Los asesinatos e Manhattan (27 page)

Read Los asesinatos e Manhattan Online

Authors: Lincoln Child Douglas Preston

Tags: #Intriga, Misterio, Policíaca

BOOK: Los asesinatos e Manhattan
12.77Mb size Format: txt, pdf, ePub

Al fondo había dos puertas que llevaban a otras salas: en un caso a la de las bañistas, y en la otra a lo que figuraba como «Galería de monstruosidades antinaturales». La segunda, estrecha y oscura, era la que había ido a ver Pendergast.

En ella no se hablaba tan alto, ni había tanto público. Casi todo eran chicos nerviosos y con la boca abierta. El ambiente había pasado de carnavalesco a más sosegado y fantasmal. La oscuridad, lo enrarecido y silencioso del ambiente, se conjugaban para crear un clima de miedo.

En el primer recodo de la galería había una mesa con un tarro de cristal muy grueso, que tenía sellado el tapón y contenía un bebé humano. De su frente salían dos brazos en miniatura, perfectamente formados. Pendergast aproximó la cara y vio que la pieza se diferenciaba de la mayoría en no estar manipulada. Siguió adelante. Un nicho pequeño alojaba a un perro con cabeza de gato. En este caso saltaba a la vista la falsificación, en forma de costuras que se veían por debajo del pelaje ralo. El espécimen estaba al lado de una almeja gigante, abierta y con el esqueleto de un pie dentro. La etiqueta relataba la truculenta peripecia del pobre pescador de perlas. Otro recodo y apareció una miscelánea de objetos en tarros de formol, entre ellos una fisalia, una rata gigante de Sumatra y una cosa marrón y repulsiva del tamaño de una sandía, pero achaparrada y con la etiqueta «Hígado de un mamut lanudo que quedó congelado en el hielo siberiano». El siguiente recodo dejó a la vista un anaquel con una calavera humana, dotada de una repugnante excrecencia ósea en la frente, y de la etiqueta «El hombre rinoceronte de Cincinnati».

Pendergast se detuvo y escuchó. El ruido de la gente casi sehabía apagado, y estaba solo. El pasillo formaba un último y pronunciado recodo. En la penumbra, una flecha muy estilizada indicaba el camino hacia el espécimen del otro lado, junto con el letrero «Visiten a Wilson el Manco, si se atreven».

Dobló la esquina. Al otro lado el silencio casi era total. De momento no había ningún otro visitante. El final del recorrido era una sala minúscula que sólo contenía una pieza: una vitrina con una cabeza disecada dentro. Entre los labios torcidos aún sobresalía la lengua, reseca y con pinta de habano. Al lado había algo que parecía una salchicha seca de más o menos treinta centímetros, con un gancho en un extremo, sujeto con cintas de cuero. El objeto contiguo era el extremo deshilachado de un dogal.

Todo ello estaba identificado con una etiqueta:

CABEZA
DEL FAMOSO ASESINO
Y LADRÓN
WILSON EL MANCO,
AHORCADO EN EL TERRITORIO DE DAKOTA
EL 4 DE JULIO DE 1868

EL DOGAL
EN EL QUE FUE AHORCADO

MUÑÓN DEL ANTEBRAZO Y DEL GANCHO DE WILSON EL MANCO,
POR LOS QUE SE PAGÓ UNA RECOMPENSA
DE MIL DÓLARES

Pendergast examinó el cubículo, muy oscuro y aislado. Un recodo pronunciado del pasillo lo separaba del resto de la exposición. Era tan pequeño que no cabían dos personas sin apreturas.

En las salas principales no habría sido audible un grito de socorro.

Se trataba del final del recorrido. Mientras Pendergast examinaba la pared del fondo, esta tembló y desapareció. La construcción mental volvió a quedar envuelta en niebla, y a disiparse. Sin embargo, daba igual: Pendergast ya había visto bastante, y recorrido bastante, para comprender.

Por fin conocía el procedimiento por el que Leng se procuraba sus víctimas.

12

Patrick O'Shaughnessy estaba en la esquina de las calles Setenta y dos y Central Park West, contemplando la fachada del edificio Dakota. Había un arco muy grande por el que se accedía a un patio interior. Detrás, el bloque acaparaba como mínimo una tercera parte de la profundidad de la manzana. Era donde habían agredido a Pendergast por la noche.

De hecho, en el momento del navajazo debía de haber estado todo prácticamente igual, con la lógica excepción de la presencia del viejo, que, según testimonio de Pendergast, llevaba bombín. El hecho de que casi hubiera reducido al agente del FBI era francamente extraño, por muy en cuenta que se tuviera el factor sorpresa.

O'Shaughnessy volvió a preguntarse a qué coño había ido allí. No estaba de servicio. Lo normal habría sido ir a tomarse unas cervezas con los amigos, o quedarse en casita escuchando la nueva versión de
La novia vendida
. ¿A él qué más le daba, si ni siquiera le pagaban?

El primer sorprendido de que le importara —porque le importaba— era él.

Previsiblemente, Custer había quitado importancia a la agresión. Para él se trataba de un vulgar atraco: «Con esa pinta de paleto, no me extraña que se le echen encima». Pues bien, a O'Shaughnessy le constaba que Pendergast, de paleto, no tenía ni un pelo. Seguro que lo de parecer tan de Nueva Orleans era una estrategia para despistar a tíos como Custer. Tampoco opinaba que a Pendergast le hubieran atracado. Todo muy bonito, pero ya no podía posponer la decisión: ¿qué hacer al respecto?

Se encaminó lentamente al lugar de la agresión.

Por la mañana había visitado a Pendergast en el hospital, y el agente le había insinuado lo útil (utilísimo) que sería contar con el informe del forense sobre los huesos descubiertos en el solar en obras. O'Shaughnessy se daba cuenta de que la única manera de conseguirlos era saltarse a Custer. Pendergast, además, quería más datos sobre el dueño de la constructora, Fairhaven, cuya condición de intocable había sido muy subrayada por Custer. En ese momento, O'Shaughnessy comprendió que había cruzado una línea invisible, la que separaba el trabajar para Custer de hacerlo para Pendergast; y fue una sensación novedosa, casi embriagadora: por primera vez en su vida trabajaba con alguien a quien respetaba. Alguien que no le juzgaría de antemano por hechos del pasado, ni le trataría como a un simple poli irlandés de quinta generación, una especie de chico para todo. Por eso había venido al Dakota en su noche libre. Entre dos colegas, uno de los cuales estaba en peligro, era lo normal.

Pendergast guardaba su habitual silencio en torno a la agresión, pero a O'Shaughnessy no le parecía que tuviera ninguna de las características del típico atraco. Recordó vagamente su época en la academia, las estadísticas sobre clases de delitos y la forma de cometerlos. Entonces aún tenía grandes esperanzas sobre su futuro en el cuerpo. Eso antes de haberle aceptado doscientos billetes a una prostituta, por lástima.

Y (a sí mismo no podía engañarse) porque los necesitaba.

Se detuvo, tosió y escupió en la acera.

«Motivos, procedimientos y ocasiones»: era como lo planteaban en la academia. En primer lugar, los motivos. ¿Por qué matar a Pendergast?

Ordena los factores, se dijo. Primero: está investigando a un asesino en serie de hace ciento treinta años. Por este lado, de motivos, nada de nada: el asesino está muerto.

Segundo: aparece un asesino por imitación, y Pendergast se presenta en la autopsia antes de que haya empezado. ¡Caray!, pensó O'Shaughnessy, eso es que sabía por dónde iban los tiros antes que el forense. Pensó que Pendergast ya había relacionado previamente el asesinato de la turista con los del siglo XIX.

¿Cómo?

Tercero: atacan a Pendergast.

Hasta ahí los hechos, tal como los veía O'Shaughnessy. ¿Qué conclusión podía sacarse de ellos?

Que Pendergast sabía de antemano algo importante. Y que también lo sabía el asesino por imitación. Algo lo bastante importante para que el asesino se arriesgara a ir a por él en plena calle Setenta y dos —que no era precisamente un desierto, ni siquiera a las nueve de la noche—, y hubiera estado a punto de conseguir su objetivo de matarle, que era lo más asombroso.

O'Shaughnessy dijo una palabrota. El gran misterio era el propio Pendergast. Pensó que ojalá se le sincerara y le diera más datos. Le estaba manteniendo en la inopia. ¿Por qué? Buena pregunta, sí señor.

Soltó otra palabrota. Pendergast le pedía mucho, pero no le daba nada a cambio. ¿Qué sentido tenía malgastar una tarde preciosa de otoño en merodear por el Dakota en busca de pistas inexistentes, y todo para un tío que no quería que le ayudaran?

Tranquilo, tío, se dijo O'Shaughnessy. Nunca había conocido a nadie tan lógico y metódico como Pendergast. Sus razones tendría. Cada cosa a su tiempo. Él, de momento, perdía el suyo. A cenar se había dicho, y a leer el último número de
Opera News
.

Dio media vuelta para volver a su casa, y fue entonces cuando vio aparecer por la esquina una silueta alta y oscura. Siguió el impulso de esconderse en el portal que tenía más a mano, y esperó. El desconocido estaba en la esquina, justo donde minutos antes había estado O'Shaughnessy, y miraba alrededor. De repente, con paso lento y furtivo, echó a caminar en dirección al sargento. Este se puso tenso y entró un poco más en el portal. La silueta avanzó hasta la esquina del edificio, y se quedó justo donde habían atacado a Pendergast. Entonces encendió una linterna. Parecía examinar la acera en derredor. Llevaba un abrigo largo, de color oscuro, en el que era fácil llevar un arma oculta. Poli no era, eso seguro. Por otro lado, la agresión no había salido en los periódicos.

O'Shaughnessy tomó una decisión rápida. Cogió la pistola reglamentaría con la mano derecha, y con la izquierda sacó la insignia. Luego salió de la oscuridad.

—Policía —dijo, serenamente pero con firmeza—. No se mueva. Ponga las manos donde pueda verlas.

La silueta, con un grito agudo, saltó y levantó unos brazos larguiruchos.

—¡Un momento, no dispare! ¡Soy periodista!

Al reconocerle, O'Shaughnessy se relajó.

—Ah, es usted —dijo decepcionado, enfundando la pistola.

—Lo mismo digo. —Smithback bajó los brazos temblequeantes—. El poli de la inauguración.

—El sargento O'Shaughnessy.

—Eso. ¿Qué hace aquí?

—Supongo que lo mismo que usted —dijo O'Shaughnessy.

De repente se acordó de que tenía delante a un periodista, y pensó que no le convenía que se enterara Custer. Smithback se secó la frente con un pañuelo manchado.

—Me ha pegado un buen susto.

—Perdone. Es que me ha parecido sospechoso.

Smithback movió la cabeza.

—Me lo imagino. —Miró alrededor—. ¿Ha encontrado algo?

—No.

Se produjo un momento de silencio.

—¿Quién cree usted que fue? ¿Un atracador cualquiera?

A pesar de que la pregunta de Smithback coincidiera con la que acababa de hacerse él, O'Shaughnessy se limitó a encogerse de hombros. Era preferible callar.

—Alguna teoría tendrá la policía, ¿no?

Volvió a encogerse de hombros. Smithback se acercó y bajó la voz.

—Oiga, que si es confidencial ya me hago cargo. Puedo citarle como «fuente anónima».

O'Shaughnessy no pensaba caer en la trampa. Smithback suspiró y miró hacia arriba, hacia los edificios, como si ya estuviera todo dicho.

—Bueno, pues por aquí no hay mucho más que ver. Ya que es tan silencioso, me voy a tomar algo, a ver si me recupero del susto. —Se guardó el pañuelo en el bolsillo—. Buenas noches.

Después de unos pasos, se detuvo como si de repente se le hubiera ocurrido algo.

—¿Viene?

—No, gracias.

—Anímese, hombre —dijo el periodista—, que no le veo pinta de estar de servicio.

—He dicho que no.

Smithback se acercó un paso más.

—Oiga, ahora que lo pienso, podríamos ayudarnos. Necesito estar a la última sobre la investigación del Cirujano.

—¿El Cirujano?

—Sí, ¿no lo sabe? Es como llaman al asesino en serie en el
Post
. Qué cutre, ¿eh? Pues lo dicho, que necesito información, y seguro que usted también. ¿O no?

O'Shaughnessy se quedó callado. Era verdad que la necesitaba, pero faltaba saber si Smithback sabía algo o simplemente se marcaba un farol.

—Le voy a ser sincero, sargento. Me han robado la exclusiva sobre la turista asesinada en Central Park, y ahora, o consigo novedades o el director me echará una buena bronca. No hace falta que sea muy concreto: alguna pequeña pista, alguna insinuación de amigo… Me conformo con eso.

—¿De qué información dispone? —preguntó O'Shaughnessy, receloso y acordándose de las palabras de Pendergast—. Por ejemplo: ¿sabe algo de Fairhaven?

Smithback puso los ojos en blanco.

—¿Lo pregunta en serio? De ese sé mucho. Dudo de que le sirva de mucho, pero si quiere se lo cuento. Vamos a tomar una copa y lo comentamos.

O'Shaughnessy miró a ambos lados de la calle, y no pudo resistirse a la tentación. Existía la posibilidad de que Smithback fuera un timador, pero parecía honrado. En otros tiempos incluso había colaborado con Pendergast, aunque no se le apreciaran demasiadas ganas de recordarlo. Por otra parte, Pendergast le había pedido recabar información acerca de Fairhaven.

—¿Dónde?

El periodista sonrió.

—¿Lo pregunta en serio? Los mejores bares de Nueva York están a una manzana de aquí, en Columbus. Conozco uno buenísimo que es donde van todos los del museo. El Huesos, se llama. Venga, que yo pago la primera ronda.

13

Hubo un momento en que la niebla se hizo más densa. Pendergast mantuvo la concentración, hasta que saltaron chispazos anaranjados y amarillos. Notó calor en la cara. La bruma empezaba a disiparse.

Estaba en la calle, delante del Gabinete de Producciones y Curiosidades Naturales J. C. Shottum. Era de noche. El gabinete se había incendiado. Por las ventanas de la planta baja y el primer piso salían llamas muy grandes rodeadas por un remolino de humo negro y pestilente. Varios bomberos y un grupo de policías corrían como locos alrededor del edificio, aislándolo con cuerdas y empujando a los mirones para que se apartaran del fuego. En el lado interior de la cuerda, varios pelotones de bomberos lanzaban chorros de agua a las llamas sin conseguir apagarlas, mientras otros corrían a mojar las farolas de gas de la acera.

El calor era una fuerza física, un muro. Pendergast, que estaba de pie en la esquina, miró con interés el coche de bomberos: consistía en una caldera grande y negra con ruedas de carro, que escupía vapor, y en cuyos laterales empañados se leía en letras de oro AMOSKEAG MANUFACTURING COMPANY.A continuación se giró hacia los mirones. ¿Estaría Leng entre ellos, admirando su obra? No, seguro que se había marchado mucho antes. No era ningún pirómano. Estaría a salvo en su casa de los barrios altos, cuya situación exacta se desconocía.

Gran pregunta, la de la situación de la casa, pero había otra que podía ser aún más urgente: ¿adonde había trasladado Leng su laboratorio?

Other books

Sweet Disgrace by Cherrie Lynn
The Judas Cloth by Julia O'Faolain
What Family Means by Geri Krotow
Careful What You Wish For by Maureen McCarthy
Going Wrong by Ruth Rendell
On the Edge by Pamela Britton
Blind Eye by Jan Coffey
Nanny by Christina Skye