Read Los asesinatos e Manhattan Online
Authors: Lincoln Child Douglas Preston
Tags: #Intriga, Misterio, Policíaca
—En efecto.
—¿Entonces? ¿Es mago, agente Pendergast, o ha forzado la puerta?
—Puede que las dos cosas a la vez, aunque las cerraduras del museo son tan rudimentarias que el verbo «forzar» resulta excesivo. Tengo que ser discreto, porque aquí se me conoce.
—¿Sería mucho pedirle que la próxima vez avise?
Pendergast miró el vestido.
—Esto no lo tenía ayer por la tarde.
—Es verdad.
El agente asintió.
—Veo que es mujer de recursos, doctora Kelly.
—Volví ayer por la noche y…
—Por favor, no entremos en detalles sobre actividades dudosas. En todo caso, felicidades.
Nora vio que estaba satisfecho. Pendergast hizo un gesto con la mano.
—Siga.
Nora reanudó su trabajo, y al poco rato le oyó decir:
—En el túnel había muchas prendas. ¿Por qué ha elegido precisamente esta?
La respuesta de Nora consistió en dar la vuelta a los pliegues de la falda y revelar un retal mal cosido en el forro de algodón. Pendergast se acercó enseguida.
—Dentro hay un papel —dijo ella—. Lo encontré justo antes de que cerraran el yacimiento.
—¿Me presta la lupa?
Nora se la pasó por encima de la cabeza. Pendergast se inclinó hacia el vestido y lo examinó con tal profesionalismo que Nora quedó sorprendida, y admirada.
—Esto está cosido de cualquier manera —dijo el agente, poniéndose derecho—. Fíjese en lo cuidado que está el resto de las costuras, y de los remiendos. Se nota que era lo mejor del vestuario de su dueña. En cambio, estas costuras de aquí están hechas con hilos sacados del propio vestido, y los agujeros son irregulares. Para mí que están hechos con una astilla. La persona que lo cosió no disponía ni de tiempo ni de aguja.
Nora desplazó el microscopio hacia el remiendo y usó la cámara incorporada para hacer fotos con distintos aumentos. Después puso una lente macro y realizó otra serie. Sabiéndose observada por Pendergast, trabajaba con gran eficacia.
Apartó el miscroscopio y cogió las pinzas.
—Ahora a abrirlo.
Sacó con gran delicadeza el final del hilo, y empezó a deshacer la costura. Hicieron falta unos cuantos minutos de minuciosa labor para soltar el remiendo. Entonces metió el hilo en una probeta, y levantó el parche.
Debajo había un papel arrancado de la página de un libro, y doblado dos veces.
Nora metió el parche en otra bolsa hermética de plástico y desdobló el papel con dos pinzas de puntas de goma. Dentro había un mensaje garabateado en marrón. Pese a la presencia de algunas partes manchadas y descoloridas, se leía perfectamente:
Me Yamo May Greene de 19 años bibo en la caye Watter 19.
Nora puso el papel en la bandeja del estereomicroscopio y lo examinó a poca potencia. Después de un rato se apartó, y Pendergast la sustituyó con impaciencia en los oculares. Al cabo de varios minutos de observación, también se apartó y dijo:
—Puede que esté escrito con la misma astilla.
Nora asintió con la cabeza. Las letras estaban raspadas.
—¿Me deja hacer una prueba? —dijo él.
—¿Cuál?
El agente sacó una probeta pequeña y con tapa.
—Consiste en quitar una pequeña muestra de tinta con un disolvente.
—Adelante.
—¡Qué raro que Pendergast llevara productos químicos de forense en los bolsillos! Claro que ¿dejaba de llevar algo en aquel traje negro sin fondo?
Pendergast destapó la probeta y sacó una torunda minúscula, que aplicó al extremo de una letra guiándose por el microscopio. Después volvió a meter la torunda en la probeta, la sacudió un poco y la acercó a la ventana. El líquido tardó poco en ponerse azul. Se giró hacia Nora y la miró.
—¿Qué? —preguntó ella.
Sin embargo, ya le había leído el resultado en la cara.
—Doctora Kelly, la nota está escrita con sangre humana, sin duda con la de la propia joven.
El despacho del museo había quedado en silencio. Nora experimentó la necesidad de sentarse. Tardaron bastante en volver a hablar. Nora percibía vagamente el rumor del tráfico, un teléfono sonando a lo lejos, y pasos por el corredor. Empezaba a asimilar todo el significado del descubrimiento: el túnel, los treinta y seis cadáveres descuartizados, y aquella nota aterradora de hacía un siglo.
—Según usted, ¿qué significa?
—Sólo hay una explicación. La chica debía de ser consciente de que no saldría viva del sótano, y, como no quería morir en el anonimato, escribió su nombre, edad y dirección y escondió el papel. Un epitafio de su propia elección. El único que tenía a su alcance.
Nora se estremeció.
—Qué horror.
Pendergast caminó lentamente hacia la estantería, seguido por la mirada de Nora, que preguntó:
—¿De qué se trata? ¿De un asesino en serie?
Pendergast no contestó. Volvía a poner la misma cara de preocupación que en el solar en obras. Se quedó delante de la estantería.
—¿Puedo hacerle una pregunta? —dijo ella.
Pendergast volvió a asentir.
—¿Por qué lo investiga? Que yo sepa, el FBI no se dedica a asesinatos en serie de hace ciento treinta años.
Pendergast cogió un cuenco anasazi pequeño que había en un estante, y lo examinó.
—Un Kayenta. ¡ Qué bonito! —Levantó la vista—. ¿Cómo lleva la investigación sobre la expedición de Utah, la de los anasazi?
—Mal. El museo no piensa pagarme las pruebas de carbono catorce que necesito. Pero ¿qué tiene que…?
—Mejor.
—¿Mejor?
—Doctora Kelly, ¿sabe qué es un «gabinete de curiosidades»?
Nora se admiró de que fuera posible acumular tantas incongruencias.
—Una especie de colección de historia natural, ¿no?
—Exacto. Fue el precursor de los museos de historia natural. Muchas personas instruidas de los siglos dieciocho y diecinueve, en sus viajes por el mundo, coleccionaban objetos extraños: fósiles, huesos, cabezas reducidas, pájaros disecados… Cosas así. Al principio lo único que hacían era juntarlos en gabinetes para divertir a sus amistades. Después, cuando empezó a constatarse que había gente dispuesta a pagar por verlos, algunos gabinetes de curiosidades se convirtieron en empresas comerciales. Las colecciones ocupaban varias salas, pero conservaban el nombre de «gabinete de curiosidades».
—¿Qué tiene que ver con los asesinatos?
—En mil ochocientos cuarenta y ocho, un neoyorquino joven y rico, Alexander Marysas, emprendió un gran viaje como cazador y coleccionista, desde el sur del Pacífico a Tierra del Fuego. Murió en Madagascar, pero sus colecciones, que tenían un gran interés, volvieron con su barco, en la bodega. Las compró un empresario, John Canaday Shottum, y en mil ochocientos cincuenta y dos inauguró el «Gabinete de Producciones y Curiosidades Naturales J. C. Shottum».
—¿Y qué?
—Que el edificio que había estado encima del túnel donde han aparecido los esqueletos era el gabinete de Shottum.
—¿Cómo ha averiguado tantas cosas?
—Hablando media hora con un muy buen amigo, que trabaja en la biblioteca municipal. De hecho, el túnel que exploró usted servía de carbonera, para la caldera original del edificio. Era una casa de tres pisos hecha de ladrillo, en el típico neogótico de la década de mil ochocientos cincuenta. En la planta baja estaba el gabinete y algo que se llamaba «ciclorama». El primer piso eran las oficinas de Shottum, y el tercero estaba alquilado. Parece ser que el gabinete tuvo mucho éxito, aunque entonces el barrio, Five Points,fuera de los peores de Manhattan. En mil ochocientos ochenta y uno el edificio se incendió, con Shottum dentro. En el informe policial constan sospechas de que había sido provocado, pero no llegaron a encontrar al culpable. El solar quedó vacío hasta mil ochocientos noventa y siete, cuando se construyó la hilera de casas de pisos.
—¿Qué había antes del gabinete de Shottum?
—Una pequeña granja de cerdos.
—O sea, que los asesinatos tienen que ser de cuando estaba el gabinete de Shottum.
—Exacto.
—¿Y a usted le parece que el culpable es Shottum?
—Es demasiado pronto para decirlo. Casi todos los trozos de cristal que encontré en el túnel eran de probetas y alambiques rotos. Presentaban restos de varios productos químicos, pero tengo pendiente analizarlos. Tenemos que averiguar muchas más cosas sobre J. C. Shottum y su gabinete de curiosidades. ¿Tendría la amabilidad de acompañarme?
Abrió cortésmente la puerta del despacho, y Nora le siguió sin pensárselo. Mientras recorrían el pasillo y tomaban un ascensor al quinto piso, el agente siguió hablando. De repente, cuando se abrieron las puertas con un ruido sibilante, Nora recuperó la sensatez.
—Un momento. ¿A dónde vamos? Tengo trabajo.
—Ya le he dicho que necesito que me ayude.
Sintió un calambre de irritación. ¡Qué confianzas se tomaba aquel hombre! ¡Cómo si ella fuese empleada suya!
—Perdone, pero soy arqueóloga, no detective.
Él arqueó las cejas.
—¿Hay alguna diferencia?
—¿Por qué se cree que puede interesarme?
—Porque ya le interesa.
Nora estaba indignada por el descaro del agente, aunque hubiera dicho una verdad como un templo.
—¿Y cómo se lo explicaremos al museo?
—A eso vamos, doctora Kelly. Tenemos una cita.
Señaló una puerta al fondo del pasillo, con una placa de madera donde estaba escrito en letras doradas el nombre del ocupante.
—¡Oh, no! —gimió Nora—. No.
Encontraron a Roger Brisbane cómodamente sentado en su sillón de la Bauhaus. Era la viva imagen de la abogacía, con su camisa de Turnbull & Asser perfectamente planchada y con los puños vueltos. Sus adoradas gemas seguían en la vitrina, el único toque cálido en un despacho frío e inmaculado. Les hizo señas para que se sentasen al otro lado de la mesa, en sendas sillas. No se le veía de muy buen humor. Levantó la vista de su agenda, miró a Pendergast y, sin hacer ningún caso a Nora, dijo:
—Agente especial Pendergast. ¿De qué me suena el nombre?
—Ya había trabajado en el museo —dijo Pendergast con la más meliflua de sus voces.
—¿Para quién?
—No, me ha entendido mal. He dicho en el museo, no para el museo.
Brisbane hizo un gesto con la mano.
—Da lo mismo. Mire usted, señor Pendergast: por la mañana, en casa, me gusta estar tranquilo, y no alcanzo a ver qué es tan urgente para requerir mi presencia en el despacho a estas horas.
—El delito no duerme, señor Brisbane.
Nora creyó detectar una nota sardónica en el tono de Pendergast. La mirada de Brisbane recayó brevemente en su empleada. Luego la desvió y dijo:
A la doctora Kelly se la necesita en el museo. Creo que ya se lo he explicado por teléfono. En otras circunstancias, el museo estaría encantado de ayudar al FBI, pero es que en este caso no veo cómo.
En vez de contestar, Pendergast se quedó mirando las piedras preciosas.
—No sabía que el famoso zafiro Mogul Star ya no estuviera expuesto al público. Porque es el Mogul Star, ¿verdad?
Brisbane cambió de postura.
—Hacemos rotaciones periódicas de lo expuesto, a fin de que los visitantes tengan la oportunidad de ver lo que está en depósito.
—Y el… exceso de inventario lo guarda usted aquí.
—Señor Pendergast, le repito que no sé cómo podemos ayudarle.
—Es un crimen excepcional; ustedes tienen recursos excepcionales, y yo la necesidad de usarlos.
—¿El crimen del que habla ocurrió en el museo?
—No.
—¿En los terrenos del museo?
Pendergast negó con la cabeza.
—Pues lo siento mucho, pero la respuesta es no.
—¿Definitiva?
—Terminantemente, sí. No queremos que el museo se meta en labores policiales. Participar en investigaciones, demandas y otros asuntos sórdidos es una manera segura de que la institución se vea expuesta a polémicas indeseadas. Pero qué le voy a contar, señor Pendergast.
El agente se sacó un papel del bolsillo de la chaqueta y lo dejó delante de Brisbane.
—¿Qué es? —preguntó éste sin mirarlo.
—Los estatutos del museo.
—¿Y qué tienen que ver con esto?
—Pone que una de las obligaciones de los empleados es proporcionar servicios públicos no remunerados.
—Es lo que hacemos todos los días, gestionando el museo.
—Ya, pero es que el problema es ese. Hasta hace relativamente poco, el departamento de antropología del museo ayudaba con regularidad a la policía en cuestiones forenses. De hecho, formaba parte de sus obligaciones. Supongo que se acuerda del famoso asesinato del cenicero, el del siete de noviembre de mil novecientos treinta y nueve.
—Lo siento, pero debí de saltarme el artículo en el
Times
.
—En la resolución del caso intervino un conservador del museo. Encontró el borde quemado de una órbita ocular en un cenicero, y consiguió demostrar que era humana.
—Señor Pendergast, no he venido a que me den clases de historia. —Brisbane se levantó de la silla y se puso la chaqueta—. La respuesta es no. Tengo trabajo. Doctora Kelly, por favor, vuelva a su despacho.
—Siento oírselo decir. Habrá publicidad adversa, pero bueno, ya se sabe.
Las palabras «publicidad adversa» hicieron que Brisbane detuviera sus pasos, y que se le pintara en el rostro una sonrisa fría.
Pendergast siguió hablando con su agradable acento del sur.
—De hecho, en los estatutos queda clarísimo que el servicio público obligatorio no se refiere al trabajo normal de los conservadores. Hace casi una década que el museo incumple su convenio con el ayuntamiento de Nueva York, y eso que recibe varios millones en impuestos de los propios ciudadanos. No sólo no prestan servicio público, sino que ahora ya no se puede entrar en la biblioteca sin estar doctorado. Además, han limitado el acceso a las colecciones al llamado mundo académico, y, en nombre de los derechos de propiedad intelectual, cobran por todo. Incluso han empezado a sugerir una cantidad como entrada, a pesar de que los estatutos lo prohiben sin ambigüedad. Se lo leo: «Para la creación de un museo de historia natural al servicio de la ciudad de Nueva York, que estará abierto de forma gratuita a todos los ciudadanos sin excepción».
—A ver…
Brisbane leyó el pasaje, y su frente lisa se contrajo de modo casi imperceptible.
—¡Hay que ver lo que incordian algunos documentos viejos! ¿Verdad, señor Brisbane? Como la Constitución, que cuando menos la necesitas se te echa encima.