Read Los asesinatos e Manhattan Online
Authors: Lincoln Child Douglas Preston
Tags: #Intriga, Misterio, Policíaca
—¿Tiene placa, o algo que le identifique? —preguntó con voz cansada.
Su visitante sonrió con indulgencia, y se sacó del traje una cartera que se abrió por su propio peso. Nora se inclinó a fin de examinar la placa. Parecía auténtica; y no era la primera que veía en los últimos dieciocho meses.
—Vale, vale, ya me lo creo. Agente especial…
Titubeó. ¿Cómo coño había dicho que se llamaba? Bajó la vista, pero la placa ya había emprendido el camino de regreso al interior del traje.
—Pendergast —dijo él, servicial. Parecía que le hubiera leído el pensamiento, porque añadió—: Ah, y descuide, que no tiene nada que ver con lo de Utah. Nada en absoluto.
Nora volvió a mirarle. Aquel atildamiento en blanco y negro no cuadraba con la imagen de los agentes del FBI que había conocido en el oeste. Parecía una persona original, por no decir excéntrica. Su rostro, impasible, no carecía de atractivo. Nora se fijó en la calavera por segunda vez, y se apresuró a decir:
—No soy antropóloga física. No me dedico a los huesos.
La respuesta de Pendergast fue tenderle la calavera. Nora la cogió y la miró desde todos los ángulos con curiosidad mal disimulada.
—¿Qué pasa, que el FBI no tiene asesoría forense?
El agente se limitó a sonreír, ir a la puerta y cerrarla con pestillo. Después se deslizó hacia el escritorio, levantó el auricular de la base del teléfono y lo depositó suavemente al lado.
—¿Podemos hablar sin que nos molesten?
—Sí, claro, faltaría más.
Nora se enfadó consigo misma por no saber disimular sus nervios. Nunca había conocido a nadie tan seguro de sí mismo. El agente se sentó en una silla de madera, al otro lado del escritorio, y cruzó sus esbeltas piernas.
—Me gustaría saber qué piensa de esta calavera, aunque no sea su campo.
Nora suspiró. ¿Le convenía hablar con él? ¿Qué opinaría el museo? Seguro que estarían satisfechos de que el FBI consultara a un miembro del personal. Quizá viniera al pelo, y fuera la «publicidad» que tanto quería Brisbane.
Volvió a examinar la calavera.
—Pues… para empezar diría que este niño tuvo una vida muy triste.
Pendergast juntó las yemas de los dedos y arqueó una ceja a guisa de pregunta.
—La falta de cierre sutural indica que el sujeto acababa de entrar en la adolescencia. La segunda muela está recién salida, señal de que nos movemos sobre los trece años, año más, año menos. Yo, por la suavidad del perfil de la frente, diría que era chica. De paso, le diré que menudo desastre de dentadura. Ni rastro de ortodoncia, lo cual, como mínimo, es señal de dejadez. Y estos dos círculos en el esmalte indican retrasos en el crecimiento, yo diría que por dos episodios de inanición o enfermedad grave. Salta a la vista que es una calavera antigua, aunque el estado de la dentadura nos llevaría a fecharla en época histórica, no prehistórica. En un espécimen prehistórico no habría un deterioro así de los dientes. Parece caucasoide, no indígena norteamericano. Yo le atribuiría una antigüedad mínima de entre setenta y cinco y cien años. Claro que son simples conjeturas. Todo depende de dóndehaya aparecido, y en qué condiciones. Podría plantearse una prueba de carbono catorce.
Hizo una pausa involuntaria, acordándose de la entrevista que acababa de tener.
Pendergast seguía callado, y Nora tuvo la clara sensación de que esperaba algo más. Nuevamente irritada, se acercó a la ventana para estudiar la calavera bajo la fuerte luz matinal. De repente, al hacerlo, se sintió afectada por una especie de mareo.
—¿Qué pasa? —preguntó Pendergast, que se había dado cuenta enseguida del cambio, y que despegó su cuerpo enjuto de la silla con la rapidez de un resorte.
—Estos rasguños pequeños justo en la base del hueso occipital…
Nora cogió la lupa que siempre llevaba al cuello, y se la ajustó en la órbita. Después hizo girar la calavera y la examinó con mayor detenimiento.
—Diga, diga.
—Son de cuchillo. Parece que hayan retirado algún tejido.
—¿Tejido? ¿De qué tipo?
Nora descubrió con gran alivio la respuesta.
—Son las típicas marcas que deja el escalpelo en una autopsia. A esta niña le hicieron la autopsia. Las marcas son de cuando le abrieron la parte superior de la médula espinal, o del bulbo raquídeo. —Dejó la calavera encima de la mesa—. Pero yo soy arqueóloga, señor Pendergast. Le aconsejo que consulte a otra persona. Aquí tenemos a un antropólogo físico, el doctor Weidenreich.
Pendergast cogió la calavera y la metió en una bolsa hermética, que, como por arte de prestidigitación, desapareció sin dejar rastro en los repliegues del traje.
—Es que lo que necesito son sus conocimientos de arqueóloga. Ahora —añadió de corrido, mientras colgaba el auricular y retiraba el pestillo de la puerta con rapidez y agilidad— tendría que acompañarme al centro.
—¿Al centro? ¿A comisaría, o algo así?
Pendergast negó con la cabeza. Nora vaciló.
—Es que no puedo marcharme del museo. Tengo trabajo.
—Será un ratito, doctora Kelly. Es fundamental no perder tiempo.
—¿De qué se trata?
Pero el agente ya había salido del despacho, y recorría el pasillo con pasos veloces y silenciosos. Nora fue tras él, porque no se le ocurría ninguna alternativa. Recorrieron muchas y tortuosas escaleras, por un camino que, atravesando Pájaros del Mundo, África y Mamíferos del Pleistoceno, desembocó en la planta baja, en el espacio lleno de ecos de la Gran Rotonda.
—Conoce muy bien el museo —dijo ella, esforzándose por no quedarse rezagada.
—Sí.
Poco después habían cruzado las puertas de bronce, y bajaban a Museum Drive por la majestuosa escalinata de mármol. Al llegar a la acera, el agente Pendergast se giró. Bajo la fuerte luz otoñal, se le veían los ojos blanquecinos, casi sin rastro de color. De repente, al verle caminar, Nora tuvo una impresión de mucho poder físico debajo de aquel traje tan ceñido.
—¿Tiene presente la ley sobre conservación arqueológica e histórica de Nueva York? —preguntó él.
—Sí, claro.
Era una ley que obligaba a detener cualquier excavación o construcción de la ciudad en cuanto se descubriera algo de valor arqueológico, y a no reanudarlas mientras no se hubiera estudiado y documentado.
En la parte baja de Manhattan han descubierto un yacimiento bastante interesante. La arqueóloga supervisora será usted.
—¿Yo? Si no tengo experiencia ni autoridad para…
—Tranquila, doctora Kelly; mal que me pese, preveo que su ejercicio del cargo se nos hará muy corto.
Nora sacudió la cabeza.
—Pero ¿por qué yo?
—Porque ya tiene experiencia en este… tipo de yacimiento.
—¿Me lo podría describir?
—Es un osario.
Nora le miró fijamente.
—Y ahora —dijo él, señalando con gestos un Silver Wraith modelo del cincuenta y nueve que esperaba en el bordillo—, en marcha. Usted primero, por favor.
Nora se apeó del Rolls-Royce con la sensación incómoda de que llamaban la atención. Pendergast, serenamente ajeno a la incongruencia de aparcar un vehículo tan elegante entre el polvo y el ruido de una obra grande, cerró la portezuela tras ella.
Cruzaron la calle y se acercaron a una tela metálica muy alta. Al otro lado, la luz suntuosa del atardecer iluminaba un esqueleto de cimientos, los de una hilera de casas viejas. El recinto estaba bordeado por varios volquetes grandes cargados de ladrillos. En el bordillo había dos coches patrulla aparcados. Nora vio a una serie de policías de uniforme delante de un boquete en un muro de contención de obra vista, cerca de un grupo de hombres de negocios trajeados. El solar estaba limitado por casas de pisos abandonados, que guiñaban los ojos de sus ventanas vacías.
En este solar, el grupo Moegen-Fairhaven está construyendo un rascacielos residencial de sesenta y cinco pisos —dijo Pendergast—. Ayer, hacia las cuatro de la tarde, hicieron un agujero en aquel muro de ahí, y dentro, en un túmulo, un obrero encontró la calavera que le he enseñado. Con muchos huesos más. Muchísimos.
Nora echó un vistazo en la dirección indicada.
—¿Antes qué había?
—Una casa de pisos de finales del siglo diecinueve, pero el túnel, al parecer, es anterior.
Nora constató que la excavadora había dejado a la vista varios estratos bien definidos. El muro de contención quedaba debajo de los cimientos decimonónicos, y saltaba a la vista que el agujero que tenía cerca de la base pertenecía a una estructura anterior. Al lado, formando una pila, se veían, quemadas y podridas, algunas vigas muy antiguas.
Mientras caminaban pegados a la valla, Pendergast se inclinó hacia Nora.
Sospecho que va a ser una visita problemática, y disponemos de poquísimo tiempo. En pocas horas, el solar ha sufrido unos cambios alarmantes. Moegen-Fairhaven es una de las constructoras con más proyectos en la ciudad. Y tienen bastantes… digamos que influencias. ¿Se ha fijado en que no hay periodistas? A la policía la han avisado con mucha discreción.
La condujo a la entrada, que estaba cerrada con cadenas y vigilada por un policía con esposas, radio, porra, pistola y munición al cinto. El peso combinado de todo el arsenal hacía bajar el cinturón, y dejaba asomarse sin complejos una barriga con camisa azul.
Pendergast se detuvo frente a él.
—Circulen —dijo el policía—, que aquí no hay nada que ver.
—Al contrario.
Pendergast sonrió y enseñó su identificación. El policía se agachó ceñudo y cotejó varias veces la cara del agente con lo que veía.
—¿FBI?
Se subió el cinturón con un ruido metálico.
—Sí, son las tres letras que pone.
Pendergast volvió a guardarse la cartera en la chaqueta.
—¿Y con quién viene?
—Con una arqueóloga. Le han encargado investigar el yacimiento.
—¿Arqueóloga? Un momento.
El policía cruzó el solar sin darse mucha prisa, y se acercó al grupo que formaban sus colegas. Tras un intercambio de palabras, uno de ellos se desgajó de los demás, seguido a paso rápido por un hombre con traje marrón. Era, este último, bajo y corpulento, con un cuello carnoso contenido a duras penas por el cuello de la camisa. Sus pasos, demasiado largos para tan breves piernas, conferían a su andar una elasticidad exagerada.
—¿Qué coño pasa? —dijo sin resuello al acercarse a la verja, dirigiéndose al policía que acababa de llegar—. No me habían comentado nada del FBI.
Nora reparó en que el segundo policía tenía galones dorados de capitán en los hombros. Era un individuo de tez cetrina y pequeños ojos negros, al que empezaba a caérsele el pelo y casi estaba igual de gordo que el del traje marrón.
El capitán miró a Pendergast.
—¿Me permite su identificación?
Tenía la voz aguda y afectada. Pendergast volvió a sacar la cartera. El capitán la cogió, la examinó y se la devolvió a través de la verja.
—Perdone, señor Pendergast, pero aquí el FBI no tiene jurisdicción, y menos la delegación de Nueva Orleans. Ya conoce las reglas.
—Capitán…
—Custer.
—Capitán Custer, vengo con la doctora Nora Kelly, del Museo de Historia Natural de Nueva York, a quien se ha encomendado la prospección arqueológica. Si nos hace el favor de dejar que…
—Esto es una obra —intervino el del traje marrón—. Por si no se ha fijado, estamos intentando levantar un edificio. Ya hay un hombre mirando los huesos. ¿Y ahora el FBI? ¡Pero si ya estamos perdiendo cuarenta mil dólares al día! ¡Por Dios!
—No tengo el placer —dijo Pendergast con afabilidad.
—Ed Shenk —contestó el del traje con mirada escurridiza.
—Ah, el señor Shenk. —Dicho por Pendergast, parecía el nombre de algún instrumento vulgar—. ¿Y qué cargo tiene dentro de Moegen-Fairhaven?
—Director de construcción.
Pendergast asintió con la cabeza.
—Ya. Pues encantado, señor Shenk.
Enseguida se giró hacia el capitán, haciendo caso omiso a Shenk.
—En definitiva, capitán Custer —siguió diciendo, con la misma suavidad—, ¿debo entender que no piensa abrirnos la verja ni dejarnos desempeñar nuestro trabajo?
—Este proyecto es muy importante, tanto para el grupo Moegen-Fairhaven como para el barrio. Llevamos retraso respecto a las previsiones, y la preocupación se ha hecho extensiva a muy altos cargos. Ayer por la tarde visitó la obra el señor Fairhaven en persona. Lo que menos les interesa es que se acumulen más retrasos. Ni me han informado de que participe el FBI ni sé nada de ninguna misión arqueológica, y…
El capitán se quedó callado. Pendergast había sacado el móvil.
—¿A quién llama? —quiso saber Custer.
Pendergast siguió sonriendo sin contestar, mientras sus dedos recorrían las pequeñas teclas a una velocidad asombrosa. La mirada del capitán se detuvo brevemente en Shenk.
—¿Sally? —dijo Pendergast al teléfono—. Soy el agente Pendergast. ¿Me pones con Rocker, el jefe de policía?
—Oiga, que… —empezó a decir el capitán.
—Sí, Sally, por favor. Eres un ángel.
—Quizá pudiéramos discutirlo dentro.
Tintineo de llaves. El capitán Custer empezó a abrir el candado de la verja.
—Si tienes la amabilidad de interrumpirle de mi parte, te lo agradecería mucho.
—Señor Pendergast, que no hace falta —dijo Custer.
Se abrió la verja.
—¿Sally? Ya te llamaré —dijo Pendergast, y cerró el móvil.
Entró con Nora al lado y avanzó en línea recta, sin pausas ni comentarios, por el solar sembrado de cascotes, yendo hacia el boquete en el muro de ladrillos. Los demás, vencida la sorpresa inicial, empezaron a seguirle.
—Señor Pendergast, comprenda que… —dijo el capitán, en pleno esfuerzo por no quedarse rezagado.
Shenk le seguía furioso, como un toro. Tropezó, soltó una palabrota y siguió caminando.
Al acercarse al agujero, Nora vio que dentro había un poco de luz. De pronto vio un flash, seguido inmediatamente de otro. Hacían fotos.
—Señor Pendergast… —dijo el capitán Custer.
Pero el agente, con su agilidad característica, ya estaba trepando por el montón de cascotes. Los demás se quedaron al pie, jadeando. Nora siguió a Pendergast, que ya se había metido por el agujero negro. Al llegar al muro roto se detuvo y miró el interior.
—Pase, pase —dijo el agente del FBI, con toda su cortesía sureña.
Superado el arduo descenso por la cuesta de ladrillos, Nora puso los pies en el suelo húmedo. Otro flash. Había un hombre con bata blanca de laboratorio, agachado y examinando un nicho pequeño. Al lado de otro nicho había un fotógrafo, cuya cámara estaba dotada de un flash esclavo a cada lado.