Read Los asesinatos e Manhattan Online
Authors: Lincoln Child Douglas Preston
Tags: #Intriga, Misterio, Policíaca
—¿Con uno de cinco? ¡Venga, jefe, si eso no da ni para un café! Además, me duelen las piernas.
—Claro —dijo el otro, sonándose.
Smithback sacó uno de veinte.
—¡Qué dolor de piernas, tío!
—Es lo que hay.
El que estaba más cerca cogió el billete, y se levantaron los dos entre quejidos y ruidos de nariz exagerados. Poco después llegaban a la esquina, de camino, sin duda, a la bodega que había a la vuelta, en Broadway. Al menos eran simples e inofensivos borrachos, no adictos al crack o algo peor. Smithback miró alrededor y vio que, en un alarde de puntualidad, se acercaba una mujer delgadísima y vestida de negro, haciendo sonar sus tacones y dibujando una sonrisa hipócrita con sus labios muy pintados. La típica agente de la propiedad.
—El señor Smithback, ¿no? —dijo con voz cascada de fumadora, dándole la mano— soy Millie Locke. Traigo la llave del apartamento. ¿Ha llegado su compañera?
—Ya viene.
Nora acababa de doblar la esquina con un revuelo de gabardina de algodón y mochila al hombro. Saludó con la mano. Cuando se reunió con ellos, la agente le dio la mano y dijo:
—Encantada.
Entraron en un vestíbulo de mala muerte, con buzones a la izquierda y un espejo grande a la derecha, remedio visual (pero poco convincente) a su estrechez. En cuanto pulsaron el botón del ascensor, empezó a zumbar y crujir algo en las alturas.
—La situación es ideal —le dijo Smithback a Nora—. Veinte minutos a pie desde el museo, una parada de metro cerca, y el parque a una manzana y media.
Nora no contestó. Miraba fijamente la puerta del ascensor, y no parecía muy contenta.
La puerta se abrió chirriando, y entraron en la cabina. Durante el ascenso, que se le hizo eterno, Smithback tuvo la desagradable sensación de que el examen no sólo lo sufría el apartamento, sino también él en persona.
Al llegar al sexto piso, giraron a la derecha por el pasillo mal iluminado y llegaron a una puerta metálica marrón con mirilla. La agente abrió cuatro cerraduras distintas y empujó la puerta.
Smithback se llevó una sorpresa agradable. El apartamento daba a la calle, y estaba más limpio de lo que esperaba. El suelo no se veía liso del todo, pero era de roble. De las paredes, una era de ladrillo visto y las otras de pladur pintado.
—¡Anda! ¡Fíjate! —dijo, animado—. No está mal, ¿eh?
Nora se quedó callada.
—Es la ganga del siglo —dijo la agente—. Mil ochocientos dólares, alquiler fijo y aire acondicionado. La situación es fabulosa. Luz, tranquilidad…
Los electrodomésticos de la cocina eran viejos, pero estaba todo limpio. Los dormitorios, soleados, tenían las ventanas orientadas al sur, y gracias a ello, pese a ser pequeños, daban sensación de espaciosidad.
Se quedaron en el centro del salón.
—Bueno, Nora —dijo Smithback, cohibido (cosa muy rara en él)—, ¿qué te parece?
Nora estaba muy seria y ceñuda. Mala señal. La agente de la propiedad se apartó un par de metros para que pareciera que tenían intimidad.
—Está bien —dijo ella.
—¿Bien? ¿Mil ochocientos mensuales por un piso de dos habitaciones en el Upper West Side? ¿En un edificio de antes de la guerra? ¡No es que esté bien, es que es increíble! La agente volvió a acercarse un poco.
—Son los primeros que lo ven. Seguro que mañana ya está alquilado. —Buscó en el bolso y sacó un cigarrillo y un mechero. Con el mechero encendido y las manos un poco separadas, preguntó—: ¿Les molesta?
—¿Te pasa algo? —preguntó Smithback a Nora. Ella hizo un gesto con la mano y dio un paso hacia la ventana, como si mirara atentamente un punto muy lejano.
—Pero le habrás comentado a tu casero lo de que te mudas, ¿no?
—Todavía no.
A Smithback le dio un pequeño vuelco el corazón.
—¿No se lo has dicho?
Ella negó con la cabeza, y el vuelco se agravó.
—Pero Nora, ¿no estaba decidido?
Nora miró por una ventana.
—Es que para mí es un paso muy importante, Bill. Vaya, que vivir juntos, y todo eso…
Dejó la frase a medias. Smithback echó un vistazo general al apartamento y topó con la mirada de la agente de la propiedad, que la apartó enseguida. Bajó la voz.
—Pero Nora, tú me quieres, ¿no? Nora seguía mirando por la ventana.
—Sí, claro, pero… ¿Sabes qué pasa? Que he tenido un día muy malo.
—Tampoco es un paso tan serio. No es como prometerse.
—Dejemos el tema.
—¿Que dejemos el tema? ¡Nora, es justo el apartamento que buscamos! No encontraremos uno mejor que este. Venga, vamos a solucionar lo de la comisión.
—¿Comisión?
Smithback se volvió hacia la agente.
—¿Cuánto ha dicho que se lleva?
La agente exhaló una nube de humo y tosió un poco.
—Me alegro de que me lo pregunte. Comprendan que un apartamento de estas características no se alquila así como así. El hecho de enseñárselo ya es un favor que les hago.
—Bueno, ¿y cuánto se lleva? —preguntó Nora.
—Dieciocho.
—¿Dieciocho qué? ¿Dólares?
—Por ciento. Me refiero al alquiler del primer año.
—Pero si son… —Nora frunció el entrecejo e hizo un cálculo mental—. Casi cuatro mil dólares.
—Poco, comparado con lo que se quedan. Y le aseguro que, si no se deciden ustedes, se decidirán los siguientes. —La agente echó un vistazo a su reloj—. Llegarán en diez minutos. Es el tiempo que tienen para decidirse.
—¿Tú qué dices, Nora? —preguntó Smithback.
Ella suspiró.
—Tengo que pensarlo.
—No tenemos tiempo de pensarlo.
—Tenemos todo el tiempo del mundo. En Manhattan hay más apartamentos.
Se produjo un silencio breve y gélido, hasta que la agente volvió a consultar la hora.
Nora negó con la cabeza.
—Bill, ya te he dicho que tengo muy mal día.
—Se te nota, se te nota.
—¿Sabes lo que te conté de la colección Shottum? Pues ayer encontramos una carta escondida entre su contenido, y era horrible.
Smithback se sintió invadido lentamente por algo similar al pánico.
—¿No podrías contármelo más tarde? Te lo digo de verdad: este apartamento me parece el…
Nora se encaró con él, muy seria.
—¿No me has oído? Encontramos una carta. ¡Ya sabemos quién mató a las treinta y seis personas!
Otro silencio. Smithback miró de reojo a la agente, que fingía examinar un marco de ventana, pero a cuyas orejas sólo les faltaba temblar.
—¿En serio? —preguntó.
—Es un personaje muy enigmático, un tal Enoch Leng. Parece que era taxonomista y químico. La carta la escribió un tal Shottum, el propietario de una especie de museo que se llamaba Gabinete Shottum y estaba en el mismo solar. Leng, que era inquilino suyo, hacía experimentos en las habitaciones que tenía alquiladas. Shottum empezó a sospechar y, aprovechando un día que no estaba Leng, entró en su laboratorio y descubrió que su inquilino se había dedicado a raptar gente, matarla, diseccionar una parte de su sistema nervioso central y procesarla, parece que para inyectarse algo.
—Dios mío. ¿Y para qué? Nora sacudió la cabeza.
—No te lo creerás. Intentaba alargarse la vida.
—Increíble.
Aquello, más que una noticia, era un bombazo. Smithback volvió a mirar de reojo a la agente, inmersa esta vez en el examen de las jambas de la puerta. Por lo visto, ya no se acordaba de la siguiente cita.
—Yo he pensado lo mismo. —Nora se estremeció—. Estoy obsesionada con la carta. No me la quito de la cabeza. Salían todos los detalles. ¿Y Pendergast? ¡Tendrías que haberle visto la cara mientras lo leía! Parecía que fuera su propia esquela. Luego, esta mañana, al bajar para ver si había aparecido más material de Shottum, me entero de que han llegado órdenes sobre un trabajo de conservación en el archivo, y que entre lo que necesitan están los documentos de Shottum. Total, que ya no están. ¡No me dirás que es coincidencia! Yo estoy segura de que han sido Brisbane o Collopy, pero, claro, no puedo plantarme en sus despachos por las buenas y preguntárselo.
—¿Hicisteis fotocopia?
La expresión de Nora mejoró un poco.
—Pendergast me pidió que hiciera una justo después de leer la carta. Entonces no entendí que tuviera tanta prisa, pero ahora sí.
—¿Y la tienes?
Nora señaló su maletín con la cabeza.
Smithback reflexionó unos instantes. Nora tenía razón: era evidente que las órdenes sobre el archivo no tenían nada de casual. ¿Qué encubría el museo? ¿Quién era el tal Enoch Leng? ¿Tenía algún lazo con la institución? ¿O era la típica paranoia del museo, miedo de soltar información sin haber pasado por el filtro embellecedor del departamento de relaciones públicas? Sin olvidar a Fairhaven, el magnate de la inmobiliaria, que, casualidades de la vida, también era uno de los grandes mecenas de la institución… La cosa empezaba a tomar un excelente cariz. Inmejorable.
—¿Me dejas ver la carta?
—Iba a dártela para que me la guardes, porque no me atrevo a volver al museo llevándola encima. Pero con una condición: que me la devuelvas esta noche.
Smithback asintió con la cabeza, cogió el fino sobre que le daba Nora y lo metió en su cartera.
De repente sonó el interfono.
—Ya han llegado los siguientes —dijo la agente—. ¿Qué les digo, que está alquilado o que no?
—Que no —dijo Nora rotundamente.
La agente se encogió de hombros, fue al interfono y abrió la puerta de la calle.
—¡Nora! —dijo Smithback con tono suplicante. Se giró hacia la agente—. Sí que nos lo quedamos.
—Perdona, Bill, pero es que aún no estoy preparada.
—Pues la semana pasada dijiste que…
—Ya lo sé, ya lo sé, pero en un momento así no estoy para pensar en pisos, ¿vale?
—No, no vale.
Sonó el timbre de la puerta. La agente fue a abrirla, y entraron dos hombres —uno bajo y calvo, el otro alto y con barba— que echaron una rápida ojeada al salón, otra a la cocina y fueron a los dormitorios.
—Nora, por favor —dijo Smithback—. Oye, ya sé que lo de instalarte en Nueva York y entrar a trabajar en el museo no ha ido tan bien como esperabas, y lo siento, pero no es razón para que te…
Siguió un largo silencio, en el que oyeron encenderse y apagarse la ducha. Los dos hombres volvieron al salón. En total, la visita había durado menos de dos minutos.
—Es perfecto —dijo el calvo—. Dieciocho por ciento de comisión, ¿verdad?
—Exacto.
—Muy bien. —Apareció un talonario—. ¿A nombre de quién lo extiendo?
—Al portador. Lo haremos efectivo en su banco.
—Un momento, un momento —dijo Smithback—, que antes estábamos nosotros.
Uno de los hombres se giró sorprendido, y dijo con gran educación:
—Ah, perdone.
—No les haga caso —dijo la agente, muy seca—. Ya se marchaban.
Nora empezó a tirar de Smithback hacia la puerta.
—Ven, Bill.
—¡Estábamos primero! ¡Si hace falta lo pongo a mi nombre!
Se oyó el ruido del papel al desgajarse del talonario. La agente lo cogió y, con unos golpecitos a su cartera, dijo:
—Llevo aquí el contrato. Podemos firmarlo en el banco.
Nora arrastró a Smithback al pasillo y cerró de un portazo. El viaje en ascensor fue silencioso y tenso. Poco después estaban en la calle.
—Tengo que volver al trabajo —dijo ella, evitando mirarle—. Ya lo comentaremos esta noche.
—Desde luego.
Smithback la vio marcharse deprisa: la luz de la tarde en la calle Noventa y nueve, la gabardina formando un remolino sobre un trasero perfecto, y el zarandeo de una larga melena cobriza. Estaba destrozado. Tantas vivencias compartidas, y Nora no quería irse a vivir con él. ¿En qué se había equivocado? A veces sospechaba que estaba resentida por las presiones para instalarse en Nueva York y abandonar Santa fe, pero no era culpa suya que hubiera salido mal lo del trabajo en el museo Lloyd, ni que el jefe de Nora en Manhattan fuera un gilipollas de concurso. ¿Qué hacer para convencerla? ¿Cómo demostrarle que la quería de verdad?
Su cerebro empezó a alumbrar una idea. En el fondo, Nora no entendía el poder de la prensa, y menos el del
New York Times
. No se daba cuenta de lo dócil, de lo cooperativo que podía llegar a ser el museo frente a la amenaza de una publicidad adversa. Pensó que sí, que era la solución. Así Nora recuperaría las colecciones, conseguiría fondos para lo del carbono 14 y a saber qué más. A la larga le daría las gracias. Si se daba prisa, hasta podía aparecer en la primera edición.
Oyó un grito enérgico.
—¡Eh,jefe!
Se giró. Los dos vagabundos se acercaban trastabillando por la acera, abrazados el uno al otro y con la cara enrojecidísima. Uno de los dos levantó una bolsa de papel.
—¡Brinde con nosotros!
Smithback sacó otro billete de veinte y se lo enseñó al más alto y sucio.
—Oye, en unos minutos verás que sale por esta puerta una mujer delgada y vestida de negro, con dos hombres. Se llama Millie. Hazme un favor: cuando la veas, le das un abrazo y un beso. Y cuanto más baboso, mejor.
El vagabundo le arrancó el billete de las manos y se lo metió en el bolsillo.
—¡Lo que usted mande, jefe!
Smithback se alejó hacia Broadway notando cierta mejoría en su estado de ánimo.
Anthony Fairhaven acomodó su cuerpo delgado y musculoso en la silla, se cubrió una parte de los muslos con una servilleta grande de hilo y examinó el desayuno que tenía delante. Aun siendo minúsculo, estaba dispuesto con esmero excesivo sobre el damasco blanco y terso: una taza de té de porcelana, dos galletas de soda y jalea real. Se bebió de un trago todo el té, y mordisqueó una galleta con la mente en blanco. Después se limpió los labios e hizo un gesto escueto a la criada para que le trajera el periódico.
El sol entraba a raudales por la curvada pared de cristal de su salita para el desayuno. Desde su privilegiado observatorio en lo más alto de la Metropolitan Tower, todo Manhattan se postraba a sus pies sembrado de chispas de luz matinal, y de guiños rosados y dorados de ventanas: su personal Nuevo Mundo, esperando a verle reivindicar su destino manifiesto. Muy abajo, el rectángulo oscuro de Central Park parecía un agujero de sepulturero en plena gran ciudad. La luz empezaba a lamer tímidamente las copas de los árboles, y las sombras de los edificios de la Quinta Avenida, barras paralelas, aherrojaban el parque.