Read Los asesinatos e Manhattan Online
Authors: Lincoln Child Douglas Preston
Tags: #Intriga, Misterio, Policíaca
Nora abrió los cierres y levantó la tapa. Bajo los guantes, la piel grisácea tenía un tacto rugoso y con bultos. Salió un olor desagradable. La caja estaba vacía.
Miró a Pendergast de reojo, pero no se le veía decepcionado.
Se quedaron en silencio un momento. Luego Pendergast se inclinó sobre la caja y dedicó unos instantes a examinarla sin mover ni un solo músculo, únicamente los ojos muy azules. A continuación acercó los dedos a ella y empezó a palpar y presionar su superficie, deteniéndose en algunos puntos. De repente se oyó un clic, y saltó de debajo un cajoncillo estrecho, que levantó una nube de polvo. El ruido sobresaltó a Nora.
—Muy astuto —dijo Pendergast, mientras sacaba del cajón un sobrecito descolorido y con algunas manchas.
Le dio unas cuantas vueltas, pensativo. Después introdujo un dedo en la solapa con el guante interpuesto, abrió el sobre y extrajo varias hojas de papel de color crema, que desdobló con precaución.
Alisó la de encima y empezó a leer.
A MI COLEGA TINBURY MCFADDEN
12 de julio de 1881
Estimado colega:
Le escribo estas líneas con la seria esperanza de que no llegue a tener que leerlas; de que yo consiga romperlas y arrojarlas a la carbonera, como productos que son de un cerebro saturado y una imaginación febril. Y, sin embargo, en el fondo de mi alma, sé que ya se ha demostrado la veracidad de mis peores sospechas. Todas mis averiguaciones apuntan incontrovertiblemente en ese sentido. Siempre me he esforzado por tener a mis semejantes en el mejor concepto, pues ¿no estamos todos, en el fondo, hechos del mismo barro? Creían los antiguos que la vida se había generado espontáneamente en el fértil cieno del Nilo. ¿Quién soy yo para cuestionar, no la verdad científica, sino el simbolismo de semejante creencia? Sin embargo, McFadden, han ocurrido cosas, cosas que no admiten ninguna explicación inocente.
Es muy posible que los datos que contiene esta misiva le lleven a poner en entredicho mi estado mental. Antes de continuar, permita que haga constar que estoy en pleno ejercicio de mis facultades. Le ofrezco este documento en manifestación tanto de mi espantosa teoría como de las pruebas que he elaborado en su defensa.
No es la primera vez que expongo mis dudas, cada vez mayores, sobre lo relativo a lo de Leng. Usted conoce ya sobradamente los motivos por los que le permití ocupar algunas salas del segundo piso del gabinete. Sus charlas en el Lyceum daban fe de la profundidad de sus conocimientos científicos y médicos. Pocos pueden compararse con él en taxonomía y química; pocos o nadie. Me agradaba la perspectiva de cobijar bajo mi techo experimentos reveladores, e incluso, por qué no, aportaciones al progreso. Desde un punto de vista más práctico, tampoco me venía mal que me pagara el alquiler en dinero contante y sonante.
Al principio todo parecía justificar mi confianza en él, empezando por la excelencia manifiesta de su labor en el gabinete. Pese a una franca irregularidad de horarios, Leng, si bien reservado, se comportaba con la mayor y más constante educación. Pagaba el alquiler sin retraso, e incluso me dio consejos médicos durante las gripes que me afligieron en los inviernos del 73 y el 74.
Me resulta difícil atribuir fechas concretas al germen inicial de mis sospechas. Quizá arrancaran de lo que, a mi entender, era un hermetismo creciente en su manera de actuar. En los primeros tiempos Leng me había prometido enseñarme el resultado formal de sus experimentos. Contradiciendo tal promesa, no se me invitó jamás a ver sus aposentos, salvo en la inspección inicial que efectuamos los dos en el momento de la firma del arriendo. Con el paso de los años se le veía cada vez más absorto en sus estudios, hasta el punto de que los menesteres relativos al gabinete recayeron casi en exclusiva sobre mí.
Leng siempre me había parecido, en cuanto a su labor, hombre sensato. Recordará usted, sin duda, aquella charla algo excéntrica sobre los humores corporales que ofreció en el Lyceum en los primeros tiempos. La reacción fue negativa (hubo, incluso, miembros tan groseros que se rieron en ciertos puntos de la exposición), y desde entonces Leng no volvió sobre el tema. En adelante, sus conferencias siempre fueron modelos de erudición. Por eso yo, al principio, atribuí su reticencia a comentar trabajos personales a la misma circunspección innata; pero, con el paso del tiempo, empecé a comprender que lo que había tomado por timidez profesional no era sino ocultación premeditada.
Una tarde de este año, en primavera, tuve ocasión de quedarme trabajando hasta muy tarde en el gabinete, porque se me habían acumulado una serie de documentos, y además debía preparar el espacio expositor para mi última adquisición, el niño con dos cerebros (que ya comentamos en su día). Lo segundo resultó mucho más absorbente que el simple y aburrido papeleo, y quedé sorprendido al oír que el reloj del ayuntamiento daba la medianoche.
Fue, precisamente, al levantarme y prestar atención a los últimos ecos de las campanadas cuando reparé en otro sonido. Procedía de encima de mi cabeza: pasos laboriosos, como de arrastrar un gran peso por el suelo. El motivo, McFadden, no puedo exponérselo con precisión; bástele saber que había algo en aquel ruido que indujo en mí una aprensión atroz. Agucé el oído. El sonido fue apagándose, y alejándose las pisadas hacia una sala más apartada.
No podía hacer nada, claro. Por la mañana, meditando sobre el incidente, comprendí que sólo podía haber un culpable: mis cansados nervios. No había ninguna razón para comentárselo a Leng, salvo que se demostrara que los pasos estaban relacionados con algo más siniestro. Atribuí mi alarma a que en el momento de los hechos no estaba del todo en mi sano juicio. No cabe duda de que el hecho de haber logrado crear un fondo bastante impactante para el niño de dos cerebros, junto con lo avanzado de la hora, habían suscitado los aspectos más mórbidos de mi imaginación. Resolví, pues, olvidarme del tema.
Quiso la casualidad que a las pocas semanas —concretamente la pasada, el 5 de julio— ocurriera otro incidente que someto a su atención con la mayor seriedad. Las circunstancias eran similares: me quedé en el gabinete hasta muy tarde, preparando el artículo que publicaré en el boletín del Lyceum. Ya sabe usted lo difícil que me resulta escribir para círculos tan eruditos como el del Lyceum; dificultad que trato de aliviar con una serie de hábitos. Mi viejo escritorio de teca, el excelente papel donde escribo esta misiva, la tinta de color fucsia que fabrica en París monsieur Dupin, son pequeños detalles que mitigan el peso de la redacción. La referida noche, sin embargo, la inspiración fue menos tarda que de costumbre, y hacia las diez y media, para seguir trabajando, me vi en la necesidad de afilar unos cuantos lápices nuevos. A ese fin me aparté por breves instantes de mi escritorio, y al regresar a él observé algo asombroso: la página en la que había estado trabajando presentaba algunas manchas, pocas, de tinta.
Yo, que con tal cuidado escribo a pluma, me vi incapaz de explicar el origen de las manchas. Sólo al echar mano del papel secante, con el objetivo de borrar las manchas, reparé en que su color difería un poco del fucsia de mi pluma, ligeramente más oscuro. En el proceso de borrarlas, además, observé que tenían una consistencia más densa y viscosa que mi tinta francesa.
Imagine, pues, mi espanto al recibir otra gota en la muñeca, justo cuando levantaba el secante del papel.
Mi reacción inmediata consistió en levantar la mirada hacia el techo. Vi entonces que, como por arte de brujería, los tablones del suelo de la habitación de Leng, la de encima, filtraban una mancha roja, pequeña pero en proceso de ensancharse.
Subir por la escalera y llamar a su puerta fue cuestión de unos instantes. Soy incapaz de describir en detalle la secuencia de ideas que me pasó por la cabeza, pero sí sé decirle que la principal era el miedo de que el doctor hubiera sido víctima de un crimen. Corrían rumores, en el barrio, de que merodeaba por él un asesino de gran crueldad, aunque lo cierto es que no suelo detenerme en los chismorreos de las clases inferiores, y que por otro lado, aunque lamente decirlo, la muerte es presencia habitual en Five Points.
Leng respondió debidamente a mi llamada, y sin abrir la puerta, delatando en su voz cierta fatiga, me explicó que había sido un accidente, que en el transcurso de un experimento se había hecho un corte profundo en un brazo. No aceptó la ayuda que le ofrecí, asegurando haber tomado ya las necesarias precauciones (en forma de sutura), ni, pese a disculparse por el incidente, quiso abrir la puerta. Me marché al fin, embargado por la perplejidad y la duda.
A la mañana siguiente, Leng se personó a la puerta de mi casa. Era la primera vez que acudía a mi vivienda, y su presencia fue para mí una sorpresa. Observé que llevaba el brazo vendado. Me ofreció abundantes disculpas por las molestias de la noche anterior; yo le invité a entrar, pero no quiso, sino que, tras reiterar sus excusas, se marchó.
Inquieto, le vi descender a la acera y subir a un ómnibus. Le ruego tenga a bien comprender mis palabras si le digo que la visita de Leng, inmediatamente posterior a los extraños incidentes del gabinete, tuvo un efecto por completo opuesto a su intención: el de convencerme de que, fuera cual fuese la naturaleza de dichos incidentes, no soportaría un examen a la limpia luz del día.
Lo lamento, pero esta noche no puedo escribir más. Esconderé esta carta en la caja de pata de elefante que dentro de dos días, junto con una serie de curiosidades, le será entregada a usted en el museo. Dios mediante, hallaré en mí los arrestos necesarios para volver sobre el tema y ponerle fin por la mañana.
13 de julio de 1881
Bien, debo hacer acopio de voluntad y dar colofón a mi relato.
La visita de Leng me dejó en un estado de aguda lucha interna. Cierto idealismo científico, al que acaso se agregara la prudencia, me instaba a aceptar la explicación sin darle más vueltas. Sin embargo, había otra voz interna que alegaba que mi deber de caballero y hombre de honor era averiguar por mí mismo la verdad.
Decidí, por último, indagar en la naturaleza de los experimentos de Leng. Si demostraba ser benigna, no se me podría acusar de otra cosa que de entrometimiento.
Considerará usted, quizá, que me encontraba a merced de sentimientos poco decorosos. Mi única justificación es que las inmundas manchas rojas habían quedado impresas en mi cerebro con el mismo arraigo que en mi muñeca y mi papel. Algo en Leng, algo en su manera de mirarme en el umbral de mi propia casa, me hacía sentirme desplazado, como si mi hogar no fuera mío. Aquellos ojos de mirada indiferente comunicaban un no sé qué de frialdad, de puro cerebralismo, que me helaba la sangre. No podía tolerar más tiempo su presencia bajo mi techo sin conocer el alcance real de su trabajo.
Por algún capricho personal cuyo significado se me escapaba, hacía poco tiempo que Leng había empezado a prestar servicios médicos no remunerados en una serie de hogares industriales de la zona, con el resultado de que a última hora de la tarde jamás se le encontraba en sus habitaciones. El lunes pasado, 11 de julio, le vi por las ventanas delanteras del gabinete. Cruzaba la avenida, y no cabía duda de que se dirigía a Park Row y los asilos.
Supe que no era casualidad. Aquella ocasión me la brindaba el destino.
No le negaré que subí al segundo piso en un estado de cierta ansiedad. Leng había cambiado la cerradura de su puerta, pero yo tenía en mi poder una llave maestra. Empujé, pues, la puerta y penetré en el interior.
Leng había amueblado la primera estancia como sala de estar, y quedé azorado por sus gustos en materia decorativa: grabados de temas deportivos y colores vivos, y, amontonados en las mesas, ejemplares de la prensa amarilla y la peor literatura. Contra la impresión que me había causado desde el primer día (la de una persona elegante y refinada), aquella sala parecía reflejar las aficiones de un joven sin instrucción; era, en suma, uno de esos cubiles en los que se siente a gusto un asiduo a los billares, o una chica de origen muy humilde. Todo estaba cubierto por una capa de polvo, como si Leng llevara cierto tiempo sin frecuentar su salón.
La puerta de acceso a las habitaciones del fondo había sido dotada de una cortina de brocado, cuyo considerable peso levanté con la punta del bastón. Me consideraba preparado para casi todo, pero dudo que lo estuviera para lo que encontré.
Las habitaciones estaban vacías casi por completo. Contenían, repartidas por su espacio, un mínimo de seis mesas grandes, con superficies cuyos arañazos daban testimonio de muchas horas de trabajo experimental. No había más mobiliario. Flotaba en todas las estancias un olor a amoníaco que estuvo a punto de asfixiarme. Encontré varios escalpelos desafilados en un cajón. Los demás cajones que examiné estaban vacíos, con ácaros del polvo y arañas.
Tras intensivas búsquedas, localicé el punto del suelo por donde se había filtrado, noches antes, la sangre. El aspecto de las tablas era de haber sido limpiadas con ácido; concretamente, a juzgar por el olor, aqua regia. Eché un vistazo a las paredes, y observé otras zonas, tanto grandes como pequeñas, que delataban asimismo una limpieza reciente, o eso me pareció.
Debo confesar que en ese momento me sentí un poco tonto. Allá no había nada que justificase la alarma, nada digno de levantar sospechas, por ínfimas que fueran, ni en el más perspicaz policía. No obstante, la aprensión se negaba a abandonarme del todo. Algo en aquel salón, en el olor a productos químicos, en la meticulosidad con que se habían limpiado las paredes y el suelo, desentonaba. ¿Cuál era el motivo de que las habitaciones del fondo estuvieran tan limpias, y de que, en contraste, se hubiera permitido la acumulación de polvo en el salón?
En ese momento me acordé del sótano.
Hacía varios años que Leng, inesperadamente, me había pedido permiso para utilizar la carbonera del sótano como almacén para el instrumental sobrante. El túnel llevaba algunos años en desuso, desde la instalación de una caldera nueva, y como a mí no me hacía ninguna falta, le había entregado la llave a Leng y me había olvidado enseguida del asunto.
Sería incapaz de describir mis emociones al bajar por la escalera que conducía al sótano desde el fondo del gabinete. En una ocasión me detuve y medité si convenía solicitar ayuda, pero volvió a triunfar el sentido común. No había indicios de nada delictivo. No, lo único razonable era proseguir con mis pesquisas a solas.