Read Los asesinatos e Manhattan Online
Authors: Lincoln Child Douglas Preston
Tags: #Intriga, Misterio, Policíaca
—Qué horror —murmuró Nora.
—Pues aún falta lo peor. A los dieciséis años la arrestaron. Debió de ser entonces cuando sus dos hermanos menores se convirtieron en niños de la calle. Después de eso ya no constan en ningún archivo de la ciudad. Lo más probable es que se murieran de hambre. En mil ochocientos setenta y uno se calculaba que había veintiocho mil niños sin casa viviendo por las calles de Nueva York; pero bueno, volviendo a Mary Greene, más tarde la ingresaron en un asilo de la calle Delancey. Más que nada las hacían trabajar, pero era mejor que la cárcel. A primera vista debió de parecer que Mary Greene había tenido suerte.
Pendergast se quedó callado. Sonó a lo lejos la nota triste de una barcaza en el río.
—¿Qué le pasó luego?
—La pista de los documentos termina en la puerta del asilo —contestó Pendergast.
Se giró hacia ella. En el crepúsculo, su cara, de tan blanca, casi parecía que brillara.
—Enoch Leng, el doctor Enoch Leng, ofrecía sus servicios médicos tanto al asilo de Mary como al hogar industrial de Five Points, un orfanato que estaba en lo que ahora es la plaza Chatham. Lo hacía gratis. Ya sabemos que en la década de mil ochocientos setenta el doctor Leng tenía habitaciones alquiladas en el último piso del gabinete de Shottum. Me imagino que tendría casa en alguna otra parte de la ciudad. Su relación con los dos asilos empezó más o menos un año antes de que se incendiara el gabinete de Shottum.
—La carta de Shottum demuestra que los asesinatos los cometió Leng.
—En efecto.
—Entonces, ¿para qué quiere que le ayude?
—Leng casi no está documentado. He buscado en la Historical Society, en la biblioteca municipal y en el ayuntamiento, y es como si lo hubieran borrado de los archivos. Sospecho, y con fundamento, que la documentación la destruyó el propio Leng. Por lo visto, fue de los primeros que apoyaron al museo, y le entusiasmaba la taxonomía. Considero posible que en el museo haya más documentos referentes a él, al menos de manera indirecta. Tienen un archivo tan grande y desorganizado que sería prácticamente imposible expurgarlo.
—¿Y por qué yo? ¿No sería más fácil que el FBI pidiera los documentos con una orden judicial?
—En cuanto se pide un documento de manera oficial, lo típico es que desaparezca. Eso suponiendo que supiéramos cuáles pedir. Por otro lado, la he visto trabajar, y hay poca gente con su grado de competencia.
Nora se limitó a negar con la cabeza.
—El señor Puck nos ha ayudado mucho —dijo Pendergast—, y es de suponer que siga haciéndolo. Y otra cosa: la hija de Tinbury McFadden aún está viva. Vive en una casa vieja de Peekskill. Tiene noventa y cinco años, pero me han dicho que conserva la lucidez. Es posible que pueda decirnos muchas cosas acerca de su padre, y tengo la intuición de que con una mujer joven, como usted, se le soltará mucho más la lengua que con un agente del FBI.
—En todo este tiempo aún no ha explicado por qué le interesa tanto el caso.
—El motivo de mi interés por el caso carece de importancia. Lo importante es que no se puede permitir que un ser humano salga impune de un crimen así. Ni siquiera si hace tiempo que murió. A Hitler no le perdonamos. Es importante recordar. El pasado forma parte del presente. A veces demasiado, como ahora.
—Lo dice por los dos asesinatos de estos días.
Era la comidilla de toda la ciudad, y se observaba un consenso sobre tres palabras: «asesinato por imitación».
Pendergast asintió sin decir nada.
—Pero ¿a usted, sinceramente, le parece que los asesinatos están relacionados con lo nuestro? ¿Que hay un loco que ha leído el artículo de Smithback y se dedica a copiar los experimentos de Leng?
—Sí, yo creo que están relacionados.
Ya era de noche. La calle Water, y los muelles del fondo, estaban despoblados. Nora volvió a estremecerse.
—Oiga, señor Pendergast, me gustaría ayudar, pero es lo que le he dicho: no veo ninguna manera de seguir colaborando. Personalmente, le aconsejaría investigar los asesinatos de ahora, no los otros.
—Es justo lo que estoy haciendo. La solución de los últimos asesinatos está en los anteriores.
Nora le miró con curiosidad.
—¿En qué sentido?
—No es el momento de explicarlo, Nora. Todavía me falta información. De hecho, es posible que ya haya dicho demasiado.
Nora suspiró de irritación.
—Pues lo siento mucho, pero el fondo de la cuestión es que no puedo jugarme otra vez el empleo. Y menos si no me da más datos. Me entiende, ¿no?
Hubo un momento de silencio.
—Desde luego. Respeto su decisión.
Pendergast se inclinó ligeramente, y se las arregló para conferir un toque de elegancia a tan sencillo gesto.
Pendergast pidió al chófer que le dejara a una manzana de donde tenía su apartamento. El Rolls-Royce se alejó como una seda, mientras él, ensimismado, caminaba por la acera. A los pocos minutos se detuvo y contempló su residencia: el edificio Dakota, una mole llena de gárgolas que hacía esquina con Central Park West. Sin embargo, la imagen que tenía en la cabeza no era la deaquella construcción, sino la de la casa de pisos, pequeña y vetusta, que correspondía al número 16 de la calle Water, antigua residencia de Mary Greene.
Como la casa no podía contener datos concretos, no había valido la pena registrarla, pero algo poseía, algo menos definido. En un momento así, lo que necesitaba Pendergast, además de los hechos y los personajes del pasado, era sentirlo, palparlo. En aquella casa había crecido Mary Greene. Su padre había participado en el gran éxodo posterior a la guerra civil: de las granjas a las ciudades. La infancia de Mary había sido difícil, pero nada impedía que hubiera sido, también, feliz. Los estibadores se ganaban bien la vida. Aquellos adoquines habían asistido a los juegos de Mary, hasta que el cólera le había arrebatado a sus padres, y había vuelto su vida del revés. Existían como mínimo treinta y cinco historias equivalentes a la suya, y todas habían terminado con la mayor crueldad en el osario de cierto sótano.
Al fondo de la manzana se movió algo, y Pendergast se giró. Un viejo vestido de negro, con bombín y cartera de piel, caminaba trabajosamente por la acera. Iba encorvado, y usaba bastón. Casi parecía que las reflexiones de Pendergast hubieran hecho aparecer a una figura del pasado. El viejo se acercaba lentamente, produciendo un sonido débil con los golpes del bastón.
Después de un rato de mirarle por curiosidad, Pendergast se giró de nuevo hacia el Dakota y se concedió unos instantes de ociosidad, a fin de que el aire fresco de la noche le despejara la cabeza; pero no era claridad lo que acudía a ella, sino la imagen de Mary Greene, una niña jugando en un suelo de adoquines.
Habían pasado siete días desde la última visita de Nora a su laboratorio. Abrió la puerta, metálica y vetusta, encendió las luces y miró. Estaba todo tal como lo había dejado. En la pared del fondo había una mesa blanca, con el microscopio y el ordenador. En una de las laterales, varios armarios negros de metal que contenían sus especímenes: carbón, líticos, huesos y otras materias orgánicas. Seguía oliendo a polvo, con vagos matices de humo, pino y enebro que provocaron un momento de nostalgia por Nuevo México. En el fondo, ¿qué se le había perdido en Nueva York? Era una arqueóloga del sudoeste, y casi todas las semanas su hermano Skip le pedía que volviera a Santa fe. A Pendergast le había dicho que no podía permitirse que la despidieran del museo, pero ¿qué podía pasarle, en el peor de los casos? Tenía la posibilidad de hacer carrera en la Universidad de Nuevo México, o en la Estatal de Arizona; tanto la una como en la otra disponían de departamentos de arqueología espléndidos, en los que no se vería en la necesidad de defender su trabajo contra cretinos como Brisbane.
El recuerdo de Brisbane la despertó a la realidad. Con cretinos, o sin ellos, seguía tratándose del Museo de Historia Natural de Nueva York. Jamás volvería a presentársele una oportunidad así. Imposible.
Entró decidida en el despacho, y cerró con llave. Ahora que tenía el dinero para las pruebas de carbono catorce, podía reemprender en serio su trabajo. Al menos el fiasco había tenido un efecto positivo: conseguirle los fondos. Ya podía preparar el envío de carbón y materia orgánica al laboratorio de radiocarbono de la Universidad de Michigan; y una vez que dispusiera de las fechas, podría ponerse a trabajar a fondo en la relación entre la cultura anasazi y los aztecas.
Abrió el primer armario y sacó con cuidado una bandeja que contenía varias decenas de probetas con tapón, todas con etiqueta y un único espécimen: un trozo de carbón, una semilla carbonizada, un fragmento de mazorca, un pedazo de madera o de hueso… Sacó tres de las bandejas, las depositó en la mesa blanca, encendió la terminal de ordenador y abrió la base de datos. Sus comprobaciones tenían por objeto cerciorarse de que cada espécimen tuviera la etiqueta indicada, y de que constara correctamente el yacimiento de procedencia.
Mientras trabajaba, sus pensamientos se retrotrajeron a lo sucedido durante los últimos días. Se preguntó si era posible reparar el daño en la relación con Brisbane. Era un jefe asqueroso, pero era su jefe. Además, no tenía ni un pelo de tonto, y en algún momento se daría cuenta de que lo mejor para todos era enterrar el hacha de guerra y…
De repente sacudió la cabeza, con cierto sentimiento de culpa por lo egoísta de sus reflexiones. No era la única perjudicada por el artículo de Smithback. Al parecer, había servido de inspiración a un asesino que en la prensa sensacionalista ya recibía el apodo de «el Cirujano». A Nora le parecía mentira que Smithback le viera alguna utilidad a su artículo. Siempre había sabido que era un arribista, pero no hasta aquel extremo. Sólo pensaba en sí mismo. ¡Y menudo incompetente! Se acordó de cuando le había visto por primera vez: en Bimbo, Arizona, rodeado de ninfas en traje de baño y repartiendo autógrafos. O como mínimo intentándolo. De chiste. Había hecho mal en no fiarse de la primera impresión.
Abandonando a Smithback, sus pensamientos vagaron hacia Pendergast. Qué hombre tan raro. Ni siquiera estaba segura de que tuviera permiso para investigar el caso. ¿Era concebible que el FBI le dejara manos libres a un agente, como era el caso? Además, ¿a qué venían tantas reservas sobre su interés por el asunto? ¿Cuestión de carácter? Fuera cual fuese la respuesta, la situación era extraña. Nora se había desentendido de ella, y tan feliz. Felicísima.
Sin embargo, al volver a concentrarse en las probetas comprendió que lo de feliz había que matizarlo. Quizá se debiera a algo tan simple como que aquel trabajo de comprobación le resultaba aburrido, pero el caso es que se dio cuenta de que inconscientemente seguía pensando en Mary Greene y su triste vida. La oscuridad de la casa, el patetismo del vestido, lo sobrecogedor de la nota. Hizo el esfuerzo de no pensar en ello. Mary Greene y su familia llevaban muertos mucho tiempo. Era trágico, espantoso, pero no era problema suyo.
Una vez finalizadas las comprobaciones, empezó a meter las probetas en envases de poliestireno, especiales para envíos. Más valía repartirlos en tres tandas, por si se perdía alguna. Después de cerrar los envases, rellenó los formularios de envío.
De repente llamaron a la puerta, y el pomo giró, pero la puerta estaba cerrada con llave, y se limitó a moverse un poco en el marco. Nora se volvió y preguntó:
—¿Quién es?
El filtro de la puerta redujo a su mínima expresión un susurro ronco.
—¿Quién?
De repente Nora tenía miedo. La voz furtiva se hizo más enérgica.
—Yo, Bill.
Nora se levantó con una mezcla de alivio y de rabia.
—¿Qué haces aquí?
—Abre.
—¿Que abra? ¡Tú estás loco! Venga, vete.
—Nora, por favor, es importante.
—Lo importante es que no te acerces a mí. Date por avisado.
—Tengo que hablar contigo.
—Bueno, ya está bien. Voy a avisar a los de seguridad.
—¡No, Nora, espera!
Nora cogió el teléfono y marcó. El guardia que se puso dijo que con mucho gusto expulsarían al intruso, que enseguida llegaban.
—¡Nora! —exclamó Smithback.
Nora se sentó a su mesa e hizo un esfuerzo por clarificar sus ideas. Cerró los ojos. Se trataba de no hacerle ni caso, nada más. Los de seguridad estaban al caer.
Smithback proseguía con sus súplicas al otro lado de la puerta.
—Déjame pasar, aunque sólo sea un minuto. Tengo que contarte una cosa. Esta noche…
Nora oyó pasos enérgicos, y una voz firme.
—Caballero, está usted en una zona de acceso restringido.
—¡Oiga, suélteme! Soy periodista del…
—Haga el favor de acompañarnos.
Se oyó ruido de refriega.
—¡Nora!
La voz de Smithback había cobrado un fuerte matiz de desesperación. Nora, a su pesar, se dirigió a la puerta, la abrió y asomó la cabeza. Smithback estaba siendo retenido por dos fornidos guardias de seguridad. La miró a ella y, entre esfuerzos por zafarse, se le movió el remolino del cabello como en señal de reproche.
—Me parece mentira que hayas avisado a seguridad.
—¿Está bien, señora? —preguntó uno de los guardias.
—Sí, muy bien, pero este hombre no debería estar aquí.
—Venga, caballero, le acompañamos a la puerta.
Empezaron a llevárselo a rastras.
—¡Suélteme, so bestia! Me quejaré. Es el tres cuatro seis siete.
—Usted mismo, caballero.
—Y no me llame «caballero». Esto es una agresión.
—Claro, claro, caballero.
Imperturbables, los guardias le llevaron hacia el ascensor por el pasillo. Nora observaba la escena con emociones encontradas. Pobre Smithback, pensaba, qué manera más poco digna de salir. Pero bueno, se lo había buscado, ¿no? Le convenía una lección. No podía presentarse por las buenas con una exhibición de misterio y dramatismo, y esperar que ella…
—¡Nora! —se oyó exclamar al fondo del pasillo—. ¡Por favor, escúchame! Han atacado a Pendergast. Me he enterado por la radio de la policía. Está en el Saint Luke's Roosevelt, en la calle Cincuenta y nueve. Ha…
Al momento siguiente, Smithback había desaparecido y la puerta del ascensor se tragaba sus gritos.
No había manera de que le dijeran nada. Tardó más de una hora en poder hablar con el médico. Este, al final, se presentó en recepción, y era muy joven, con cara de cansancio y de agobio y barba de dos días.