Read Los asesinatos e Manhattan Online
Authors: Lincoln Child Douglas Preston
Tags: #Intriga, Misterio, Policíaca
—¿Doctora Kelly? —preguntó mirando los papeles y sin dirigirse a nadie en particular.
Nora se levantó, y sus miradas coincidieron.
—¿Cómo está?
La cara del médico mostró una sonrisa glacial.
—Se recuperará. —Miró a Nora con curiosidad—. Doctora Kelly, ¿usted es médico o…?
—Arqueóloga.
—Ah. ¿Y su relación con el paciente…?
—De amistad. ¿Puedo verle? ¿Qué ha pasado?
—Anoche le pegaron un navajazo.
—Dios mío.
—Han faltado centímetros para que se le clavara en el corazón. Ha tenido mucha suerte.
—¿Cómo está?
—Pues… —El médico se quedó callado, y volvió a sonreír—. De muy buen humor. El señor Pendergast es una persona un poco especial. Ha insistido en que le operáramos con anestesia local; hoy día prácticamente no se hace, pero ha dicho que sólo firmaría el formulario de consentimiento con esa condición. Luego ha exigido un espejo, y han tenido que subirnos uno de obstetricia. Es la primera vez que tratamos con un paciente que… que exija tanto. Al principio he pensado que estaba operando a un cirujano, que es el peor paciente que puede tocarte.
—¿Para qué quería un espejo?
—Para ver la operación. Tenía las constantes vitales a la baja, y una hemorragia muy fuerte, pero ha insistido rotundamente en ver la herida desde varios ángulos antes de dejarse operar. Qué raro. ¿A qué se dedica el señor Pendergast?
—Pertenece al FBI. La sonrisa se esfumó.
—Ya. Entonces me lo explico un poco más. Al principio le habíamos puesto en habitación compartida, porque no quedaba ninguna individual, pero hemos tenido que dejar enseguida una libre. Ha hecho falta trasladar a un senador del estado.
—¿Por qué? ¿Porque Pendergast se quejaba?
—No, él no… —El médico tuvo un momento de vacilación—. Se dedicaba a ver el vídeo de una autopsia. Uno muy explícito. Y su compañero de habitación, lógicamente, se ha quejado. En fin, mejor, porque hace una hora han empezado a traer cosas. —Se encogió de hombros—. No quería la comida del hospital. Ha insistido en encargarla en Balducci's. Tampoco ha querido un gota a gota, y ha rechazado los calmantes; ni OxyContin, ni Vico-din, ni Tylenol número tres. Debe de dolerle una atrocidad, pero no lo demuestra. Yo, con la nueva normativa de derechos del paciente, tengo las manos atadas.
—Típico de él.
—La parte positiva es que los pacientes más difíciles suelen ser los que se recuperan más deprisa. Las únicas que me dan pena son las enfermeras. —El médico miró su reloj—. Le aconsejo que vaya a verle ahora. Es la mil quinientos uno.
Al acercarse a la habitación, Nora notó que olía un poco a algo, y que ese algo no concordaba con los aromas a comida rancia y alcohol. Se trataba de algo exótico, fragante. Al otro lado de la puerta abierta se oía una voz estridente. Antes de entrar, Nora llamó.
El suelo de la habitación estaba ocupado por varios montones de libros viejos, sobre los que se acumulaban mapas y papeles. También había bastones muy largos de incienso de sándalo en copas de cristal, que desprendían cintas de humo. Ahora me explico el olor, pensó Nora. Al lado de la cama, una enfermera tenía una mano crispada alrededor de una caja de plástico de pastillas, y la otra con una jeringuilla. Pendergast estaba acostado, con bata negra de seda. Arriba, en el televisor, un equipo de tres médicos trabajaba con un cadáver despatarrado, grotesco y lleno de sangre.
Uno de ellos se dedicaba a extraer del cráneo un cerebro fofo. Nora apartó la vista. La mesita de noche estaba ocupada por un plato con salsa de mantequilla y restos de colas de langosta.
—Señor Pendergast, insisto en que se deje poner la inyección —decía la enfermera—. Acaban de operarle de algo muy grave, y es necesario que duerma.
Pendergast retiró los brazos de debajo de la cabeza, cogió un libro polvoriento que había encima de la sábana y empezó a hojearlo con despreocupación.
—Mire, señorita, no tengo ninguna intención de dejar que me la ponga. Dormiré cuando tenga que dormir.
Quitó soplando el polvo del lomo, y abrió el volumen.
—Pues llamaré al doctor. Esto no se puede permitir. Además, toda esta porquería es de lo más antihigiénico.
La enfermera movió una mano por la nube de polvo. Pendergast asintió y volvió a pasar la página. La enfermera salió hecha una energúmena, y pasó al lado de Nora, a quien Pendergast miraba sonriendo.
—Ah, doctora Kelly. Pase, por favor, póngase cómoda.
Nora tomó asiento en una silla, al pie de la cama.
—¿Se encuentra bien?
El agente asintió.
—¿Qué ha pasado?
—Que bajé la guardia.
—Pero ¿quién ha sido? ¿Dónde? ¿Cuándo?
—Delante de donde vivo —dijo Pendergast. Levantó el mando a distancia, apagó el vídeo y dejó el libro sobre la cama—. Un hombre vestido de negro, con bastón y bombín. Intentó cloroformizarme, pero yo aguanté la respiración, hice ver que me desmayaba y salí huyendo. Por desgracia era fortísimo, y muy rápido. Le subestimé. Me dio una cuchillada y se escapó.
—¡Podría haberle matado!
—Era la intención.
—Según el médico, la cuchillada pasó a pocos centímetros del corazón.
—En efecto. Al darme cuenta de que iba a dármela, dirigí su mano hacia una zona que no fuera vital. Es un buen truco. Se lo digo por si llega a encontrarse en una situación parecida. —Se incorporó ligeramente—. Doctora Kelly, estoy convencido de que es la misma persona que mató a Doreen Hollander y Mandy Eklund.
Nora le dirigió una mirada penetrante.
—¿En qué se basa?
—En que alcancé a ver el arma, y era un escalpelo de cirujano con cuchilla de miringotomía.
—Pero… pero ¿por qué a usted?
Pendergast sonrió, aunque con más dolor que alegría.
—La respuesta no parece muy difícil. En algún momento nos hemos acercado demasiado a la verdad, y le hemos hecho salir de su guarida. Es un paso adelante, y muy positivo.
—¿Positivo? ¡Pero si es muy posible que aún corra peligro!
Pendergast concentró en ella la mirada de sus ojos claros.
—No soy el único, doctora Kelly. Usted y el señor Smithback deberán tomar precauciones.
Hizo una ligera mueca de dolor.
—Ha hecho mal en no aceptar el calmante.
—Para mis planes es fundamental no perder la lucidez. Durante muchísimos siglos la gente se las arreglaba sin calmantes. Pero a lo que iba: tome precauciones. No salga sola de noche. Me fío mucho del sargento O'Shaughnessy. —Dejó una tarjeta en la mano de Nora—. Si necesita algo, llámele. Yo estaré recuperado en pocos días.
Nora asintió.
—Mientras tanto, no sería mala idea pasar el día fuera de la ciudad. En Peekskill hay una mujer muy sociable, pero que no tiene a nadie, y estaría encantada de que la visitaran.
Nora suspiró.
—Ya le expliqué que no puedo seguir colaborando. Además, todavía no me ha dicho por qué dedica tanto tiempo a los asesinatos.
—Lo que le dijera, a estas alturas, pecaría de incompleto. Debo seguir trabajando, y ajustando piezas en el puzzle. Ahora bien, doctora Kelly, le garantizo una cosa: no se trata de un simple pasatiempo. Es crucial que averigüemos más sobre Enoch Leng.
Hubo un momento de silencio.
—Si no lo hace por mí, hágalo por Mary Greene.
Nora se levantó para marcharse.
—Ah, doctora Kelly…
—Smithback no es tan malo. Sé por experiencia que en situaciones difíciles se puede confiar en él. En las presentes circunstancias, para mí sería un gran alivio que trabajaran juntos, y…
Nora negó con la cabeza.
—Ni hablar.
Pendergast levantó la mano con un poco de impaciencia.
—Hágalo por su seguridad. Bueno, tengo que seguir trabajando. Mañana me alegraré muchísimo de recibir noticias de su boca.
El tono no admitía discusión. Nora se marchó enojada. Pendergast había vuelto a meterla en el caso contra su voluntad, y encima ahora quería cargarle al gilipollas de Smithback. Pues de eso nada. ¡Con lo contento que estaría de poner las zarpas en la segunda parte de la historia! Él y su Pulitzer… Pues bien, iría a Peekskill, pero iría sola.
La habitación del sótano era pequeña y silenciosa. Su sencillez hacía que recordase a una celda de monje. Lo único en romper la monotonía del suelo, una superficie de piedra irregular, y la de las paredes, húmedas e inacabadas, eran una mesa estrecha de madera y una silla rígida e incómoda. La lámpara negra del techo, con su luz espectral, bañaba de azul los cuatro objetos de la mesa: un libro con muescas y moho, una pluma de esmalte, una tira de caucho marrón y una jeringuilla hipodérmica.
El ocupante de la silla fue mirando uno por uno los objetos, perfectamente alineados, y acercó con lentitud una mano a la jeringa. El reflejo de la luz ultravioleta confería a la aguja una belleza de otro mundo. Dentro del tubo de cristal, el suero casi parecía humear.
Contempló el suero y lo hizo correr de un lado para otro, fascinado por sus remolinos y sus infinitos, minúsculos giros. Tenía ante sus ojos el objeto de seculares desvelos: la piedra filosofal, el santo grial, el único nombre verdadero de Dios. Su consecución había exigido muchos sacrificios, tanto por parte de él como de la larga serie de fuentes de suministro humanas que habían dado la vida en aras de su perfeccionamiento. En un caso así, sin embargo, cualquier cantidad de sacrificio era aceptable. Tenía delante todo un universo de vida, confinado en una prisión de cristal. Su vida. ¡Pensar que en el origen de todo estaba un único material, la membrana neuronal de la cola de caballo, el haz de ganglios medulares donde se situaban los nervios de mayor longitud! Bañar todas las células del cuerpo en la esencia de las neuronas, las células que no morían: un concepto sencillísimo, pero, en su desarrollo, de una dificultad lamentable.
El proceso de síntesis y refinamiento era tortuoso. Aun así le procuraba placer, al igual que el rito que estaba a punto de poner en práctica. Para él, crear la reducción final, proceder paso por paso, se había convertido en una experiencia religiosa. Eran como las innumerables claves gnósticas que debe ejecutar el creyente como requisito para que empiece la auténtica plegaria; o como cuando el clavecinista progresa por las veintinueve
Variaciones Goldberg
antes de llegar a la verdad final, pura y sin adornos, concebida por Bach.
El placer de sus reflexiones quedó empañado fugazmente por el recuerdo de las personas que con mucho gusto le habrían parado los pies; las que se proponían descubrirle, seguir la pista (borrada con esmero) hasta su habitación y detener su noble obra. El más peligroso ya había sido castigado por su osadía, aunque menos terminantemente de lo planeado. Habría, sin embargo, otros métodos y oportunidades.
Dejó en la mesa la jeringa, cogió el diario con encuademación de piel y levantó la tapa, provocando la brusca irrupción de un nuevo olor en la sala: moho, podredumbre y descomposición. No dejaba de sorprenderle la ironía de que un volumen tan afectado por el paso de los años lograra contener el antídoto contra el desgaste provocado, precisamente, por ellos.
Pasó lentamente las páginas, con ternura y deteniéndose en los años iniciales: años de trabajo duro, de meticulosas investigaciones. Después de un rato llegó al final, donde las anotaciones se conservaban nuevas y frescas. Entonces destapó la pluma y la aplicó cerca de la última entrada, listo para poner por escrito sus nuevas observaciones.
Le habría gustado tomárselo con calma, pero no se atrevía. El suero requería una temperatura muy determinada, y a partir de cierto tiempo perdía su estabilidad. Su mirada recorrió la superficie de la mesa, y suspiró con algo que se parecía a la decepción. Por descontado que no se trataba de tal cosa, puesto que la inyección tendría por resultado la anulación de los venenos y oxidantes del cuerpo, y la detención del proceso de envejecimiento; todo lo que, en suma, se les había escapado durante tres docenas de siglos a los mejores cerebros.
Acelerando sus movimientos, cogió la tira de caucho, se la ató por encima del hombro del brazo derecho, dio un golpecito de uña a la vena que empezaba a marcarse, aplicó la aguja a la fosa antecubital y la clavó.
Cerró los ojos.
Nora salió caminando del edificio rojizo y recargado de la estación ferroviaria de Peekskill, y la intensidad del sol matinal le hizo entornar los párpados. En Grand Central, al subir al tren, llovía, mientras que en el centro de Peekskill, su vieja fachada fluvial, sólo unas pocas nubes quebraban el azul del cielo. Todo eran edificios de ladrillo, muy pegados unos a otros, de tres plantas, con las fachadas desleídas volcándose en el Hudson. Tras ellas, varias callejuelas subían en dirección a la biblioteca y el ayuntamiento. Al fondo, las casas de los barrios viejos se encaramaban a la ladera de roca viva, punteando con árboles añejos la larga lámina de césped de sus jardines. Entre las edificaciones viejas se intercalaban casitas más recientes, un taller mecánico y alguna que otra tienda de alimentación latinoamericana. El conjunto desprendía un aire destartalado, vetusto. Era un pueblo orgulloso en proceso de transición que, ante el deterioro y el descuido, se aferraba a su dignidad.
Consultó la dirección que le había dado por teléfono Clara McFadden, y emprendió el ascenso por Central Avenue hasta meterse a la derecha por la calle Washington y encaminarse a la plaza Simpson, con la cartera vieja de piel colgando de una mano. La cuesta era muy pronunciada, tanto que empezaba a costarle respirar. Al otro lado del río, los árboles dejaban entrever Bear Mountain, como una muralla, o un mosaico de amarillos y rojos otoñales con algunas manchas más oscuras: abetales y pinares.
La casa de Clara McFadden seguía el estilo inglés de principios del sigloXVIII,pero no estaba en sus mejores momentos. Tenía el tejado abuhardillado, y dos torrecillas provistas de miradores. La pintura blanca se caía a trozos. La planta baja estaba rodeada por un porche corrido. Mientras Nora recorría el camino de entrada, que era corto, el viento que soplaba por los árboles le lanzaba remolinos de hojas. Subió al porche e hizo sonar una campana de bronce macizo.
Pasó un minuto. Pasaron dos. Justo cuando estaba a punto de volver a llamar, se acordó de que la anciana le había dicho que entrase por su propio pie.
Giró el pomo, también grande y de bronce, y empujó. La puerta, al ceder, produjo un chirrido de bisagras poco usadas. Penetró en un recibidor y colgó el abrigo en el único gancho que había. Olía a polvo, a tela vieja y a gato. Había una escalera de acceso al primer piso. Nora vio a mano derecha un arco grande con jambas de roble tallado, que llevaba a lo que parecía un salón.