Read Los asesinatos e Manhattan Online
Authors: Lincoln Child Douglas Preston
Tags: #Intriga, Misterio, Policíaca
Salió de dentro una voz que, pese a delatar su edad, sorprendía por su fuerza.
—Pase, pase.
Nora se quedó a la entrada del salón, cuya penumbra contrastaba de manera impactante con la luminosidad del día. Tenía ventanas altas, con cortinas verdes muy tupidas rematadas con borlas doradas. Poco a poco, mientras se le acostumbraba la vista, fue distinguiendo a una mujer mayor con vestido de crespón y de fustán oscuro, sentada en un sillón de orejas Victoriano. Al principio reinaba tal oscuridad que sólo discernió una cara y unas manos blanquecinas, como flotando en la media luz. La anciana tenía los ojos entornados.
—No tenga miedo —dijo la voz incorpórea desde las profundidades del sillón.
Nora dio otro paso, y la pálida mano hizo el gesto de señalar otro sillón de orejas, dotado de un antimacasar de encaje.
—Siéntese.
Se sentó con precaución, levantando polvo. De repente se oyó el ruido de un gato negro que salía disparado de detrás de una cortina y desaparecía en los rincones más oscuros de la sala.
—Gracias por recibirme —dijo Nora.
Con un crujido de fustán, la anciana levantó la cabeza.
—¿Qué quiere, hija?
Era una pregunta de franqueza inesperada, hecha, además, con un tono algo cortante.
—Señorita McFadden, quería preguntarle por su padre, Tinbury McFadden.
—Tendrá que volver a decirme su nombre, querida. Soy vieja, y me falla la memoria.
—Nora Kelly.
La garra de la anciana tiró de la cadenita de la lámpara que había al lado del sillón, cuya pantalla, llena de borlas, filtraba una luz pobre y amarillenta. Gracias a ello, Nora gozó de una imagen más nítida de Clara McFadden. Su cara, enjuta y muy aventajada, poseía una piel como de pergamino, por la que se transparentaban venitas claras. La anciana dedicó unos minutos a examinarla con ojos brillantes, hasta que volvió a apagar la lámpara y dijo:
—Gracias, señorita Kelly. ¿Qué desea saber de mi padre, exactamente?
Nora sacó una carpeta de la cartera y, como estaba muy oscuro, forzó la vista para leer las preguntas que había escrito a toda velocidad en el tren, durante el trayecto de Grand Central hacia el norte. Se alegraba de venir preparada, porque estaba resultando una entrevista más amedrentadora de lo esperado.
La anciana cogió algo de la mesita de al lado del sillón: una botella de medio litro y aspecto antiguo, con etiqueta verde. Se sirvió una cucharada, se la tragó y volvió a dejar la cuchara en su sitio. En ese momento saltó a su regazo otro gato negro, a menos que fuera el mismo, y ella empezó a acariciarlo, despertando un ronroneo de placer.
—Su padre era conservador en el Museo de Historia Natural de Nueva York. Era colega de John Canaday Shottum, que tenía un gabinete de curiosidades en la parte baja de Manhattan.
La anciana no contestó.
—Y también conocía a un científico que se llamaba Enoch Leng.
Tras unos instantes de aparente inmovilidad, la señorita McFadden adoptó un tono ácido y cortante con el que rasgó el cargado ambiente del salón. Parecía que el nombre la hubiera despertado.
—¿Leng? ¿Qué pasa con Leng?
—Tenía curiosidad por saber si dispone de alguna información sobre él, o cartas, o papeles…
—¿Información, dice? —preguntó la voz, estridente—. ¡Vaya! Asesinó a mi padre.
Nora estaba muda, anonadada. En el material sobre McFadden no constaba que hubiera sido asesinado.
—¿Cómo dice? —preguntó.
—Ya, ya sé que según todos desapareció, pero es mentira.
—¿Cómo lo sabe?
Más roce de tela.
—¿Qué cómo? Se lo voy a contar.
La señorita McFadden volvió a encender la lámpara y dirigió la atención de Nora hacia una fotografía grande, antigua y con marco. Se trataba del retrato descolorido de un hombre joven, con traje severo y botones hasta el cuello. Su sonrisa hacía relucir dos dientes de plata en la parte delantera de la boca. Llevaba un parche en un ojo, como de pirata. Se parecía a Clara McFadden en lo estrecho de la frente y lo marcado de los pómulos.
Al hablar, la voz de la anciana cobró un volumen y una dureza anómalas.
—Cuando se la hicieron, hacía poco que mi padre había perdido un ojo en Borneo. Tenga en cuenta que era coleccionista. De joven había pasado varios años en las colonias británicas del este de África, y había acumulado una colección de mamíferos africanos y objetos indígenas que no estaba nada mal. Al volver a Nueva York entró a trabajar en el museo que acababa de montar uno de sus colegas del Lyceum: el Museo de Historia Natural de Nueva York. Entonces no era como ahora, señorita Kelly; la mayoría de los primeros conservadores eran rentistas, como mi padre, y no tenían formación científica sistemática. Eran aficionados, en el mejor sentido de la palabra. A mi padre siempre le habían interesado las cosas raras, los ejemplares poco comunes. Señorita Kelly, ¿sabe qué son los gabinetes de curiosidades?
—Sí —dijo Nora, tomando apuntes a la mayor velocidad posible, y lamentando no haber traído grabadora.
—En la Nueva York de aquella época abundaban bastante, pero el nuevo museo los desbancó casi enseguida, y a mi padre, en el museo, le encargaron comprar las colecciones de los gabinetes arruinados. Se carteaba con muchos de los dueños: la familia Delacourte, Phineas Barnum, los hermanos Cadwalader… También había uno que se llamaba John Canaday Shottum.
La anciana se sirvió otra cucharada de la misma botella, y la luz de la lámpara permitió que su invitada leyera la etiqueta: «Tónico vegetal de Lydia Pinkham».
Nora asintió.
—El Gabinete de Producciones y Curiosidades Naturales J. C. Shottum.
—Exacto. Entonces el círculo de científicos era pequeño, ycoincidían todos en ser miembros del Lyceum. Le diré que el nivel de conocimientos era muy variado. Shottum era miembro del Lyceum, pero tenía tanto de científico como de empresario de espectáculos. El gabinete lo había abierto en la calle Catherine, y cobraba lo mínimo de entrada. Su clientela, más que nada, era de clase baja. Shottum se diferenciaba de casi todos sus colegas en que estaba convencido de que la educación podía mejorar las condiciones de vida de los pobres; por eso emplazó su gabinete en un barrio tan ingrato. Una de las cosas que más le interesaba era usar la historia natural para informar y educar a la juventud. El caso es que necesitaba ayuda para identificar y clasificar sus colecciones. Se las había comprado a la familia de un hombre que se había muerto joven en Madagascar, asesinado por los nativos.
—Alexander Marysas.
La anciana provocó otro roce de tela y apagó de nuevo la luz, haciendo que la sala recayera en la oscuridad y que ya no se viera, o apenas, el retrato de su padre.
—Veo que sabe mucho del tema, señorita Kelly —dijo, recelosa, Clara McFadden—. Espero no estar aburriéndola.
—En absoluto. Siga, por favor.
—El gabinete de Shottum era bastante malo. De vez en cuando mi padre le ayudaba, pero era un sacrificio. La colección era pésima, nada sistemática, como hecha al tuntún. Lo expuesto tendía al sensacionalismo, como anzuelo para los pobres, y sobre todo para los golfillos. Hasta había algo que se llamaba «galería de curiosidades antinaturales», me parece que inspirado en la «cámara de los horrores» de madame Tussaud. Corrían rumores de que en la galería había entrado gente y no había vuelto a salir. Tonterías, claro; seguro que se lo había inventado Shottum para aumentar la clientela.
Clara McFadden sacó un pañuelo de encaje y lo usó para toser.
—Más o menos en la misma época ingresó en el Lyceum un tal Leng, Enoch Leng.
Su tono comunicaba un odio profundo. Nora sintió que se le aceleraba el pulso.
—¿Usted conoció a Leng?
—Mi padre hablaba mucho de él, sobre todo en los últimos tiempos. Resulta que tenía mala vista y mala dentadura, y que Leng le ayudó a conseguir puentes de plata y unas gafas con cristales más gruesos de lo normal. Se ve que sabía de todo.
Volvió a guardar el pañuelo en algún pliegue del vestido y se tomó otra cucharada de elixir.
—Decían que era francés, de un pueblo de montaña cerca de la frontera belga. También había rumores de que era barón, hijo de familia noble. Los científicos, que son unos cotillas. La Nueva York de entonces era muy provinciana, y Leng les tenía impresionados. Todo el mundo coincidía en que era cultísimo. Se ponía el título de doctor, y la gente decía que había sido cirujano y químico.
Gruñó, malhumorada. En el aire denso flotaban motas de polvo. El ronroneo del gato, interminable, parecía una turbina.
La voz estridente volvió a cortar el aire.
—Shottum buscaba un conservador para su gabinete, y a Leng le interesó, aunque está claro que en cuestión de gabinetes de curiosidades era la opción de más bajo nivel. El caso es que alquiló habitaciones en el último piso del gabinete.
De momento no había contradicción con los datos de la carta de Shottum.
—¿Eso cuándo fue? —preguntó Nora.
—En la primavera de mil ochocientos setenta.
—¿Leng vivía en el gabinete?
—¿Vivir en Five Points, un hombre de su clase social? No, faltaría más; pero no contaba nada a nadie. Era raro, muy esquivo, con una manera de hablar y unos gestos muy ceremoniosos. Ni siquiera mi padre sabía dónde vivía. Leng no se prestaba a intimar con nadie. Se pasaba casi todo el día en el gabinete de Shottum, o en el Lyceum. Me acuerdo de que en lo de Shottum, teóricamente, sólo tenía que trabajar uno o dos años, y de que al principio Shottum estaba muy contento. Leng catalogó la colección y redactó etiquetas para todo, pero un día pasó algo que mi padre no llegó a saber qué era, y Shottum empezó a sospechar de Leng. Quería pedirle que se marchara, pero no acababa de decidirse. Leng le pagaba muy bien por disponer del segundo piso, y a Shottum el dinero le iba de perilla.
—Los experimentos de Leng, ¿de qué tipo eran?
—Supongo que los típicos. Todos los científicos tenían laboratorio propio, incluido mi padre.
—¿Y dice que su padre no llegó a saber la razón de las sospechas de Shottum?
Significaría que McFadden no había leído la carta escondida en la caja de pata de elefante.
—Exacto. Tampoco insistió mucho en el tema. Shottum siempre había sido un personaje un poco excéntrico, aficionado al opio y con arranques de melancolía, y mi padre sospechaba que sufría cierta inestabilidad mental. Luego, una tarde de verano de mil ochocientos ochenta y uno, el gabinete de Shottum se quemó. Fue un incendio tan grave que sólo encontraron restos de los huesos de Shottum, y en muy mal estado. Decían que había empezado por la planta baja, y que era culpa de una lámpara de gas defectuosa.
Emitió otro sonido de desagrado.
—¿Y usted no está de acuerdo?
—Mi padre estaba convencido de que el incendio lo había provocado Leng.
—¿Sabe por qué?
La anciana negó lentamente con la cabeza.
—No, no se me sinceró.
Tardó un poco en continuar.
—Más o menos en la misma época del incendio, Leng dejó de asistir a las reuniones del Lyceum. Al museo tampoco iba, y mi padre perdió el contacto. Parecía que hubiera desaparecido de los círculos científicos. Hasta que reapareció debieron de pasar treinta años.
—¿Cuándo fue?
—Durante la Gran Guerra. Yo entonces era muy pequeña. Es que mi padre se casó mayor. Bueno, pues recibió una carta de Leng, muy amistosa, pidiéndole que reanudaran el contacto, pero mi padre se negó. Leng, que insistía, empezó a ir al museo y a las conferencias de mi padre, y a pasar mucho tiempo en el archivo. Mi padre se puso nervioso, y después de un tiempo incluso se asustó. Estaba tan preocupado que me parece que llegó a pedir consejo a varios miembros del Lyceum amigos suyos. Ahora mismo me vienen dos nombres a la cabeza: James Henry Perceval y Dumont Burleigh. Venían a casa bastante a menudo, poco antes del final.
—Ya. —Nora siguió tomando apuntes—. Pero ¿a Leng no llegó a conocerle?
Se produjo una pausa.
—Sí, una vez. Vino a casa muy tarde con un espécimen para mi padre; no le dejaron entrar, y lo dejó en la puerta. Era algo esculpido de los mares del Sur, con poco valor.
—¿Y luego?
—Al día siguiente mi padre desapareció.
—¿Y usted está convencida de que lo hizo Leng?
—Sí.
—¿Cómo?
La anciana se atusó el cabello y fijó en Nora una mirada penetrante.
—¿Cómo quiere que sepa eso, hija?
—Pero ¿qué sentido tiene que Leng le asesinara?
—Yo creo que mi padre descubrió algo de él.
—¿El museo no lo investigó?
—A Leng, en el museo, no le había visto nadie. Tampoco le habían visto ir a ver a mi padre. No había pruebas de nada. No intervinieron ni Perceval ni Burleigh. Al museo le pareció más fácil cargarse el prestigio de mi padre (dando a entender que se había escapado por motivos desconocidos) que investigar. Yo entonces era pequeña. Al hacerme mayor pedí que se reabriera la investigación, pero no podía aportar nada en concreto, y no me hicieron caso.
—¿Y su madre? ¿Sospechaba?
—Para entonces ya se había muerto.
—¿Qué le pasó a Leng?
—A partir de la última visita a mi padre, no volvieron a verle ni a tener noticias suyas.
Nora tomó aliento.
—¿Cómo era físicamente?
Clara McFadden no contestó enseguida.
—Nunca se me olvidará —dijo al fin—. ¿Ha leído
La caída de la casa Usher
, de Poe? Pues hay una descripción que cuando la leí me impresionó muchísimo, porque parecía hecha para él. Se me ha quedado tan grabada que aún sé recitar algunas frases: «Un cutis cadavérico, unos ojos grandes, líquidos y luminosos… una barbilla moldeada con finura, en la que la falta de prominencia revelaba una falta de energía». Leng era rubio y de ojos azules, con la nariz aguileña. Iba vestido de manera muy formal, con un traje negro a la antigua.
—Muy gráfica, la descripción.
—Leng era de esas personas que aunque no vuelvas a verlas se te quedan en la memoria; aunque ¿sabe qué le digo? Que de lo que más me acuerdo es de su voz. Era una voz grave, retumbante, con mucho acento, y lo especial que tenía era que sonaba como si hablaran dos personas a la vez.
Inexplicablemente, pareció que la oscuridad del salón se incrementara. Nora tragó saliva. Ya había hecho todas las preguntas previstas.
—Muchas gracias por recibirme, señorita McFadden —dijo, levantándose.