Read Los asesinatos e Manhattan Online
Authors: Lincoln Child Douglas Preston
Tags: #Intriga, Misterio, Policíaca
Oyó ruido de papel, el de la criada poniéndole delante el
New York Times
y el
Wall Street Journal
. Recién planchados, como insistía en que estuvieran. Cogió el
Times
, de tacto seco y crujiente, y al desplegarlo acudió a su nariz el cálido olor a tinta impresa. Propinó una ligera sacudida a sus páginas a fin de desprenderlas, y abordó la lectura de los titulares de portada. Conversaciones de paz en Oriente Medio, debates entre los candidatos a la alcaldía, terremoto en Indonesia… Echó un vistazo bajo el pliegue.
Y se quedó unos segundos sin respiración.
EL DESCUBRIMIENTO DE UNA CARTA ARROJA LUZ SOBRE UNOS ASESINATOS DEL SIGLO XIX
William Smithback
Parpadeó, respiró honda y prolongadamente y empezó a leer.
NUEVA YORK,8 de octubre. En el archivo del Museo de Historia Natural ha aparecido una carta que podría contribuir a esclarecer el truculento hallazgo del osario descubierto la semana pasada en la parte baja de Manhattan.
Los obreros que trabajaban en la construcción de un rascacielos residencial en la esquina de las calles Henry y Catherine desenterraron un túnel subterráneo que contenía los restos de treinta y seis jóvenes de ambos sexos. Los despojos habían sido emparedados en una docena de nichos, pertenecientes, al parecer, a un túnel de mediados del siglo XIX que servía de carbonera. El análisis forense preliminar permitió descubrir que las víctimas habían sido diseccionadas, o sometidas a autopsia, y posteriormente descuartizadas. La datación preliminar del yacimiento, llevada a cabo por la arqueóloga del Museo de Historia Natural de Nueva York Nora Kelly, indicó que los asesinatos se habían producido entre 1872 y 1881, intervalo en que el solar estuvo ocupado por la sede de tres plantas de un museo privado que recibía el nombre de «Gabinete de Producciones y Curiosidades Naturales J. C. Shottum». El gabinete se quemó en 1881, y Shottum murió en el incendio.
En posteriores investigaciones, la doctora Kelly encontró la carta, escrita por el propio Shottum. Redactada poco antes de su fallecimiento, explica cómo descubrió los experimentos médicos de un inquilino suyo, el taxonomista y químico Enoch Leng. En la carta, Shottum asegura que Leng llevaba a cabo experimentos quirúrgicos con seres humanos vivos, con el objetivo de prolongarse la vida. Al parecer, una parte de los experimentos consistía en la extracción quirúrgica de la parte inferior de la columna vertebral de un ser humano vivo. Shottum adjuntó a la carta varias citas del diario en el que Leng consignaba en detalle sus experimentos. El New York Times ha obtenido una copia de la carta.
Si se confirma que los restos pertenecen a personas asesinadas, se trataría del mayor asesinato en serie de la historia de Nueva York, y es posible que de Estados Unidos. En 1888, el asesino en serie más famoso de Inglaterra, Jack el Destripador, asesinó a siete mujeres en el barrio londinense de Whitechapel. Se sabe que Jeffrey Dahmer, célebre asesino en serie norteamericano, mató como mínimo a diecisiete personas.
Los restos humanos fueron trasladados al instituto forense, y no se ha permitido su examen. El túnel subterráneo fue destruido por la empresa constructora del rascacielos, Moegen-Fairhaven, en el transcurso de las actividades normales de construcción. Según Mary Hill, portavoz del alcalde Edward Montefiori, el yacimiento no está afectado por la ley de conservación arqueológica e histórica de Nueva York. Reproducimos sus declaraciones: «Es la escena de un crimen antiguo, y tiene poco interés arqueológico. No cumplía los requisitos que se exponen en la ley, y no hay que darle más vueltas. No teníamos base para paralizar las obras». Su opinión, sin embargo, no es compartida por algunos miembros de la Comisión para la Conservación del Patrimonio, que, según se nos informa, han solicitado que se constituya una comisión para analizar el hallazgo.
Del solar se ha conservado una prenda, un vestido de mujer que la doctora Kelly llevó a examinar al museo. La doctora encontró un papel cosido en el forro; podría tratarse de una nota de autoidentificación, cuya autora, una joven, parece haber sido consciente de que le quedaba poco tiempo de vida: «Me yamo [sic] Mary Greene de 19 años bibo [sic] en la caye [sic] Watter [sic] 19».
El FBI se ha interesado por el caso, como atestigua la presencia en el solar del agente especial Pendergast, de la delegación de Nueva Orleans. Tanto la delegación de Nueva York como la de Nueva Orleans se han abstenido de hacer comentarios. Pese a no haberse hecho públicas las características exactas de su misión, se sabe que el agente especial Pendergast es uno de los agentes especiales de mayor rango de la región sur, con experiencia en varios casos importantes de Nueva York. En cuanto al departamento de policía de esta última ciudad, no se muestra muy interesado por un crimen con más de un siglo de antigüedad. El capitán Sherwood Custer, en cuyo distrito han aparecido los cadáveres, opina que se trata de un caso de interés prioritariamente histórico. «El asesino ya está muerto, y seguro que los cómplices, sí los hubo, también. Se lo dejamos a los historiadores. Nosotros seguiremos empleando nuestros recursos en la prevención de los delitos del siglo XXI.»
Tras el descubrimiento de la carta, el Museo de Historia Natural de Nueva York ha retirado del archivo la colección del gabinete Shottum. Según Roger Brisbane, vicedirector primero del museo, el traslado «forma parte de un proceso de conservación que se programó hace mucho tiempo. Se trata de una coincidencia, sin nada que ver con la noticia». Para futuras preguntas, remitió a Harry Medoker, del departamento de relaciones públicas del museo, pero el señor Medoker ha dejado sin respuesta varias llamadas telefónicas del Times.
El artículo seguía en una página interior, donde el reportero, con detalle y fruición, enumeraba una serie de características de los viejos crímenes. Fairhaven leyó el artículo de cabo a rabo y volvió a empezar por la primera página. Las hojas secas del
Times
le crujieron un poco en los dedos, sonido que tuvo su eco en el temblor de las hojas secas de los árboles que había en el balcón, enmacetados.
Lentamente, dejó el periódico y volvió a contemplar la ciudad. Al otro lado del parque se veía el Museo de Historia Natural, con sus torres de granito y sus tejados cobrizos reflejando la luz recién amanecida. Hizo otro gesto con el dedo, y le trajeron la segunda taza de té, que contempló unos instantes antes de engullir su contenido. Otro movimiento dactilar le dio acceso a un teléfono.
Sabía mucho del negocio inmobiliario, de relaciones públicas y de política neoyorquina. Sabía, también, que aquel artículo podía tener consecuencias desastrosas, y que exigía medidas rotundas e inmediatas.
Tras una pausa, empleada en decidir la identidad del destinatario de la primera llamada, marcó el número privado del alcalde, que se sabía de memoria.
Doreen Hollander, residente en el 21 de Indian Feather Lane, Pine Creek (Oklahoma), había dejado a su marido a veintiséis pisos de altura, farfullando y roncando en la habitación de hotel. Al contemplar Central Park West en toda su anchura, decidió que era el momento perfecto para ir al Metropolitan y gozar de los nenúfares de Monet. Desde que los había visto en un póster en casa de su cuñada, había tenido ganas de estar delante de los famosos cuadros. A su marido, técnico de Oklahoma Cable, el arte no le merecía el menor interés. Seguro que al volver le encontraría igual de dormido.
En su consulta al plano turístico (que el hotel había tenido la generosidad de facilitarle), se llevó la agradable sorpresa de que el museo quedaba justo al otro lado de Central Park. Se podía ir caminando. No hacía falta gastarse una fortuna en taxis. A Doreen Hollander le gustaba caminar; qué mejor manera, además, de quemar los dos cruasanes con mantequilla y mermelada que, imprudente ella, se había zampado para desayunar.
Emprendió la caminata y, a paso veloz, accedió al parque por la puerta Alexander Humboldt. Era otoño, hacía buen tiempo y los rascacielos de la Quinta Avenida brillaban por encima de las copas de los árboles. Nueva York. Maravillosa ciudad, a condición de no tener que residir en ella.
Había una ligera cuesta, que en poco tiempo le llevó a la orilla de un lago muy bonito. Miró al otro lado. ¿Qué era mejor, rodearlo por la derecha o por la izquierda? Consultó el mapa y decidió que el camino más corto era por la izquierda.
Volvió, pues, a poner en marcha sus fuertes piernas de granjera, y a respirar un aire que le sorprendió por su frescura. Por el camino, que seguía la curva del estanque, le adelantaron varios ciclistas y patinadores en línea. Después de recorrer un tramo corto se encontró con otra encrucijada. El camino principal viraba al norte, pero había un sendero que se metía por un bosque conservando la dirección inicial. Consultó el mapa. No recogía la existencia del sendero, pero ella sabía reconocer la mejor ruta, y la tomó.
El sendero se bifurcaba dos veces en pocos metros, y proseguía errático entre lomas y afloramientos rocosos de pequeño tamaño. De trecho en trecho, entre los árboles, Doreen seguía distinguiendo la hilera de rascacielos de la Quinta Avenida, que le hacían señas y le indicaban el camino. El bosque se espesó. Entonces Doreen empezó a verlos. Qué raro. Había varios chicos repartidos por el bosque, con las manos en los bolsillos y esperando sin hacer nada. Esperando… ¿qué? Tenían buen aspecto: bien vestidos, y con un buen corte de pelo. Más allá de los árboles se consolidaba una despejada mañana de otoño. Doreen no tenía nada de miedo.
Caminó más deprisa, por un bosque cada vez más frondoso. En su relativa desorientación, consultó el mapa y averiguó que estaba en una zona que se llamaba «el Ramble». Sin darse cuenta, ya había vuelto dos veces sobre sus pasos. Parecía que el diseñador de aquel pequeño laberinto de senderos hubiera tenido la intención de extraviar al caminante.
¿Sí? Pues Doreen Hollander no era de las que se perdían, y menos en un bosquecito de parque urbano, porque se había criado en el campo, dando largos paseos por los campos y bosques del este de Oklahoma. La caminata estaba convirtiéndose en una pequeña aventura, y a Doreen Hollander le gustaban las pequeñas aventuras. De hecho había arrastrado a su marido a Nueva York ni más ni menos que para eso: para tener una pequeña aventura. Le salió una sonrisa forzada.
¡Caramba! ¡Otra vuelta! ¡Parecía mentira! Rió resignada y volvió a mirar el mapa, pero el Ramble sólo figuraba como una mancha verde. Miró alrededor. Quizá pudiera orientarla uno de aquellos chicos con tan buen aspecto.
Por desgracia, el bosque se había vuelto más oscuro y más frondoso. Aun así, entrevió a dos personas al otro lado de una pantalla de hojas, y se acercó. ¿Qué hacían fuera del camino? Dio otro paso, apartó una rama y echó un vistazo, que se convirtió en mirada fija, y esta en rictus de susto.
Retrocediendo bruscamente, dio media vuelta y se apartó lo más deprisa que pudo. Ahora lo entendía. Qué asco, por Dios. Se moría de ganas de salir lo antes posible de aquella porquería de sitio. De golpe se le habían pasado todas las ganas de ver los nenúfares de Monet. Hasta entonces no había querido creérselo, pero era ni más ni menos que lo que contaban en aquel programa de la tele,
700 Club
, Nueva York era la versión actual de Sodoma y Gomorra. Siguió apretando el paso, respirando deprisa y evitando mirar hacia atrás.
No oyó acercarse las pisadas. Estaba completamente desprevenida. Cuando le cayó en la cabeza la capucha negra y se la ajustaron al cuello, cuando el brusco olor a cloroformo le agredió el olfato, la última imagen que se le formó en la mente fue la de una columna de sal torcida reflejando la luz desolada de una llanura desierta, con una cinta de humo negro al fondo.
El doctor Frederick Watson Collopy, toda una eminencia majestuosamente aposentada ante el gran escritorio forrado de cuero del siglo XIX, reflexionaba sobre las personas de ambos sexos que le habían precedido en tan augusto cargo. En los años de gloria del museo —la época en que aquel escritorio aún era nuevo, por ejemplo—, sus directores habían sido auténticos visionarios, a la vez exploradores y científicos. Se deleitó en sus nombres: Byrd, Throckmorton, Andrews… Nombres que el tiempo había vuelto dignos de grabarse en bronce. Procedió a leer los de los dos ocupantes más recientes de aquel espléndido despacho esquinero, y se le agrió un poco el humor: Winston Wright, cuya gestión había sido tan poco acertada, y su fugaz sucesora Olivia Merriam. Nada más satisfactorio, para Collopy, que haber devuelto al cargo su dignidad y eficacia. Se tocó la barba acicalada y, meditabundo, se puso un dedo sobre los labios.
A pesar de todo, volvía a sentir lo de siempre: una melancolía que se resistía a abandonarle.
Le habían encomendado una serie de sacrificios con el objetivo de salvar al museo. Personalmente le apenaba que hubiera que relegar la investigación científica en beneficio de las galas, las salas nuevas y lujosas y las exposiciones multitudinarias. «Multitudinario.» Le repugnaba la palabra, pero las circunstancias eran las que eran: Nueva York en los albores del siglo XXI. Los que no aceptasen las reglas se verían apeados del convoy. De hecho, ni los más nobles antecesores de Collopy habían dejado de llevar su cruz. Era necesario doblegarse a los imperativos de cada época. El museo había sobrevivido: he ahí lo importante, lo fundamental.
Entonces pensó en lo distinguido de su propio linaje científico: su tío bisabuelo Amasa Greenough, amigo de Darwin y famoso por el descubrimiento del rape quitinoso de Indochina; su tía abuela Philomena Watson, autora de investigaciones seminales entre los nativos de Tierra del Fuego; su abuelo Gardner Collopy, prestigioso herpetólogo. Pensó en sí mismo, en la experiencia extraordinaria que, allá en su impulsiva juventud, había supuesto volver a clasificar los póngidos. Con suerte, y un margen suficiente de años, quizá su trayectoria rivalizara con la de los mejores directores del pasado. Quizá también grabaran su apellido en bronce, y lo expusieran en la Gran Rotonda, a la vista de todos.
Seguía inerme ante la melancolía que se había apoderado de su ser. No le estaban sirviendo de nada aquellas reflexiones, y eso que solían serenarle. Se sentía desplazado, pasado de moda, obsoleto. Ni siquiera el recuerdo de su bella y joven esposa, con quien tan gozosamente había jugueteado antes de desayunar, logró librarle de la pesadumbre.