Read Los asesinatos e Manhattan Online
Authors: Lincoln Child Douglas Preston
Tags: #Intriga, Misterio, Policíaca
Como sus ojos habían captado un reflejo del armario contiguo, se acercó a él. Estaba repleto de piedras preciosas. Le llamo la atención una de ellas, tallada y de color verde, grande como unhuevo de petirrojo. En la etiqueta de debajo decía: «Diamante, espécimen perfecto de Siberia; 216 quilates; se cree que es el único diamante verde que existe». Al lado había una vitrina que destacaba por su tamaño y que contenía rubíes estrella, zafiros e, insinuándose en la oscuridad del fondo con sus brillos, otras gemas exóticas enormes cuyos nombres se resistían a ser pronunciados; gemas, todas ellas, comparables a las mejores del Museo de Historia Natural de Nueva York. Parecía que se les hubiera concedido un lugar de preferencia entre las demás piezas. Cerca, en un anaquel, había una serie de cristales de oro; cristales de una belleza sin mácula, con una textura de encaje que recordaba el hielo y, en un caso concreto, de un tamaño no menor que el de un pomelo. Debajo había varias hileras de tectitas, en su mayor parte negras y deformes, con excepciones dotadas de un bello colorido verde oscuro o violeta.
Smithback retrocedió un paso, tratando de asimilar la riqueza y variedad de lo expuesto. ¡Y pensar que todo aquello llevaba un siglo en aquella casa en ruinas…! Dio la espalda a la colección, y obedeció al impulso de arrancar la tela de un espécimen pequeño que tenía detrás. La tela se deshizo, y ofreció a su vista un extraño animal disecado: se trataba de un mamífero grande, parecido a un tapir, con el morro muy pronunciado, las patas delanteras sumamente recias, la cabeza bulbosa y los colmillos curvados. Nunca había visto nada parecido. Era un auténtico fenómeno de circo. Se agachó para leer la etiqueta en la penumbra: «Único espécimen conocido del megalópedo con colmillos, descrito por Plinio y que se creía imaginario hasta que en 1869 el coronel sir Henry F. Moretón, explorador inglés, cazó este ejemplar en el Congo belga».
Madre mía, pensó. ¿Podía ser verdad? ¿Un mamífero de ese tamaño, completamente desconocido para la ciencia? ¿No sería falso? De repente se le ocurrió pensarlo. ¿Y si todo era falso? No obstante, al mirar alrededor, comprendió que no. Leng no habría coleccionado especímenes falsos, y hasta en penumbra se veía que eran auténticos. Al menos los que había visto. Si el resto de las colecciones de la casa se les parecía, era muy posible que el conjunto formara la colección de historia natural más importante del mundo. No se trataba de un mero gabinete de curiosidades. Por desgracia, estaba demasiado oscuro para tomar apuntes, pero Smithback sabía que no los necesitaría: lo que acababa de ver se le había grabado en la memoria de por vida. Noticias así había una por cada vida de periodista.
Apartó otra tela y ante sus ojos apareció el esqueleto fósil erguido de un oso de las cavernas, congelado en un rugido silencioso y con unos dientes como puñales. La placa de latón del pedestal de madera de roble indicaba que lo habían encontrado en Kutz Canyon, Nuevo México.
Caminó por el salón con un susurro de calcetines, y fue retirando telas hasta dejar a la vista toda una hilera de mamíferos del pleistoceno (iguales o superiores, en todos los casos, a los de cualquier museo). Coronaba el conjunto una serie de esqueletos de neandertales perfectamente conservados, algunos con armas o herramientas, y uno de ellos con una especie de collar hecho de dientes.
Desvió la vista hacia un lado y se fijó en un arco de mármol que llevaba a otra sala. En medio había un meteorito enorme y de superficie irregular, cuyo diámetro no podía ser menor de dos metros y medio, y que estaba rodeado de un sinfín de armarios. Era de color rujo rubí. Increíble.
Lo siguiente que le llamó la atención fue el contenido de las estanterías de caoba que había en una pared: extrañas máscaras, puntas de lanza de sílex, una calavera con incrustaciones de turquesa, cuchillos adornados con joyas, sapos en tarros y millares de mariposas en vitrinas de pared, todo ello organizado y sistemáticamente clasificado.
Se fijó en que las luces no eran eléctricas, sino apliques de gas con su correspondiente tubo, su camisa y su pantalla de cristal tallado. Increíble. Sólo podía tratarse de la casa de Leng tal como la había dejado. Era como si un buen día Leng hubiera tapiado la casa por fuera con tablones y se hubiera marchado.
De repente se le pasó el entusiasmo. Evidentemente que no, que la casa no había estado intacta desde la muerte de Leng. Seguro que de tanto en tanto venía alguien a cuidarla: la persona que había tapado las ventanas con chapa y las colecciones con telas. Volvió a apoderarse de él la sensación de que la casa no estaba vacía, de que seguía habiendo alguien. El silencio, los especímenes en guardia, algunos de ellos grotescos, la agobiante oscuridad en los rincones de la sala, y sobre todo el olor a podrido, cada vez más fuerte, generaban en él un malestar que iba en aumento, imposible de disimular. Tembló sin querer. ¿Qué estaba haciendo? Para el Pulitzer ya se había quedado bastante rato. Ya tenía la noticia. Ahora había que demostrar un poco de sentido común y marcharse de allí.
Dio media vuelta y subió deprisa por la escalera en dirección a la puerta por donde había entrado, pasando al lado del chimpancé y los cuadros. Todas las puertas laterales del pasillo estaban cerradas, y en general parecía más oscuro, si cabía, que unos minutos antes. De repente se detuvo, dándose cuenta de que se le había olvidado cuál era la puerta. De lo que sí se acordaba era de que estaba cerca del fondo. Se acercó a la más probable, pero al intentar abrirla se llevó la sorpresa de encontrarla cerrada con llave. Será que no es esta, pensó al acercarse a la siguiente.
También cerrada.
Lo intentó con la de al lado, cada vez más inquieto. También estaba cerrada con llave, al igual que la siguiente, y la de más allá. Probó con las demás entre escalofríos, pero se le resistieron todas.
Smithback se quedó en el pasillo a oscuras, intentando dominar el pánico que de repente amenazaba con paralizarle.
Estaba encerrado.
Chirriando, como tenía que ser, el coche policial de incógnito de Custer frenó a la altura de la entrada de seguridad del museo. Le rodeaban cinco coches de policía con las sirenas puestas, que al detenerse llenaron la fachada neorrománica de franjas rojas y blancas. Custer se apeó y caminó con decisión hacia los escalones de piedra, que parecían un mar azul.
Durante la reunión sorpresa con sus mejores detectives, y después, a lo largo del trayecto hacia el norte y el museo, la teoría que se le había ocurrido de sopetón había acabado de cristalizar. Ahora estaba convencido. Las claves de este caso, pensó al mirar la mole de granito, son la sorpresa y la rapidez. Darles un buen susto y marearles, como decía su instructor de la academia de policía. Buen consejo, sí señor. Rocker quería acción. Y la tendría, la tendría: personificada en el capitán Sherwood Custer.
En la puerta había un guardia de seguridad en cuyas gafas se reflejaban las luces de los coches patrulla. Parecía atónito. Fueron saliendo compañeros suyos, que miraron la calle con la misma cara de perplejidad. Al fijarse en la acumulación de coches de policía, los pocos turistas que se acercaban por Museum Drive con las cámaras colgando y las guías en la mano frenaron en seco y, tras una rápida negociación, dieron media vuelta y volvieron al metro, que les quedaba cerca.
Custer no se tomó la molestia de enseñar la chapa.
—Capitán Custer, del distrito séptimo —dijo con voz bronca—. Asignado a homicidios.
El guardia tragó saliva con esfuerzo.
—¿Qué desea, capitán?
—¿Está el jefe de seguridad del museo?
—Sí.
—Pues que baje. Y que no tarde.
Los vigilantes giraron sobre sus talones, y en cinco minutos llegó un hombre alto con traje marrón claro, en cuyo pelo negro, peinado hacia atrás, se advertía cierto exceso de gomina. Custer pensó que tenía cara de antipático, pero bueno, como tantos de la seguridad privada, que no cumplían los requisitos para ingresar en la de verdad. El recién llegado adelantó una mano hacia Custer, que no tuvo más remedio que estrechársela.
—Soy Jack Manetti, director de seguridad. ¿En qué puedo ayudarles?
Custer enseñó sin decir nada la orden judicial con membrete, firma y autentificación que había conseguido casi en tiempo récord. El director de seguridad la cogió, la leyó y se la devolvió.
—Esto no se ve todos los días. ¿Puedo preguntarle qué pasa?
—Los detalles se los daremos dentro de poco —contestó Custer—. De momento, confórmese con haber visto la orden judicial. Necesito acceso ilimitado al museo para mis agentes. Tendré que disponer de una sala de interrogatorios para entrevistar a una parte de la plantilla. Iremos lo más deprisa que podamos. Por poco que el museo colabore, todo irá como una seda. —Se quedó callado y con las manos a la espalda, mirando alrededor con expresión de autoridad—. Supongo que se da cuenta de que estamos autorizados para incautar cualquier objeto que nos parezca concerniente al caso.
No tenía claro el uso de la palabra «concerniente», pero aparecía en la orden judicial, y sonaba bien.
—Es que no puede ser. Estamos a punto de cerrar. ¿No podría esperar hasta mañana?
—La justicia no espera, señor Manetti. Quiero una lista completa del personal del museo, para poder escoger a los que interrogaremos. Si hay trabajadores que se hayan marchado temprano, será necesario avisarles y que vuelvan. Lo siento, pero no va a haber más remedio que trastocar la actividad del museo.
—Es que nunca había pasado nada así. Tendré que comentárselo al director, y…
—Adelante. No, mejor: hablaré yo con él personalmente. Quiero que en cuestiones legales esté todo más claro que el agua. Así, cuando empecemos a investigar, podremos hacerlo sin molestias ni retrasos. ¿De acuerdo?
Manetti asintió con una crispación de mal humor en las facciones. Mejor, pensó Custer: cuanto más alborotados estuvieran todos, más deprisa podría hacer salir de su escondrijo al asesino. Que hablen, pero que no tengan tiempo de pensar. Estaba eufórico.
Se giró.
—Teniente Cannell, llévese a tres agentes y que estos señores les acompañen a la entrada de personal. Si sale alguien del edificio, hay que identificarlo y comprobar que pertenece al personal. Pídanles el número de teléfono y de móvil, y la dirección. Quiero tener controlado a todo el mundo, para que vuelvan enseguida, si hace falta.
—A la orden.
—Teniente Piles, usted viene conmigo.
—A la orden.
Custer miró a Manetti con severidad.
—Llévenos al despacho del doctor Collopy. Tengo que comentarle unas cuantas cosas.
—Vengan —dijo el director de seguridad, todavía más malhumorado que antes.
Custer hizo señas al resto de sus hombres. Tras cruzar varias salas enormes, se montaron en un ascensor gigantesco, subieron unos cuantos pisos y atravesaron otra sucesión de salas llenas de vitrinas. ¡Qué cantidad de cosas raras había en aquel museo! Al final llegaron a una puerta muy majestuosa, pero no tanto como el despacho del otro lado, que tenía las paredes revestidas de madera. La puerta estaba entreabierta. Detrás había una mujer bajita, que al verles se levantó del escritorio.
—Venimos a ver al doctor Collopy —dijo Custer, mirando alrededor y extrañándose de que una secretaria tuviera un despacho tan elegante.
—Perdonen —dijo ella—, pero es que el doctor Collopy no está.
—¿Que no está? —dijeron a coro Custer y Manetti.
La secretaria negó con la cabeza. Parecía nerviosa.
—No, no ha vuelto desde la hora de comer. Ha dicho que tenía pendientes unas gestiones importantes.
—La hora de comer ha sido hace horas —dijo Custer—. ¿No se le puede localizar?
—Como no sea por el móvil personal… —dijo la secretaria.
—Llámele. —Custer se volvió hacia Manetti—. Mientrastanto, usted hable con algunos jefazos, a ver si saben dónde está Collopy.
Manetti fue a otra mesa y cogió un teléfono. En el despacho, que era grande, sólo se oían los tonos de marcado. Custer miró alrededor. La madera de las paredes era muy oscura y estaba repleta de tristonas pinturas al óleo. Detrás del cristal de los armarios sólo había cosas raras. ¡Caray! Parecía la casa de los horrores.
—Tiene el móvil apagado —dijo la secretaria.
Custer cabeceó consternado.
—¿No se le puede llamar a ningún otro número? El de su casa, por ejemplo.
La secretaria y Manetti se miraron.
—Es que no tenemos permiso para llamarle a casa —dijo ella, cada vez más nerviosa.
—Me dan igual los permisos. Esto es una investigación policial, y muy urgente. Llámele a su casa.
La secretaria abrió un cajón con llave, buscó en un tarjetero alfabético, sacó una tarjeta y la estudió, impidiendo que la vieran Custer y Manetti. Luego la metió en su sitio, cerró el cajón con llave y marcó un número.
—No lo coge nadie —dijo después de un rato.
—Deje que suene.
Pasó medio minuto. Al final la secretaria colgó el auricular.
—No contestan.
Custer puso los ojos en blanco.
—Bueno, pues al grano, que no hay más tiempo que perder. Tenemos buenas razones para creer que en el museo se encuentra la clave para encontrar al asesino en serie que recibe el nombre del Cirujano, y hasta es posible que el propio asesino esté aquí dentro. El factor tiempo es decisivo. Voy a supervisar personalmente un registro a fondo del archivo. El teniente Piles, por su parte, se encargará de interrogar a algunos miembros de la plantilla.
Manetti se quedó callado.
—Creo que como muy tarde acabaremos a medianoche, pero sólo si el museo colabora. Vamos a necesitar una sala para los interrogatorios. También necesitaremos suministro eléctrico para los equipos de grabación, un técnico de sonido y un electricista. Yo necesito tener identificado a todo el mundo, y acceso continuo a los dossiers personales.
—¿A qué trabajadores piensa interrogar? —preguntó Manetti.
—Eso lo decidiremos a partir de los dossiers.
—Tenemos dos mil quinientos empleados.
Custer se quedó de piedra. ¿Dos mil quinientas personas para llevar un museo? Menudo programa de asistencia social. Respiró y se esmeró en recomponer su expresión facial.
—Todo se andará. Para empezar, tendremos que interrogar a… déjeme que piense… los vigilantes nocturnos, por si han observado algún movimiento inhabitual. Y a la arqueóloga que encontró los esqueletos, los primeros y los de la calle Doyers. También habrá que…