Read Los asesinatos e Manhattan Online
Authors: Lincoln Child Douglas Preston
Tags: #Intriga, Misterio, Policíaca
Nora le sonrió, y dijo:
—Acabas de mancharte de salsa de brandy tu traje nuevo italiano. Con lo bonito que es…
Nora se asomó a la esquina de la calle Henry, tiritando un poco. Era una noche fría, y aquella minifalda negra y aquel top plateado de spandex no abrigaban mucho. Pensó que lo único que le añadía un toque como de película para adultos era ir tan maquillada. Se oía el zumbido lejano del tráfico de la plaza Chatham. La masa negra del puente de Manhattan se cernía ominosa en las proximidades. Eran casi las tres de la madrugada, y en las calles del Lower East Side no había ni un alma.
—¿ Qué ves ? —le preguntó Smithback desde atrás.
—El solar está bastante bien iluminado, pero sólo veo un vigilante.
—¿Qué hace?
—Estar sentado en una silla, fumar y leer un libro de bolsillo.
Smithback frunció el entrecejo. Transformarse en mendigo había sido deprimentemente fácil. Bajo el impermeable, negro y brillante, su cuerpo larguirucho estaba cubierto por una camisa a cuadros, unos vaqueros sucios y unas zapatillas hechas polvo. Lo que era ropa vieja y de mala calidad, en su ropero sobraba. Para rematar el disfraz, unos toques de carboncillo en la cara, aceite de oliva en el cabello y, como equipaje, cinco bolsas de plástico una dentro de la otra, con ropa sucia en el fondo.
—¿Qué pinta tiene? —preguntó.
—Alto, fuerte y agresivo.
—Vale ya, ¿eh?
No estaba para bromas. Vestidos así no habían conseguido parar ni un sólo taxi en todo el Upper West Side, y al final no habían tenido más remedio que coger el metro. A Nora no le habían hecho ninguna propuesta explícita, pero sí había concitado muchísimas miradas, seguidas por otras a Smithback cuyo mensaje estaba claro: «¿Qué hacen juntos una puta de lujo y un mendigo?». El trayecto, largo y con dos transbordos, no había servido para mejorar el humor del periodista.
—Tu plan no es precisamente muy sólido —dijo él—. ¿Seguro que te las apañarás?
Su cara expresaba irritación.
—Los dos tenemos móvil. Si me pasa algo, pego cuatro berridos y tú llamas al cero noventa y uno. Pero no te preocupes, que no me va a hacer nada.
—Estará demasiado ocupado mirándote las tetas —dijo Smithback, disgustado—. Con este top es como si no llevaras nada.
—Fíate de mí, que sé cuidarme. Y acuérdate de que el vestido está en el segundo nicho de la derecha. Busca la grieta por el tacto, en la pared del fondo. Cuando hayas salido, me avisas. Venga, valor y al toro.
Nora salió a la luz de la farola y empezó a caminar por la acera en dirección a la entrada del solar, haciendo mucho ruido con los zapatos de tacón y con los pechos dando botes. Cuando ya estaba cerca, se detuvo, metió la mano en su bolsito dorado y sacó los morros exageradamente. Ya notaba la mirada del vigilante. Soltó adrede el pintalabios, se agachó a recogerlo (procurando ofrecer un hermoso panorama) y se dio unos retoques en los labios. A continuación volvió a meter la mano en el bolso, dijo una palabrota y miró alrededor hasta fijarse en el guardia, que la miraba con el libro en las rodillas.
—Mierda. Me he dejado los cigarrillos en el bar.
Le sonrió efusivamente.
—Toma —dijo él, levantándose con precipitación—, coge uno de los míos.
Nora se acercó y cogió el cigarrillo por un hueco de la rejilla metálica, haciendo lo necesario para que el vigilante diera la espalda al solar, y rezando por que Smithback actuara deprisa.
El vigilante sacó un mechero e intentó introducirlo a través de la rejilla, pero no pudo.
—Espera, que abro.
Ella esperó con el cigarrillo en la mano.
Se abrió la verja, y el vigilante encendió el mechero. Nora se acercó, se inclinó hacia la llama y dio una calada, esperando no toser.
—Gracias.
—De nada —dijo él.
Era joven, rubio tirando a pelirrojo, ni gordo ni flaco, con un poco de cara de tonto, no exageradamente musculoso, y se le notaba nervioso por la presencia de Nora. Mejor. Ella se quedó donde estaba, y dio otra calada.
—Hace buena noche —dijo.
—Debes de tener frío.
—Un poco.
El vigilante se quitó la chaqueta con galantería y se la pasó por los hombros.
—Toma, póntela.
—Gracias.
Ponía cara de no dar crédito a su buena suerte. Nora se sabía atractiva, y que su cuerpo, después de tantos años viajando con la mochila al hombro por el desierto, tampoco estaba mal. Ir tan maquillada le infundía seguridad. No existía ni la más remota posibilidad de que aquel chico la reconociera como arqueóloga del Museo de Historia Natural de Nueva York. Curiosamente, vestida así se sentía atrevida, ligeramente erótica.
Oyó un ruido metálico a lo lejos. Debía de ser Smithback, trepando por la verja.
—¿Trabajas aquí todas las noches? —se apresuró a decir.
—Desde que empezaron las obras —dijo el vigilante, haciendo subir y bajar su nuez—, cinco noches por semana. Y tú… esto… ¿Eres del barrio?
Nora hizo gestos imprecisos hacia el río con la cabeza.
—¿Y tú?
—De Queens.
—¿Casado?
Se fijó en que escondía detrás de la pistola la mano izquierda, donde había visto que llevaba una alianza.
—Qué va.
Nora asintió y dio otra calada. Se estaba mareando. ¿Cómo se podía fumar eso? Esperó que Smithback se diera prisa.
Sonrió, tiró al suelo la colilla y la aplastó con la punta del zapato. Enseguida hizo su reaparición la cajetilla.
—¿Otro?
—No —dijo ella—. Es que estoy intentando dejarlo.
Notó que el vigilante le miraba de reojo el top, en un esfuerzo de sutileza.
—¿Trabajas en algún bar?
Nada más decirlo se puso rojo. Embarazosa pregunta. Nora oyó otro ruido, esta vez de ladrillos cayéndose.
—Más o menos —dijo, ajustándose más la chaqueta en los hombros.
Él asintió. Ahora miraba con menos disimulo.
—Te encuentro muy atractiva —dijo atropelladamente.
—Gracias.
¡Pero bueno, si era un recadito de medio minuto! ¿Por qué tardaba tanto Smithback?
—Esto… ¿Luego estarás libre?
Nora se tomó su tiempo en mirar al vigilante de pies a cabeza.
—¿Quieres que quedemos?
—Sí, claro que sí.
Otro ruido, esta vez más fuerte: el de rejilla metálica zarandeada. ¿Sería Smithback saliendo? El vigilante se giró.
—¿Quedar en qué plan? —preguntó Nora.
El vigilante volvió a mirarla, y desistió de cualquier disimulo en sus miradas lascivas. Expuesta a ellas, Nora se sentía desnuda. Al girarse por segunda vez, el vigilante vio a Smithback, y no era de extrañar, porque estaba encima de la verja intentando desengancharse el impermeable mugriento.
—¡Eh! —berreó el vigilante.
—No le hagas caso —se apresuró a decir Nora—, sólo es un mendigo.
Ahora Smithback forcejeaba para quitarse el impermeable, pero sólo había conseguido enredarse más.
—¡Es que está prohibido entrar! —dijo el vigilante.
Por desgracia, se tomaba en serio su trabajo. Acercó la mano a la pistola.
—¡Eh, oiga! —dijo aún más fuerte que antes—. ¡Eh!
Dio un paso hacia Smithback, que forcejeaba como un loco con el impermeable.
—A veces lo hago gratis —dijo Nora.
El vigilante giró sobre sus talones con unos ojos como platos. De repente ya no se acordaba del mendigo.
—¿En serio?
—Pues claro. ¿Por qué no? Siendo tan guapo…
Él puso sonrisa de lelo, y Nora se fijó en que tenía las orejas de soplillo. ¡Vaya tipejo! ¡Cuántas ganas de engañar a su mujer! Y para colmo, tacaño.
—¿Ahora mismo? —preguntó él.
—No, hace demasiado frío. Mañana.
Nora oyó el ruido de algo desgarrándose, seguido por un impacto y una palabrota en voz baja.
—¿Mañana? —dijo el vigilante, decepcionado—. ¿Y por qué no ahora? En tu casa.
Ella se quitó la chaqueta y se la devolvió.
—En mi casa ni hablar.
Él se acercó un paso.
—Aquí a la vuelta de la esquina hay un hotel.
Extendió el brazo para cogerla por la cintura, pero ella retrocedió sonriendo, mientras sonaba su móvil. Lo abrió sintiendo un gran alivio.
—Misión cumplida —dijo la voz de Smithback—. Ya puedes pasar de ese fantasma.
—Encantada, señor McNally —dijo ella efusivamente—. Me parece muy bien. Voy para allá.
Dio un beso al aire, muy exagerado, y cerró el móvil.
—Perdona —dijo al vigilante—, pero es que tengo trabajo.
Retrocedió otro paso.
—¡Espera! Venga, mujer, si habías dicho que…
La voz del vigilante tenía algo de desesperada. Nora retrocedió unos cuantos pasos más y le cerró la verja en las narices.
—Mañana. Te lo prometo.
—¡No, espera!
Le dio la espalda y se marchó a toda prisa por la acera.
—¡Venga, mujer! ¡No te vayas! ¡Por favor!
Las súplicas desesperadas del vigilante resonaban por las casas de pisos. Nora desapareció por la esquina. Smithback, que la esperaba, le dio un breve abrazo.
—¿Te sigue?
—Tú no pares.
Corrieron por la acera, Nora bamboleándose sobre los tacones. Después de meterse por la esquina del fondo, cruzaron la calle y se quedaron a la escucha, jadeando. El vigilante no les seguía.
—¡Joder! —dijo Smithback, apoyándose en el muro—. Me parece que al caerme de la maldita verja me he roto el brazo.
Lo levantó. Se le habían desgarrado el impermeable y la camisa, y le salía el codo ensangrentado por el agujero. Nora lo examinó.
—No te pasa nada. ¿Has encontrado el vestido?
Smithback dio una palmadita a su bolsa roñosa.
—Menos mal.
Miró a izquierda y derecha.
—En esta zona no encontramos taxi ni muertos —dijo, gemebundo.
—Da igual, tampoco pararía. ¿No te acuerdas? Dame el impermeable, que me congelo.
Mientras se lo ponía, Smithback enseñó los dientes.
—Estás muy… sexy.
—Calla.
Nora empezó a caminar hacia el metro. Smithback correteó tras ella. Estaba despeinado, con la cara aún más sucia que antes, y apestaba a moho y polvo. Su aspecto era el colmo de la ridiculez. Nora no tuvo más remedio que sonreír.
—Te va a salir un poco caro. Soy de las de lujo.
—Él volvió a enseñarle los dientes.
—Diamantes. Perlas. Mucho dinero. Noches de bailar en el desierto a la luz de la luna. Tú pide, nena.
Nora le cogió la mano.
—Esto sí que es un cliente.
Nora se encerró con llave en el despacho, dejó el paquete en una silla y retiró todos los papeles y montañas inestables de publicaciones que había en el escritorio. Eran las ocho y pico de la mañana, y parecía que el museo todavía dormía. A pesar de todo, miró la ventanilla de la puerta, se acercó a ella (con un impulso de culpa que no acababa de entender) y bajó la persiana. Luego se esmeró en tapar el escritorio con papel blanco no ácido (que pegó con cinta adhesiva en las esquinas), añadió otra capa y colocó en un lado de la mesa una serie de bolsas de muestras, probetas tapadas y pinzas. Lo siguiente que hizo fue abrir un cajón y repartir los artículos que se había llevado del solar: monedas, un peine, cordel y vértebras. Por último, depositó el vestido sobre el papel. Lo manipulaba con suavidad, casi con miedo, como para compensar el mal trato que había recibido en las últimas veinticuatro horas.
La noche anterior, ante la negativa de ella a abrir enseguida el vestido y ver qué decía en el papel de dentro (suponiendo que dijese algo), Smithback se había puesto como una auténtica fiera. Nora evocó su imagen, con el disfraz de mendigo y la típica indignación de los periodistas que quieren saber algo. Pues no, no se había dejado convencer. Ahora que habían destruido el yacimiento, estaba decidida a exprimir el máximo de datos del vestido. Y como Dios mandaba.
Se apartó un poco del escritorio. La luz del despacho era abundante, y le permitía examinar el vestido con sumo detalle. Era largo, bastante sencillo, de lana verde y basta. Por la altura del cuello, el corte estilizado del cuerpo y los pliegues largos de la falda, parecía del siglo XIX. Tanto la parte superior como la falda presentaban un forro de algodón blanco, amarilleado por el tiempo.
Palpó la parte inferior y detectó un crujido de papel justo debajo de la cintura. Todavía no, se dijo, sentándose al escritorio; vayamos paso a paso.
El vestido estaba manchadísimo, aunque, a falta de análisis químico, no se podía saber de qué. Algunas manchas parecían de sangre y fluidos corporales; otras podían pasar por grasa, hollín o cera. Los bajos estaban deshilachados, y en varias partes rotos. En el resto de la tela también había desgarraduras, las más grandes de las cuales habían sido minuciosamente remendadas. Examinó con lupa las manchas y los rotos. Los arreglos estaban hechos con varios hilos de colores, ninguno de ellos verde: un apaño de chica pobre, aprovechando lo que hubiera a mano.
No se observaba acción de insectos ni de roedores. Tapiar el nicho había servido de medida protectora. Nora cambió la lente de la lupa y profundizó en el examen. Vio bastante tierra, con varios granos negros que parecían carbón. Cogió unos cuantos con las pinzas y los guardó en un sobrecito de glasina. En otras bolsas guardó arenilla, tierra, pelos e hilos. Había partículas todavía más pequeñas que las de arenilla. Cogió un estereomicroscopio portátil, lo puso encima de la mesa y lo enfocó.
Enseguida aparecieron decenas de piojos, muertos, secos y aferrados a la tela basta, entre algunos bichos de menor tamaño y varías pulgas gigantes. Sin querer, apartó la cabeza. Después sonrió y miró más a fondo. El vestido era un paisaje frondoso de extraños especímenes biológicos, amén de presentar toda una gama de sustancias que habrían dado varias semanas de trabajo a cualquier químico forense. Pensó si valía la pena pedir un análisis, pero al calcular el coste aparcó la idea para más adelante y acercó las pinzas con la intención de seguir cogiendo muestras.
De repente, el silencio del despacho parecía demasiado sepulcral. Notó un hormigueo en la nuca, y al girarse estuvo a punto de gritar. Tenía detrás al agente especial Pendergast, con las manos en la espalda.
—¡Caray! —dijo Nora, saltando de la silla—. ¡Qué susto me ha dado!
Pendergast hizo una pequeña reverencia.
—Mil disculpas.
—Creía que había cerrado con llave.