Read Los asesinatos e Manhattan Online
Authors: Lincoln Child Douglas Preston
Tags: #Intriga, Misterio, Policíaca
—Pero ¿se puede saber qué hacen allí al fondo? —exclamó Brisbane—. ¡Eh, oiga! ¡Sí, usted! ¡Ha roto el espécimen!
El policía le miró inexpresivamente y volvió a internarse en el archivo arrastrando los pies. Custer se quedó callado, y cada vez más nervioso. De momento, los interrogatorios al personal del museo tampoco habían dado ningún fruto, sólo lo que ya se sabía por la investigación anterior. La presente operación era de Custer, toda suya; si se equivocaba (posibilidad apenas concebible, pero…), le pondrían de vuelta y media.
—Ahora mismo aviso a los de seguridad y hago que expulsen a sus hombres. —Brisbane estaba que echaba chispas—. Esto es intolerable. ¿Dónde está Manetti?
—Él nos ha dejado entrar —dijo Custer distraídamente.
¿Y si había cometido un error garrafal?
—Pues mal hecho. ¿Dónde está? —Al girarse, Brisbane vio a Osear Gibbs, el ayudante del archivo—. ¿Y Manetti?
—Se ha marchado —dijo Gibbs.
Custer, que lo miraba todo como desde lejos, se fijó en que el tono impertinente y la mirada hosca del joven expresaban su opinión sobre Brisbane, y volvió a pensar: Este hombre no le cae bien a nadie. Tiene muchos enemigos. Seguro que Puck le tenía tirria, por la bronca que le soltó. Y no se lo reprocho, porque…
Fue el momento en que tuvo la revelación. Era como la primera, sólo que mucho mayor. Después de tenerla parecía evidente, pero le había costado mucho comprenderlo. Era una de esas intuiciones por las que te condecoraban. Un paso deductivo digno de Sherlock Holmes. Se giró y observó discretamente a Brisbane. Le brillaba la cara, cuidadísima, y estaba despeinado, con una mirada que echaba fuego.
—¿Y adonde ha ido? —quiso saber el abogado.
Gibbs se encogió de hombros con descaro. Brisbane dio un par de zancadas en dirección a la mesa y cogió el teléfono. Mientras Custer seguía observándole, marcó unos cuantos números y dejó mensajes en voz baja y agitada. Después volvió a mirar a Custer.
—Capitán, le ordeno por segunda vez que retire a sus hombres de aquí.
Custer sostuvo su mirada con los párpados caídos. El paso siguiente exigía la máxima cautela.
—Señor Brisbane —dijo, con la esperanza de que el tono pareciera sensato—, ¿y si lo discutiéramos en su despacho?
La reacción inmediata de Brisbane fue de sorpresa.
—¿En mi despacho?
—Sí, donde no haya tanta gente. Es posible que no haga falta prolongar mucho más el registro del museo. En su despacho podríamos llegar a una solución rápida.
Brisbane puso cara de pensárselo.
—Bueno, por qué no. Sígame.
Custer le hizo señas a uno de los detectives, el teniente Piles.
—Le dejo a usted al cargo.
—A la orden.
A continuación miró a Noyes y le convocó a su lado mediante el simple gesto de doblar uno de sus dedos de salchicha.
—Usted acompáñeme, Noyes —murmuró—. ¿Lleva la de reglamento?
Noyes asintió, con sus ojos legañosos brillando en la penumbra.
—Pues vamos.
La ranura volvió a abrirse. En aquel intervalo interminable de oscuridad y miedo, Smithback había perdido la percepción del tiempo. ¿Cuánto había transcurrido? ¿Diez minutos? ¿Una hora? ¿Un día?
Volvió a oírse la voz, mientras en el rectángulo de luz brillaban de nuevo los labios.
—Ha sido toda una atención visitarme en mi antigua e interesante casa. Espero que le haya gustado ver mis colecciones. Yo, a lo que le tengo más cariño es al coridón. ¿ Lo ha visto, por casualidad ?
Smithback intentó responder, pero se acordó demasiado tarde de que tenía esparadrapo en la boca.
—¡Uy, qué cabeza la mía! Perdone. Y no se moleste en contestar, que ya hablo yo. Usted escuche.
Smithback pasó revista mentalmente a las posibilidades de fuga, pero no había ninguna.
—Sí, el coridón es interesantísimo. El mosasaurio de Kansas, también. Y no nos olvidemos del durdag tibetano, que sólo hay dos en todo el mundo. Parece ser que lo hicieron con la calavera de la decimoquinta reencarnación de Buda.
Smithback oyó una risa árida, como de hojas secas dispersándose.
—En conjunto, querido señor Smithback, se trata de un gabinete de curiosidades interesantísimo. Lástima que haya podido verlo tan poca gente, y que los merecedores de ese honor no hayan tenido ocasión de repetir la visita.
Después de un momento de silencio, la voz siguió hablando con afabilidad.
—Con usted tendré cuidado, señor Smithback. No escatimaré esfuerzos.
A Smithback le recorrió las extremidades un espasmo de miedo que no se parecía a ninguna otra sensación que hubiese tenido en su vida. «Con usted tendré cuidado…» Comprendió que estaba a punto de morir, y se quedó tan asustado que al principio no se dio cuenta de que Leng le había llamado por su apellido.
—Va a ser una experiencia memorable, más que las de sus predecesores. Últimamente he hecho muchos progresos. El procedimiento quirúrgico se ha convertido en todo lo riguroso que se pueda imaginar. Estará despierto hasta el final. Piense que la clave es estar consciente. Ahora me doy cuenta. Le garantizo que se procederá con la más absoluta minuciosidad.
Durante unos momentos de silencio, Smithback luchó por no perder la razón. Los labios se apretaron.
—No le hago esperar más, que es de mala educación. ¿Le parece que nos traslademos al laboratorio?
Se oyó el ruido de una cerradura, y la puerta de hierro se abrió chirriando. La silueta oscura del hombre del bombín se acercaba con una jeringa muy larga, en cuyo extremo temblaba una gota blanca. Llevaba unas gafas ahumadas redondas, a la antigua.
—Sólo es una inyección para relajarle los músculos. Succinilcolina, muy parecido al curare. Se trata de un agente paralizador. Comprobará que tiende a infundir una debilidad como la que se experimenta al soñar. Ya me entiende: se acerca el peligro, y uno intenta escapar, pero nota que no puede moverse. No se asuste, señor Smithback: en su caso, aunque no pueda moverse, conservará la conciencia durante buena parte de la operación, hasta que se ejecute la extirpación final. Así le parecerá mucho más interesante.
Viendo acercarse la jeringa, Smithback forcejeó.
—Tenga en cuenta que es una operación muy delicada. Se necesita muy buen pulso, y mucha práctica. Mientras dura, hay que evitar que el paciente se mueva. A la mínima desviación del escalpelo, ya no hay más remedio que destruir la fuente de suministro y empezar con otra.
La jeringa seguía acercándose.
—Ahora, señor Smithback, le aconsejo que respire hondo.
«Con usted tendré cuidado…»
Sacando energías del terror más extremo, Smithback rodó a ambos lados para arrancar las cadenas, y abrió la boca en un esfuerzo desesperado por gritar por debajo del esparadrapo, pero notó que sólo le servía para desgarrarse los labios. Entonces se debatió contra el confinamiento de las esposas, pero el detentor de la jeringa se acercaba inexorablemente, y al fin Smithback sintió la punzada de la aguja introduciéndose en su carne, seguida por la difusión de un calor por sus venas, y por una debilidad inenarrable: justamente la que había descrito Leng, la sensación de parálisis propia de los peores momentos de las peores pesadillas. Con la diferencia de que Smithback sabía que no era ninguna pesadilla.
Al sargento de policía Paul J. Fenester todo aquello le ponía muy nervioso. Era una pérdida de tiempo espantosa, criminal. Miró las hileras de mesas de madera, repartidas en paralelo por la alfombra de la biblioteca; miró a los ocupantes del lado opuesto al de los policías, gente sin gracia, insulsa, con ropa de tweed y ojos saltones, como conservados en naftalina. Algunos ponían cara de susto; otros, de indignación. Saltaba a la vista que ninguno de los mequetrefes del museo sabía nada. No pasaban de ser una simple pandilla de científicos con caries y mal aliento. ¿De dónde sacaban a gente así? Le daba dentera pensar que una parte de su sueldo, que tanto le costaba ganar, se fuera en impuestos para aquellos inútiles. Además ya eran las diez de la noche, y cuando llegara a casa su mujer le iba a matar. ¿Qué era su trabajo? ¿Qué le pagaban el cincuenta por ciento más? ¿Qué (por presiones de ella) tenían que pagar la hipoteca del pisazo de Cobble Hill y la fortuna en pañales del crío? Daba igual. Le mataría. Llegaría a casa, se encontraría la cena hecha una costra negra en el horno —donde llevaba desde las seis a doscientos cincuenta grados— y a su mujer en la cama, con la luz apagada; pero despierta, por supuesto. Más tiesa que una escoba y cabreadísima, sin hacer caso del llanto del crío. Cuando Fenester se metiera en la cama, ella no le diría nada; sólo le daría la espalda con un suspiro monumental de pena por sí misma y…
—¿Fenester?
Se giró y vio que O'Grady, su compañero, le observaba.
—¿Te encuentras bien? Pones una cara que parece que se te haya muerto alguien.
Fenester suspiró.
—Ojalá fuera yo.
—Venga, despierta, que ya está aquí el siguiente.
Notó algo raro en el tono de O'Grady, algo que le hizo echar un vistazo a las mesas que les correspondían a los dos. Esta vez no tenían que vérselas con ningún fantasmón, sino con una mujer; y no una cualquiera, sino una verdadera belleza de pelo largo y rojizo, ojos color miel y un cuerpo delgado, atlético. Sin querer, irguió los hombros, metió la barriga y marcó los bíceps. Estaba sentada delante de los dos. Le llegó el olor de su perfume: caro, agradable y muy sutil. Menudo bombón. Miró a O'Grady de reojo y advirtió una transformación como la suya. Entonces Fenester cogió la tablilla y repasó la lista del interrogatorio. Conque era Nora Kelly, la tristemente famosa Nora Kelly. La que había encontrado el tercer cadáver y había sido perseguida en el archivo. No se esperaba que fuese tan joven. Ni tan atractiva.
O'Grady se le adelantó.
—Por favor, doctora Kelly, póngase cómoda. —Su tono se había vuelto melifluo, aterciopelado—. Soy el sargento O'Grady. Mi compañero es el sargento Fenester. ¿Nos da permiso para usar la grabadora?
—Si es necesario… —dijo ella.
Su voz era menos sexy que su físico. Lo seco y forzado del tono indicaba irritación.
—Tiene derecho a llamar a un abogado —siguió diciendo O'Grady con la misma suavidad—. Y a no contestar a las preguntas. Que quede claro que esto es voluntario.
—¿Y si me niego?
La reacción de O'Grady fue una risita amistosa.
—En eso yo ya no entro, ¿eh?, pero podrían citarla en comisaría. Los abogados salen caros. Sería una molestia. Además, tenemos muy pocas preguntas. Puro trámite. No es que sea sospechosa; sólo nos gustaría que nos ayudara un poco.
—Bueno, pues adelante —dijo ella—. Ya he pasado por muchos interrogatorios. Supongo que por uno más no me voy a morir.
O'Grady quiso seguir llevando la batuta, pero esta vez Fenester estaba preparado y le cortó. No pensaba quedarse como un pasmarote, dejando el interrogatorio en sus manos. ¡Vaya con el tío! Era igual de malo que su mujer.
—Doctora Kelly —se apresuró a decir. Quizá el tono de su voz había sido demasiado duro, pero lo disimuló con una sonrisa—. Nos alegramos mucho de que quiera ayudarnos. Por favor, declare su nombre y apellidos, su dirección y la hora y fecha en que estamos, para que quede grabado. En aquella pared hay un reloj; aunque ya veo que tiene uno de pulsera. Es puro trámite, ¿eh? Para tener las cintas ordenadas, y que no se mezclen. No nos gustaría equivocarnos de detenido.
Se rió entre dientes de su propio chiste, y le decepcionó que ella no le siguiera. Viendo la mirada de O'Grady, llena de lástima y condescendencia, Fenester notó que la antipatía hacia su compañero iba en aumento. En el fondo era inaguantable. Y luego hablaban del compañerismo de la policía. Le vinieron ganas, espontáneamente, de que un día de esos O'Grady parara una bala. Por ejemplo, al día siguiente.
La doctora dijo su nombre. Entonces Fenester volvió a intervenir para grabar el suyo, y O'Grady le imitó sin mucho entusiasmo. Finalizados los trámites, Fenester dejó la lista de antecedentes y cogió la de preguntas. No sólo le pareció más larga que antes, sino que le sorprendió encontrar algunas añadidas a mano al final de la lista. Seguramente acababan de incorporarlas, y se notaba que con prisas. ¿Quién coño se había dedicado a hurgar en los papeles? Vaya merienda de negros. O'Grady aprovechó el silencio para intervenir.
—Por favor, doctora Kelly, ¿podría describirnos su relación con el caso? Le ruego que se tome todo el tiempo necesario para acordarse en detalle. Si se le ha olvidado algo, o si no lo tiene claro, no deje de decírnoslo. La experiencia me ha enseñado que es mejor decir «no me acuerdo» que dar datos que puedan ser inexactos.
Sonrió de oreja a oreja, con un brillo casi cómplice en sus ojos azules. Que te follen, pensó Fenester. Ella suspiró de irritación, cruzó sus largas piernas y empezó a hablar.
Smithback notó que le vencía la parálisis, y una impotencia aterradora. Tenía las extremidades como muertas, inmóviles, ajenas. No podía pestañear, pero lo peor —y con mucho— era que ni siquiera podía respirar. Se le había inmovilizado todo el cuerpo. Loco de pánico, intentó llenarse los pulmones de aire. Era como ahogarse, pero peor.
Ahora Leng estaba inclinado sobre él: una silueta oscura a contraluz de la mirilla, con la jeringa vacía en una mano. Su cara, debajo del ala del bombín, era una mancha negra. Acercó la otra mano y cogió la punta del esparadrapo que seguía tapando parcialmente la boca de Smithback.
—Esto ya no hace falta —dijo. Bastó un tirón vigoroso para arrancarlo—. Ahora, a intubarle; no sea que se asfixie antes de empezar.
Smithback intentó tomar aliento para gritar, pero le salió un susurro casi inaudible. Se notaba la lengua hinchada y de un tamaño inverosímil dentro de la boca. Se le descolgó un poco la mandíbula y le corrió por la barbilla un reguero de saliva. El simple acto de inhalar una cantidad de aire equivalente a una cucharada era una auténtica odisea. El hombre del bombín retrocedió y salió por la puerta. Después se oyó un traqueteo en el pasillo, y Leng reapareció con una camilla de acero inoxidable y una máquina con ruedas de goma, grande y con forma de caja. Acercó la camilla a Smithback, se agachó y usó una vieja llave de hierro para, en un abrir y cerrar de ojos, quitar los grilletes de las muñecas y tobillos del periodista. El miedo y la desesperación no impidieron que Smithback percibiese un olor a ropa vieja, una mezcla de moho y naftalina a la que se añadían matices de sudor y, más difusamente, de eucalipto, como si Leng hubiera estado chupando una pastilla para la tos.