Read Los asesinatos e Manhattan Online
Authors: Lincoln Child Douglas Preston
Tags: #Intriga, Misterio, Policíaca
Y a pesar de todo, se dijo, seguía siendo el Museo de Historia Natural de Nueva York: el mayor del mundo en su especialidad. Trabajar allí era una suerte. Tras el fracaso de sus últimas iniciativas —aquella expedición arqueológica tan rara a Utah, bajo su mando, y el brusco final del previsto museo Lloyd—, el trabajo en el museo le hacía mucha falta para resarcirse. Se dijo que esta vez se lo tomaría con serenidad, y que trabajaría sin salirse del sistema.
Dio la espalda a la ventana y miró el despacho en su conjunto. Con sistemas o sin sistemas, una de dos: o le daban más dinero, o no podría llevar a buen puerto su investigación sobre la relación entre los anasazi y los aztecas. Lo más importante era usar un espectrómetro acelerador de masa de carbono 14 para fechar las sesenta y seis muestras orgánicas que se había traído del sur de Utah, producto de todo un verano de trabajo de campo. Costaría dieciocho mil dólares, pero, como no consiguiera fechar esas muestras, la investigación se quedaría a medias. Su intención era pedirlo cuanto antes, y dejar lo demás para más tarde.
Ya era la hora. Se levantó, salió, subió por una escalera estrecha y accedió al lujo y el esplendor del cuarto piso del museo. Al llegar al despacho del vicepresidente primero, se paró ante la puerta y se arregló el traje de chaqueta gris. Era el lenguaje que entendía aquella gente: ropa seria y elegante. Tras componer una expresión afable y neutra, asomó la cabeza al interior.
La secretaria había salido a comer. Nora tuvo el atrevimiento de cruzar la sala y plantarse delante de la puerta del despacho interior. Era perentorio conseguir el dinero, aunque le latiera tan deprisa el corazón. Imposible marcharse del despacho con las manos vacías. Sacó fuerzas de flaqueza, sonrió y llamó. El truco consistía en mostrarse amable pero firme.
—Adelante —dijo una voz seca.
La luz de la mañana iluminaba el despacho hasta el último rincón. El vicepresidente primero, Roger BrisbaneIII,estaba sentado detrás de un escritorio estilo Bauhaus muy brillante. Nora había visto fotos de cuando aquella sala la ocupaba el misterioso doctor Frock; entonces respondía al prototipo de despacho de conservador de museo, todo polvo y desorden, con sobreabundancia de fósiles, libros, sillones de orejas Victorianos, lanzas masai y un dugong disecado. Ahora parecía una sala de espera de dentista. El único indicio de que perteneciera a un museo era que en el escritorio de Brisbane había una vitrina hermética con varias y espectaculares gemas (tanto talladas como en bruto) que emitíandestellos desde sus niditos de terciopelo. Según los chismorreos del museo, Brisbane había querido ser gemólogo, pero un padre pragmático le había obligado a estudiar derecho. Nora confiaba en que fuera verdad, porque como mínimo significaría cierta comprensión de la ciencia.
Intentó que su sonrisa fuera lo más sincera posible. Brisbane irradiaba saber estar y confianza. Su cara —afeitada a conciencia, y sometida a las palmadas y la dosis de colonia de rigor— igualaba en lisura y tono rosado al interior de una concha. El pelo, castaño, ondulado, recio y con un brillo saludable, sobrepasaba un poco la longitud normal.
—Doctora Kelly —dijo el vicepresidente, exhibiendo una modélica ortodoncia—, póngase cómoda.
Nora, precavida, se sentó en un chisme de cromo, cuero y madera que quería pasar por silla, pero que era el colmo de la incomodidad, porque chirriaba a cada movimiento.
El vicepresidente, que era joven, se apoyó en el respaldo con un roce de estambre, y juntó las manos detrás de la cabeza. Tenía las mangas de la camisa perfectamente remangadas; el nudo de su corbata, inglesa y de seda, formaba un triángulo con un surco impecable. Nora pensó: ¿No lleva un poco de maquillaje alrededor de los ojos, para que no se le vean las arruguitas? Al darse cuenta de que su mirada era demasiado fija, la apartó.
—¿Qué, cómo va el taller de huesos y de harapos? —preguntó él.
—Bien, muy bien. Sólo quería comentarle un detalle.
—Ah, pues me alegro, porque yo también quería decirle algo.
—Señor Brisbane —dijo Nora con cierto atropello—, me…
Brisbane la detuvo con una mano en alto.
—Ya sé por qué ha venido, Nora. Necesita dinero.
—Exacto.
Asintió comprensivamente.
—Con el presupuesto congelado no puede acabar la investigación.
—Exacto —repitió Nora, sorprendida pero recelosa—. Lo de conseguir que subvencionaran la expedición de Utah sobre los anasazi fue un éxito muy grande, pero ahora, o se hacen pruebas de carbono catorce como Dios manda, o no habrá manera de acabar el trabajo. La datación exacta es la base de todo.
Procuró mantener un tono de voz afable y obediente, como si quisiera hacerse la ingenua a cualquier precio. Brisbane volvió a asentir con los ojos entrecerrados, mientras se balanceaba un poco en su sillón, y Nora no pudo evitar cierto optimismo. No se esperaba una reacción tan comprensiva. Parecía que todo estaba saliendo bien.
—¿De qué cantidad hablamos? —preguntó Brisbane.
—Con dieciocho mil dólares podría hacer que me fecharan las sesenta y seis muestras en la Universidad de Michigan, que es la que tiene el mejor laboratorio de espectrometría de masa del mundo.
—Dieciocho mil dólares. Sesenta y seis muestras.
—Exacto. No pido un aumento permanente de presupuesto, sólo una ayuda puntual.
—Dieciocho mil dólares —repitió Brisbane con lentitud, como si lo meditase—. ¿Verdad que en el fondo no parece tanto, doctora Kelly?
—No.
—De hecho, es muy poco dinero.
—Sobre todo en comparación con los resultados científicos que se obtendrían.
—Dieciocho mil. Qué coincidencia.
—¿Coincidencia?
De repente Nora se había puesto nerviosa.
—Resulta que es justo la cantidad que tendrá que recortar de su presupuesto para el año que viene.
—¿Que me recorta el presupuesto?
Brisbane asintió.
—Sí, un diez por ciento en todos los departamentos científicos.
Nora se aferró a los apoyabrazos metálicos de la silla, porque notaba que empezaba a temblar. Estuvo a punto de decir algo, pero se acordó de su promesa y se lo tragó junto con la saliva.
—Al final hemos gastado más de lo previsto en las nuevas salas de dinosaurios. Por eso me he alegrado al oírle decir que era poco dinero.
Nora recuperó el aliento y moduló la voz.
—Señor Brisbane, con un recorte así no puedo terminar la investigación.
—Pues no habrá más remedio, doctora Kelly. Piense que la investigación científica sólo es una pequeña parte del museo. Tenemos la obligación de montar exposiciones, construir salas nuevas y pensar en el público.
Nora se encendió.
—Pero el alma de este museo es la investigación científica de base. Sin ciencia se queda todo en un espectáculo vacío.
Brisbane se levantó de la silla, rodeó el escritorio y, cuando estuvo delante de la vitrina, introdujo un código en un teclado numérico e insertó una llave.
—¿Ha visto la esmeralda de Tev Mirabi?
—¿La qué?
Entonces abrió la vitrina y acercó una mano estilizada a un cabujón de esmeralda del tamaño de un huevo de petirrojo, que extrajo de su cuna de terciopelo y sostuvo entre el pulgar y el índice.
—La esmeralda de Tev Mirabi. No tiene imperfecciones; y, como gemólogo de vocación que soy, puedo decirle que las esmeraldas de este tamaño siempre tienen alguna. Menos esta.
Se la colocó a la altura del ojo, que quedó multiplicado como el de una mosca. Después de un parpadeo, la bajó.
—Fíjese.
Nora volvió a hacer el esfuerzo de tragarse la respuesta, y cogió la esmeralda.
—¡Cuidado, que no se le caiga! Las esmeraldas son frágiles.
Nora la sostuvo con precaución y le dio vueltas con los dedos.
—Adelante. Visto a través de una esmeralda, el mundo parece diferente.
Adentró la mirada en sus profundidades, y le salió al encuentro un mundo distorsionado donde se movía un ser hinchado que parecía una medusa verde: Brisbane.
—Muy interesante, pero, señor Brisbane…
—Ninguna imperfección.
—Ya, pero estábamos hablando de otra cosa.
—¿Cuánto calcula que vale? ¿Un millón? ¿Cinco? ¿Diez? Es única. Si la vendiéramos, se nos acabarían los problemas de dinero. —Brisbane rió entre dientes y volvió a acercarse la esmeralda al ojo, que giraba detrás de la piedra preciosa como algo negro, enorme, húmedo—. Pero claro, no podemos.
—Perdone, pero no le sigo.
Brisbane se sonrió un poco.
—Usted, y el resto del personal científico, se olvidan de una cosa: de que aquí lo esencial sí que es el espectáculo. Esta esmeralda, por ejemplo. Científicamente no contiene nada que no pueda encontrarse en otra cien veces más pequeña, pero la gente no quiere ver una esmeralda cualquiera. Quiere ver la más grande. El alma de este museo es el espectáculo, doctora Kelly. ¿Cuánto cree que duraría su adorada investigación si empezara a no venir nadie, si ya no hubiera interés ni donativos? Se necesitan colecciones, y cuanto más impresionantes, mejor: meteoritos colosales, dinosaurios, planetarios, oro, pájaros dodo, y esmeraldas gigantes que retengan la atención del público. El trabajo de usted, y me perdonará, se sale de esa categoría.
—Pero es interesante.
Brisbane enseñó las palmas de las manos.
—Querida doctora, aquí no hay nadie que no esté convencido de que lo que investiga es lo más interesante.
La gota que colmó el vaso fue el «querida». Nora se levantó de la silla con los labios blancos de rabia.
—No sé qué hago aquí sentada, dando explicaciones acerca de mi trabajo. La investigación de Utah determinará la fecha exacta en que la influencia azteca llegó al sudoeste y transformó la cultura anasazi. Nos permitirá saber…
—Cosa distinta sería que buscara dinosaurios. Eso sí que es un tema candente. Y resulta que también es el que mueve más dinero. La cuestión, doctora Kelly, es que sus trocitos de cerámica no parece que le interesen mucho a nadie, aparte de a usted.
—La cuestión —dijo Nora, acalorada— es que usted es un científico frustrado. Sólo juega a burócrata, y, sinceramente, está sobreactuando.
Nada más decirlo, Nora supo que se había excedido. A Brisbane se le heló la expresión. Tardó unos segundos en recuperarse, sonreír fríamente y sacarse el pañuelo del bolsillo del pecho. Poco a poco, y con movimientos repetitivos, empezó a frotar la esmeralda. Después volvió a guardarla, cerró la vitrina y la sometió parsimoniosamente a la misma operación, empezando por la parte de encima y siguiendo por los lados.
—No se altere —dijo—, que endurece las arterias y en general es malo para la salud.
—Perdone, lo he dicho sin querer. De todos modos, me niego al recorte.
Brisbane contestó con afabilidad.
—Yo ya he dicho lo que tenía que decir. En los casos de conservadores que no puedan o no quieran prestarse a los recortes, no pasa nada: ya me encargo yo, y con mucho gusto.
Lo dijo sin sonreír.
Nora cerró la puerta del primer despacho y se quedó en el pasillo hecha un lío. Se había jurado no marcharse sin el dinero extra, pero resultaba que salía en peores condiciones que al entrar. ¿Cómo solucionarlo? ¿Yendo a ver a Collopy, el director del museo? No, era un hombre severo e inabordable, y encima seguro que Brisbane se enfadaba. Ya se había ido una vez de la lengua. Si se saltaba al vicepresidente a la torera, se arriesgaba a que la despidieran, y eso no se lo podía permitir. Como perdiera aquel empleo, más le valdría dedicarse a otra cosa. Quizá pudiera buscar el dinero en otra parte, hacerse con alguna subvención… Además, en seis meses volvería a revisarse el presupuesto. La esperanza es lo último que se pierde…
Se metió por la escalera y bajó lentamente al tercer piso, pero al llegar al pasillo se llevó una sorpresa: la puerta de su despacho estaba abierta. Se asomó. En la misma butaca que había ocupado ella hacía menos de un cuarto de hora, ahora había un hombre raro hojeando una monografía, con su silueta recortada contra la ventana. El traje que llevaba, completamente negro y de corte severo, le confería un aspecto netamente fúnebre. Tenía la piel muy blanca, más que nadie que hubiera visto Nora, al menos vivo. Su pelo rubio también era casi blanco. Pasaba las páginas de la monografía con unos dedos increíblemente largos, como de marfil.
—Perdone, pero ¿qué hace en mi despacho? —preguntó Nora.
—Muy interesante —murmuró él, mirándola.
—¿Cómo?
Le mostró la monografía:
Geocronología de la cueva de Sandia
.
—¡Qué curioso que encima del nivel de Sandia sólo encontraran puntas Folsom enteras! ¿A usted no le intriga?
Su acento, de clase alta del sur, era dulce y melifluo. Viendo invadido su despacho con tal dosis de descaro, Nora sintió que la sorpresa se le convertía en indignación.
El desconocido se acercó a una estantería, guardó el libro y examinó los demás volúmenes, dando golpecitos precisos en los lomos con un dedo.
—Ah —dijo, sacando otra monografía—. Veo que han puesto en duda los resultados de Monte Verde.
Nora se acercó, le quitó el libro de las manos y volvió a meterlo entre los demás.
—Ahora mismo tengo trabajo. Si quiere que le den hora, llame. Y al salir cierre la puerta, por favor.
Dio la espalda al intruso y esperó a que se marchara. Diez por ciento. Hizo un movimiento de incredulidad con la cabeza. Imposible, no podía arreglárselas.
El hombre, sin embargo, no sólo no se fue, sino que Nora volvió a oír su voz meliflua de dueño de plantación.
—Si no le importa, doctora Kelly, preferiría decírselo ahora mismo, aunque signifique abusar de su amabilidad. ¿Sería demasiada molestia exponerle un problema que me quita el sueño?
Nora se giró. El desconocido tenía la mano extendida. En la palma había una pequeña calavera marrón.
Nora miró la calavera, y a continuación la cara de su visitante.
—¿Quién es usted?
Al fijarse en él, se dio cuenta de que tenía los ojos de un azul clarísimo, y los rasgos sumamente finos. Su piel blanca, y el facetado clásico de su rostro, hacían que pareciera cincelado en mármol.
El hombre hizo un gesto de gran dignidad, a medio camino entre la inclinación de cabeza y la reverencia.
—Agente especial Pendergast, del FBI.
A Nora le dio un vuelco el corazón. ¿Otra complicación por lo de Utah? Sólo le faltaba eso.