Read Los asesinatos e Manhattan Online
Authors: Lincoln Child Douglas Preston
Tags: #Intriga, Misterio, Policíaca
De repente, O'Shaughnessy sucumbió a una sensación de aturdimiento, seguida por otra más insidiosa de enfado. Otra vez lo de siempre. Se quedó callado. Total, ¿qué iba a decir? Para eso más valía que le echasen del cuerpo.
—Mandaron la cinta a asuntos internos, y los de asuntos internos le hicieron una visita; pero había varias versiones, y no se pudo demostrar nada. Por desgracia, el daño ya estaba hecho. Desde entonces su carrera se ha quedado… ¿Cómo decirlo? Estancada.
O'Shaughnessy siguió viendo pasar edificios por la ventanilla. «Estancada.» O sea, en la cuneta.
—Y desde entonces sólo le han encargado misiones dudosas y encargos ambiguos. Debe de pensar que este es uno más.
O'Shaughnessy habló con la ventanilla, y puso adrede voz cansada.
—Oiga, Pendergast, no sé a qué juega, pero no tengo ninguna obligación de aguantarle el rollo.
—Es que he visto el vídeo —dijo Pendergast.
—Felicidades.
—Entre otras cosas, oí a la prostituta suplicándole que la dejara en libertad, con el argumento de que si no su chulo la zurraría. Luego oí que le insistía en que aceptara los doscientos dólares, porque en caso contrario supondría que le había delatado. En cambio, si usted cogía el dinero, él sólo pensaría que le había sobornado, y así se ahorraba la paliza. ¿Voy por buen camino? Por eso aceptó.
O'Shaughnessy lo había repasado mil veces mentalmente. ¿Qué más daba? No tenía ninguna obligación de coger el dinero. Tampoco es que se lo hubiera regalado a la beneficencia. Palizas de chulos a putas las había a diario. Debería haberse desentendido de ella.
De ahí su actual cinismo, y su cansancio; al final se ha dado cuenta de que la idea de «proteger y servir» es una farsa, y más en la calle, porque en la calle ni siquiera parece que haya distinción entre el bien y el mal, ni nadie que se merezca que le protejan o le sirvan.
No hubo respuesta.
—¿Ya ha acabado con el análisis psicológico? —preguntó O'Shaughnessy.
—De momento sí. Un simple comentario: esta misión es dudosa, pero no en el sentido que cree.
Esta vez el silencio se prolongó varios minutos.
Pararon en un semáforo, y O'Shaughnessy aprovechó la ocasión para mirar a Pendergast con disimulo. Parecía que el agente del FBI se lo esperara, porque le pilló
infraganti
, O'Shaughnessy, sobresaltado, apartó la vista.
—¿El año pasado llegó a ver
Historia del vestido
, por casualidad? —preguntó Pendergast con mayor desenfado.
—¿Qué?
—O sea, que no. Pues se perdió una exposición buenísima. El Metropolitan tiene una colección de indumentaria histórica muy buena, que arranca de la Alta Edad Media. Está casi todo en el almacén, pero el año pasado montaron una exposición donde se veía la evolución de la ropa en los últimos seis siglos. Era fascinante. ¿Sabe que en Versalles, en la corte de Luis catorce, las damas no podían tener más de treinta y tres centímetros de cintura? ¿Y que los vestidos que llevaban pesaban entre quince y veinte kilos?
O'Shaughnessy se dio cuenta de que no sabía contestar. El giro en la conversación, tan brusco e inesperado, le había cogido por sorpresa.
—Otra cosa que me interesó fue que en el siglo quince las braguetas de los hombres…
Por suerte el cotilleo quedó interrumpido por un ruido de frenos, los del Rolls al esquivar a un taxi que cruzaba tres carriles.
—Bárbaros yanquis —dijo Pendergast, sin saña—. ¿Qué decía? Ah, sí, que la bragueta…
Ahora estaban de lleno en el tráfico de Midtown, moviéndose a paso de tortuga, y O'Shaughnessy empezó a temer que el viaje se eternizara.
La sala grande del Metropolitan Museum, con sus placas de mármol de estilo Beaux Arts en las paredes y su decoración de enormes ramos de flores, estaba repleta hasta casi lo insoportable. O'Shaughnessy se quedó rezagado, mientras aquel agente tan raro del FBI hablaba con una de las voluntarias que soportaban la avalancha en el mostrador de información. La joven cogió un teléfono, llamó a alguien y colgó el auricular con expresión sumamente irritada. O'Shaughnessy empezó a preguntarse por las intenciones del tal Pendergast. En todo el viaje al centro no había dicho ni una sola palabra acerca de sus planes.
Echó un vistazo por la sala. Saltaba a la vista que el público era del Upper East Side: mujeres de punta en blanco que hacían ruido con sus tacones altos, niños de uniforme que respetaban la cola y se portaban bien, y unos cuantos intelectuales estirados que merodeaban con expresión pensativa. Varias personas le observaban con mala cara, como si fuera de pésimo gusto presentarse en el Met con uniforme de policía. Tuvo un arranque de misantropía. Hipócritas.
Pendergast le hizo señas para que se acercara. Entraron en el museo, enseñando la entrada varias veces, y, tras pasar junto a una vitrina llena de oro romano, se zambulleron al fin en una desorientadora sucesión de salas rebosantes de estatuas, jarrones, cuadros, momias y toda suerte de obras de arte. Pendergast no dejaba de hablar, pero había tanta gente, y un ruido tan ensordecedor, que O'Shaughnessy sólo captó unas cuantas palabras.
Cruzaron una serie de salas más tranquilas, de arte asiático, y llegaron a una puerta de metal gris brillante que Pendergast abrió sin llamar. Detrás había una antesala con una mesa de madera clara, ocupada por una recepcionista muy guapa cuyos ojos se abrieron un poco al ver el uniforme de O'Shaughnessy. El policía la miró amenazadoramente.
—¿Desean algo?
Se lo había dicho a Pendergast, pero no dejaba de lanzar miraditas inquietas a O'Shaughnessy.
—Somos el sargento O'Shaughnessy y el agente especial Pendergast, y venimos a ver a la doctora Wellesley.
—¿Tienen una cita?
—No, desgraciadamente no.
—Pues lo siento, pero… ¿Agente especial…?
—Pendergast, del FBI.
Al oírlo, la recepcionista se puso muy roja.
—Un momento.
Cogió el teléfono. O'Shaughnessy oyó que sonaba en un despacho contiguo a la recepción.
—Doctora Wellesley —dijo la secretaria—, han venido a verle el agente especial Pendergast, del FBI, y un policía.
La voz cuyo eco les llegó del despacho era perfectamente inteligible. Se trataba de una voz seca, de mujer, pero fría como el hielo, y tan rotundamente inglesa que tuvo sobre O'Shaughnessy un efecto irritante.
—Heather, estoy ocupada; así que, si no han venido a detenerme, que concierten una cita, como todo el mundo.
Igual de rotundo fue el impacto del auricular con la base del teléfono.
La recepcionista les miró nerviosísima.
—La doctora Wellesley…
Sin embargo, Pendergast ya había echado a caminar hacia el despacho de donde procedía la voz. Esto ya me gusta más, pensó O'Shaughnessy, viendo que el agente abría la puerta y se plantaba en el umbral. Aunque tuviera pretensiones, al menos no era un blando. Sabía reaccionar frente a las tonterías.
La voz invisible cortó el aire, preñada de sarcasmo.
—Ah, el típico poli fuerzapuertas. Lástima que no esté cerrada con llave, porque entonces podría echarla abajo con la porra.
Parecía que Pendergast no hubiera oído el comentario, porque su voz meliflua llenó de calidez y de encanto el despacho.
—Doctora Wellesley, acudo a usted como primera autoridad mundial en historia de la indumentaria; y espero que no se moleste si le digo que me emocionó su identificación del peplo griego de Vergina. Hacía tiempo que me interesaba el tema.
Se produjo un breve silencio.
—Le dejo entrar por sus halagos, señor Pendergast.
O'Shaughnessy siguió al agente al interior de un despacho pequeño pero bien decorado. El mobiliario parecía salido de los propios fondos del museo, y en las paredes había una serie de acuarelas dieciochescas con personajes de ópera. Pensó que quizá fueran Fígaro, Rosina y el conde Almaviva, de
El barbero de Sevilla
. La ópera era su única, y secreta, afición.
Se sentó, cruzó las piernas y a continuación, cambiando de postura (era una silla increíblemente incómoda), las descruzó. Era inútil. Seguía teniendo la impresión de ocupar demasiado espacio. Entre muebles tan exquisitos, el color azul de su uniforme parecía de un mal gusto apabullante. Volvió a mirar las acuarelas, mientras tarareaba mentalmente un aria.
Wellesley era una cuarentona atractiva, y muy bien vestida.
—Veo que le gustan mis cuadros —le dijo a O'Shaughnessy con mirada perspicaz.
—Mucho —contestó él—, siempre que se sea aficionado a bailar con peluca, zapatos de tacón y camisa de fuerza.
Wellesley se volvió hacia Pendergast.
—Su colega tiene un sentido del humor un poco especial.
—Es verdad.
—Bueno, ustedes dirán.
Pendergast se sacó del traje algo que estaba enrollado y envuelto con papel.
—Me gustaría que examinara este vestido —dijo, desenrollándolo sobre la mesa de la doctora, que retrocedió un poco, asustada al descubrir el grado real de suciedad de la prenda.
O'Shaughnessy creyó percibir un olor peculiar. Muy peculiar. Se le ocurrió la vaga posibilidad de que lo de Pendergast no fuera un soborno, sino algo más serio.
—¡Virgen santa! —dijo ella, retrocediendo unos cuantos pasos más con una mano delante de la cara—. No trabajo con la policía. Llévese esta porquería, haga el favor.
—Esta porquería, doctora Wellesley, pertenecía a una joven de diecinueve años que hace más de un siglo fue asesinada, diseccionada, descuartizada y emparedada en un túnel de la parte baja de Manhattan. Tenía una nota cosida en el forro, y escrita con su propia sangre, donde constaba su nombre, edad y dirección. Nada más. Con una tinta así se suele ser escueto. La había escrito consciente de que iban a matarla. Sabía que no la ayudaría ni la salvaría nadie. Su único deseo era que identificasen su cadáver, y que no la olvidaran. Yo no podía ayudarla entonces, pero lo intento ahora. Es la razón de mi visita.
Pareció que el vestido se moviera un poco. O'Shaughnessy, sobresaltado, se dio cuenta de que al agente del FBI le temblaba la mano de emoción.
Al menos esa fue la impresión que tuvo. El hecho de que a un agente de la ley y el orden le afectara personalmente algo así era una revelación.
El silencio que siguió a las palabras de Pendergast fue profundo. Wellesley se inclinó hacia el vestido sin mediar palabra, lo tocó, le dio la vuelta al forro y tiró del material con suavidad, en varias direcciones. Después metió la mano en un cajón del escritorio, sacó una lupa y empezó a examinar las costuras y la tela. Pasaron varios minutos. Por último, con un suspiro, se dejó caer en la silla.
—Es el típico vestido de obrera —dijo—. De los más corrientes en la segunda mitad del siglo diecinueve. Por fuera es una lana basta, que rasca, pero que la verdad es que abriga bastante. El forro es algodón sin teñir. El corte y las costuras indican que lo más seguro es que se lo hiciera ella misma con la tela que le habíandado en el asilo. Es una tela que se vendía en varios colores básicos: verde, azul, gris y negro.
—¿Tiene idea de qué asilo podía ser?
—No se puede saber. En Manhattan, en el siglo diecinueve, había bastantes. Los llamaban «hogares industriales». Acogían a niños abandonados, huérfanos y fugitivos. Era una vida durísima, muy cruel. Los administraban religiosas, al menos de nombre.
—¿Podría fechar el vestido con más precisión?
—Pecaría de inexacta. Parece una imitación bastante nefasta de un estilo muy divulgado a principios de siglo. Las chicas de los asilos solían intentar copiar lo que les gustaba de las revistas populares y los anuncios de la prensa callejera. —La doctora Wellesley suspiró y se encogió de hombros—. Lo siento, pero no puedo decirle más.
—Si se le ocurre algo, avíseme por medio de mi colega, el sargento O'Shaughnessy.
La doctora Wellesley echó un vistazo a la identificación de O'Shaughnessy y asintió.
—Gracias por recibirnos. —El agente del FBI empezó a enrollar el vestido—. Ah, oiga, la exposición que organizó el año pasado era una maravilla.
La doctora Wellesley volvió a asentir.
—Tenía ingenio, lo cual no abunda precisamente en las exposiciones de museo. Por ejemplo, la sección de las hopalandas. Me pareció un prodigio de sentido del humor.
El vestido, oculto en su envoltorio, había perdido la capacidad de impresionar, y poco a poco fue disipándose el tétrico ambiente que se había apoderado del despacho. O'Shaughnessy se dio cuenta de que repetía mentalmente una idea del capitán Custer: ¿qué sentido tenía que un agente del FBI se ocupara de un caso con ciento veinte años de antigüedad?
—Gracias por captar lo que se le pasó por alto a toda la crítica —repuso la doctora—. En efecto, la intención era humorística. Una vez satisfechas las necesidades básicas de calor y pudor, la indumentaria humana, entendida a fondo, puede ser un prodigio de absurdidad.
Pendergast se levantó.
—Doctora Wellesley, nos ha servido de mucho su ayuda.
Lo mismo hizo ella.
—Llámeme Sophia, por favor.
O'Shaughnessy se fijó en que miraba a Pendergast con mayor interés. Pendergast hizo una reverencia, sonrió y, dando media vuelta, se dispuso a marcharse. La doctora rodeó el escritorio para acompañarle a la recepción, y al llegar a la puerta del pasillo se detuvo y dijo, ruborizada:
—Espero que volvamos a vernos, señor Pendergast. No sé… Podríamos cenar juntos.
Se produjo un breve silencio. Pendergast no decía nada.
—Bueno —dijo ella, más escueta—, ya sabe dónde encontrarme.
Volvieron a cruzar las mismas salas repletas de público y tesoros, y, dejando atrás los ídolos khmeres, los relicarios con incrustaciones de pedrería, las estatuas griegas y la cerámica ática de figuras rojas, bajaron a la Quinta Avenida por la gran escalinata, que era un hervidero humano. O'Shaughnessy, en mordaz referencia a los modales seductores del agente, silbó el estribillo de una canción de Sade, «Smooth Operator», pero Pendergast no pareció oírlo.
Poco después, O'Shaughnessy penetraba suavemente en el interior del capullo de piel blanca del Rolls. Al cerrarse la puerta (con un golpe firme y tranquilizador), volvió a reinar un grato silencio. Seguía sin formarse una opinión sobre Pendergast. A fin de cuentas, y a pesar de tener gustos tan caros, quizá fuera un tío legal. De una cosa sí estaba seguro: que él no bajaría la guardia ni un momento.