sola vez, con un bamboleo de la cabeza.