Read Los asesinatos e Manhattan Online
Authors: Lincoln Child Douglas Preston
Tags: #Intriga, Misterio, Policíaca
Maldita sea, me han visto. Cerró la puerta con llave y se giró hacia las largas hileras de estanterías metálicas, dispuesta a correr.
Entonces tuvo otra idea. Volvió a abrir la puerta y se internó por el pasillo más cercano. Al llegar al primer cruce giró a la izquierda, y en el siguiente a la derecha, sin dejar de alejarse de la puerta. Finalmente se puso de cuclillas y se acurrucó en la oscuridad, procurando aguantar la respiración. Oyó eco de pisadas en el pasillo de delante. La puerta sufrió una brusca sacudida.
—¡Abra!
Era O'Grady, cuyo berrido le llegó muy atenuado. Nora miró deprisa alrededor, buscando un escondrijo mejor. La única iluminación que había en la sala era la de emergencia, que estaba en el techo y no pasaba de ser testimonial. Para las demás hacía falta llave, como en todos los depósitos del museo, porque la luz podía ser perjudicial para los especímenes. Los pasillos eran largos canales de penumbra. Oyó un gruñido, y que la puerta temblaba en el marco. Confió en que no fueran tan tontos como para derribar una puerta abierta, porque entonces le estropearían el plan.
La puerta vibró por efecto de una nueva embestida; la última, porque entonces los polis lo entendieron. Para Nora casi fue un alivio oír moverse el tirador y rechinar las bisagras. Sigilosamente, se internó aún más en la selva de huesos.
La colección de huesos de dinosaurio del museo era la mayor del mundo. Los dinosaurios estaban almacenados sin ensamblar, hueso sobre hueso, en estanterías metálicas muy grandes. Las estanterías se componían de hierros en I y abrazaderas metálicas, todo ello soldado hasta formar una trama de anaqueles con resistencia para miles de toneladas: montañas de fémures como troncos de árbol, de cráneos como coches, y trozos enormes de matriz rocosa que aún tenían incrustados los huesos, a la espera de ser sometidos a la acción del cincel. La sala olía como el interior de una antigua catedral de piedra.
—¡Sabemos que está aquí dentro! —oyó decir a un Fenester sin aliento.
Se metió un poco más en la penumbra. De repente le pasó por delante una rata que se refugió en la órbita ocular vacía de un alosaurio. Nora estaba rodeada de huesos y más huesos, como pilas altísimas de leña, y de estanterías que se perdían en la oscuridad. El almacén, como casi todos los del museo, era una acumulación ilógica de anaqueles y pasillos desiguales que desde hacía un siglo y medio crecía por simple adición. Excelente lugar para perderse.
—¡Huir de la policía nunca ha beneficiado a nadie, doctora Kelly! ¡Ríndase y la trataremos bien!
Se acurrucó detrás de una tortuga gigante, casi del tamaño de un estudio pequeño, y se enfrascó en un intento de reconstrucción mental del plano del almacén. No se acordaba de haber visto ninguna puerta trasera en sus anteriores visitas. En general, los depósitos sólo tenían una, como medida de seguridad. Sólo había una salida, y la tenían bloqueada los policías. Era necesario conseguir que se movieran.
—¡Seguro que podemos llegar a algún acuerdo, doctora Kelly! ¡Se lo pido por favor!
Nora sonrió. Menudo par de patosos. Con gente así, Smithback se habría divertido. Al pensar en Smithback se le borró la sonrisa. Ahora ya no tenía dudas acerca de los movimientos de su ex novio. Había ido a la casa de Leng. Quizá se hubiera enterado de la teoría de Pendergast, la de que Leng aún estaba vivo y seguía residiendo en su antiguo domicilio. Quizá se la hubiera sonsacado a O'Shaughnessy. Era capaz de hacer hablar a la mismísima Helen Keller. Además, era un buen investigador, y se conocía al dedillo los archivos. Mientras Pendergast y ella repasaban escrituras, él había ido derechito al museo y había encontrado un filón. Conociéndole, seguro que no había esperado ni un minuto para ir a la casa de Leng. Por eso había alquilado un coche: para subir por Riverside Drive y echarle un vistazo a la mansión. Pero, claro, la palabra «vistazo» no entraba en su vocabulario. Qué burro. Qué burro, por Dios.
Nora intentó llamar discretamente a Smithback por el móvil, tapando el aparato con el bolso para que no hiciera ruido, pero no tenía cobertura. Claro, estando rodeada por varios miles de toneladas de estanterías de acero y huesos de dinosaurio… Por no hablar del museo, cuya mole quedaba justo encima. El lado bueno era que las radios de los policías tampoco debían de funcionar. Si el plan le salía bien, sería un punto a su favor.
—¡Doctora Kelly!
Ahora tenía las voces a mano izquierda, lejos de la puerta. Avanzó a gatas entre las estanterías y trató de espiarles, pero solo veía el haz de una linterna recorriendo las oscuras montañas de huesos. No había tiempo que perder. Tenía que salir. Prestó atención a los pasos de los polis. A juzgar por lo que oía, seguían juntos. Bien. Los dos tenían tantas ganas de adjudicarse la presa que habían cometido la estupidez de no mantener vigilada la puerta.
—¡Bueno, vale! —exclamó Nora—. ¡Me rindo! Lo siento, no sé qué me ha pasado.
Se oyó un intercambio de susurros.
—¡Ya vamos! —exclamó O'Grady—. ¡Usted no se mueva!
Oyó que se acercaban más deprisa que antes. De hecho corrían, haciendo saltar la luz de la linterna. Una vez que hubo localizado la procedencia de esta última, corrió agachada en dirección contraria y se encaminó por varios recodos a la parte delantera del almacén, combinando rapidez y sigilo.
—¿Dónde está? —oyó exclamar. La voz había perdido fuerza, y quedaba a varios pasillos de distancia—. ¡Doctora Kelly!
—Antes estaba aquí, O'Grady…
—¡Pero qué dices, hombre! ¿No has visto que estaba mucho más lejos?
Nora cruzó la puerta en un santiamén, la ajustó e hizo girar la llave en la cerradura. Tardó otros cinco minutos en salir a Museum Drive. Entonces, jadeando, volvió a sacarse el móvil del bolso y marcó un número.
El Silver Wraith se arrimó silenciosamente a la acera de la calle Setenta y dos. Pendergast se apeó y, mientras el coche esperaba delante del Dakota, se enfrascó en sus pensamientos.
La visita a su tía abuela le había dejado con un sentimiento de aprensión; sentimiento raro en él, pero que había ido creciendo en su interior desde la primera noticia sobre el descubrimiento del osario subterráneo de la calle Catherine.
Llevaba muchos años de guardia silenciosa, de estar pendiente de los comunicados del FBI y la Interpol por si aparecía un
modus operandi
muy concreto. A pesar de la esperanza de que jamásapareciera, en el fondo siempre había temido lo contrario.
—Buenas noches, señor Pendergast —dijo el vigilante, que al verle había salido de la garita.
Tenía un sobre en la mano, en la que llevaba un guante blanco. La visión del sobre incrementó considerablemente la aprensión de Pendergast, que contestó, sin cogerlo:
—Gracias, Johnson. ¿Ha pasado el sargento O'Shaughnessy, como le comenté?
—No, no le he visto en toda la tarde.
Pendergast se quedó pensativo, y dejó pasar un largo intervalo de silencio.
—Ya. ¿El sobre lo he recibido usted en mano?
—Sí.
—¿Le puedo preguntar quién se lo ha dado?
—Un hombre muy amable, como de otra época.
—¿Con bombín?
—Exactamente.
Pendergast examinó la dirección del sobre, escrita con muy buen pulso: «A la atención de A.X.L. Pendergast. Edificio Dakota. Personal y confidencial». Era un sobre hecho a mano con un papel de barba muy grueso, a la antigua; justo la clase de papel que la familia Pendergast se hacía fabricar en exclusiva. El sobre se había puesto amarillento con los años, pero la escritura era reciente. Se giró hacia el vigilante.
—¿Me dejaría los guantes, Johnson?
El portero era demasiado profesional para delatar sorpresa por lo que fuera. Pendergast se puso los guantes, se acercó a la zona de luz que rodeaba la garita y rompió el sello del sobre con el dorso de una mano. Después lo abombó con mucho cuidado y miró qué había dentro. Una hoja doblada por la mitad, con una fibra pequeña y gris en el pliegue. A un lego le habría parecido un trozo de sedal. Pendergast reconoció un filamento nervioso de ser humano, sin duda de la cola de caballo de la base de la médula espinal.
La hoja doblada no llevaba nada escrito. La orientó hacia la luz, pero no había ni filigrana. Justo en ese momento sonó su móvil. Depositó el sobre con precaución, se sacó el móvil del bolsillo del traje y se lo acercó al oído.
—¿Diga?
Su tono de voz era tranquilo, neutral.
—Soy Nora. Oiga, Smithback ya sabe dónde vive Leng.
—¿Y bien?
—Que me parece que ha ido. Me parece que ha entrado en la casa.
Nora vio acercarse el Silver Wraith a alarmante velocidad, esquivando el tráfico de Central Park West y con la incongruencia de una luz roja parpadeando en el salpicadero. El coche se detuvo a su lado con un chirrido de frenos, al mismo tiempo que se abría la portezuela de atrás.
—¡Suba! —le dijo Pendergast.
Nora se lanzó al interior del coche, cuya repentina aceleración la empujó contra el respaldo de piel blanca. Pendergast había bajado el apoyabrazos central. Nora nunca le había visto tan serio. Miraba hacia delante, pero parecía que no viera ni se fijara en nada. Mientras tanto, el coche se había dirigido al norte, balanceándose un poco por los baches y grietas del asfalto. A la derecha de Nora, Central Park pasaba muy deprisa con sus árboles fundidos en una mancha alargada.
—He intentado llamar a Smithback por el móvil —dijo Nora—, pero no contesta.
Pendergast no respondió.
—¿En serio cree que Leng aún está vivo?
—No lo creo, lo sé.
Nora se quedó callada, hasta que no tuvo más remedio que preguntar:
—¿Y usted cree que…? ¿Usted cree que tiene prisionero a Smithback?
Pendergast tardó un poco en contestar.
—En el comprobante que ha firmado Smithback dice que devolvería el coche a las cinco de esta tarde.
A las cinco de esta tarde… Nora sintió que la invadían el nerviosismo y el pánico. Smithback ya llevaba seis horas de retraso.
—Si ha aparcado cerca de la casa de Leng, hay alguna posibilidad de que le encontremos. —Pendergast se inclinó y abrió el cristal corredero que separaba las dos partes del coche—. Proctor, cuando lleguemos a la calle Ciento treinta y uno buscaremos un Ford Taurus plateado con matrícula de Nueva York ELI siete siete tres cuatro y adhesivos de empresa de alquiler de coches.
Cerró el cristal y volvió a apoyarse en el respaldo. Permanecieron callados mientras el coche giraba a la izquierda por Cathedral Parkway y, como una exhalación, tomaba la dirección del río.
—La dirección de Leng la habríamos conseguido en cuarenta y ocho horas —dijo, o se dijo—. Nos faltaba muy poco. Sólo habría hecho falta un poco más de aplicación y de método. Ahora ya no disponemos de esas horas.
—¿De cuánto tiempo disponemos?
—Pues mucho me temo que de nada —murmuró Pendergast.
Custer vio que Brisbane abría la puerta de su despacho y que se apartaba con mala cara para dejarles pasar. Cruzó la puerta con un paso al que imprimía aplomo una nueva oleada de confianza en sí mismo. No hacía falta darse prisa. Ya no. Miró a izquierda y derecha, fijándose en todo. Era un despacho muy aseado y moderno, con cromo y cristal a raudales. Había dos ventanales con vistas a Central Park y al muro de luces que delimitaba la Quinta Avenida. Su mirada recayó en el escritorio que presidía el centro de la sala. Un tintero antiguo, un reloj de plata, bibelots caros… Y una vitrina llena de piedras preciosas. Muy acogedor, sí señor.
—Bonito despacho —dijo.
Brisbane rechazó el cumplido con un encogimiento de hombros y, una vez que hubo dejado la chaqueta del esmoquin en el respaldo de su silla, se sentó a la mesa.
—No tengo mucho tiempo —dijo malhumoradamente—. Son las once. Espero que cuando haya dicho lo que tenga que decir, desaloje a sus hombres del museo hasta que hayamos llegado a una solución de compromiso.
—Claro, claro.
Custer se paseaba por el despacho, deteniéndose a coger un pisapapeles, admirar un cuadro… Vio que Brisbane se ponía cada vez más nervioso. Mejor. Que sufriera. Al final, algo diría.
—¿Le parece que vayamos al grano, capitán?
Brisbane hizo un gesto elocuente, ofreciéndole asiento. Con la misma elocuencia, Custer siguió dando vueltas por la gran superficie del despacho. Aparte de los bibelots, de la vitrina de piedras preciosas del escritorio y de los cuadros de las paredes, el único mobiliario, o al menos el que estaba a la vista, era un armario y una estantería que cubrían toda una pared.
—Corríjame si me equivoco, señor Brisbane. Usted es el asesor legal del museo.
—Efectivamente.
—Un cargo importante.
—Pues sí, la verdad es que sí.
Custer se acercó a la estantería y examinó una pluma de nácar.
—Señor Brisbane, comprendo que esto le parezca un abuso.
—Ah, pues entonces ya estoy más tranquilo.
—Usted, hasta cierto punto, ve todo esto como su casa. El museo le despierta un sentimiento de protección.
—Es verdad.
Custer asintió y, recorriendo con la mirada el anaquel donde había cogido la pluma, se fijó en una caja de rapé con incrustaciones de piedras preciosas. La cogió.
—Lógicamente, no le gusta que venga un grupo de polis y se paseen como Pedro por su casa.
—Pues no, la verdad. Ya se lo he dicho varias veces. Ha cogido una caja de rapé muy valiosa, capitán.
Custer la dejó en su sitio y cogió otra cosa.
—Me imagino que con tantos sustos estará bastante afectado. Primero el descubrimiento de los esqueletos que dejó aquel asesino del siglo diecinueve. Luego la carta descubierta en las colecciones del museo. Muy desagradable.
—La publicidad negativa podría haber perjudicado al museo.
—Y aquella conservadora…Mmm…
—Nora Kelly.
Custer notó que en la voz de Brisbane se infiltraba algo nuevo: antipatía, desaprobación y quizá un sentimiento de ofensa.
—La misma persona que encontró los esqueletos y la carta escondida, ¿verdad? A usted no le gustaba que trabajara en el caso. Supongo que le preocupaba la publicidad negativa.
—Me parecía que tenía la obligación de investigar en lo suyo, que es para lo que le pagan.
—¿No quería que ayudara a la policía?
—Sí, claro que sí, en todo lo que pudiera, pero no me parecía bien que desatendiera sus obligaciones en lo relativo al museo.