Read Los asesinatos e Manhattan Online
Authors: Lincoln Child Douglas Preston
Tags: #Intriga, Misterio, Policíaca
Registró los armarios de la sala y sacó media docena de sábanas quirúrgicas con las que tapó a Smithback. También encontró una linterna médica y se la metió en el bolsillo. Tras un último vistazo a los monitores que había al final de la mesa de operaciones, se fijó en el rectángulo negro por donde se bajaba hacia la oscuridad. De allí había llegado el sonido del segundo disparo. Sin embargo, la manera de salir de la casa era subiendo, no bajando. Le daba mucha rabia dejar a Smithback solo, aunque sólo fueran unos minutos, pero era crucial conseguir lo antes posible atención médica de verdad. Se sacó la linterna del bolsillo, cruzó la sala y salió al pasadizo de piedra.
Tardó cinco minutos en explorar el sótano, verdadero laberinto de pasillos estrechos y salitas húmedas de piedra vista. Como los pasillos eran tan bajos de techo y tan oscuros, más de una vez perdió la orientación. Encontró el ascensor —y, trágicamente, a O'Shaughnessy—, pero no funcionaba, ni tampoco había manera de subir por la caja. A la larga dio con una puerta de hierro con fajas y remaches. Se veía enseguida que era para subir, pero estaba cerrada con llave. Pensó que Pendergast quizá pudiera forzar la cerradura, pero no le tenía junto a ella.
Volvió a la sala de operaciones con mucho frío y pocos ánimos. Si había alguna otra manera de salir del sótano, estaba demasiado bien escondida para encontrarla. Estaban encerrados.
Se acercó a Smithback, que seguía inconsciente, y le acarició la melena castaña. Entonces, sin querer, volvió a mirar la abertura en la pared por donde se accedía a la escalera de bajada. Estaba todo oscuro y silencioso. Se dio cuenta de que no había vuelto a oír nada desde el segundo disparo, y tuvo la impresión de que había transcurrido mucho tiempo. Se preguntó qué había pasado, y si Pendergast…
—¿Nora?
La voz de Smithback casi no llegaba a la categoría de susurro. Nora se giró como un resorte y le vio los ojos abiertos y una mueca de dolor.
—¡Bill! —exclamó, estrechándole las manos—. ¡Menos mal!
—Empieza a ser una costumbre —murmuró él.
Al principio creyó que deliraba.
—¿Qué?
—Sí, que esté herido y que al despertarme estés tú cuidándome. ¿No te acuerdas de que en Utah me pasó lo mismo? No hacía falta repetir.
Smithback intentó sonreír, pero se le crispó la cara por el dolor.
—Bill, no hables —dijo ella, acariciándole la mejilla—. Ya verás como te curas. Primero tenemos que salir. Voy a buscar…
Por suerte, Smithback ya había vuelto a quedarse inconsciente. Nora echó una ojeada a las constantes vitales y experimentó un alivio abrumador. Habían mejorado; poco, pero algo. La bolsa de suero seguía derramando gota a gota su imprescindible contenido.
Entonces oyó el grito. Procedía de la escalera oscura, y era apagado, de poca intensidad. Aun así, Nora nunca había oído nada tan escalofriante. Al principio era agudísimo, de una estridencia inhumana, pero, tras un minuto o más de mantener la misma nota penetrante, empezaba a temblar, a ulular, hasta convertirse finalmente en un gruñido entrecortado y babeante.
Después de una especie de impacto entre metal y piedra, reinó de nuevo el silencio. Nora contempló el hueco, mientras repasaba mentalmente todas las posibilidades. ¿Qué había pasado? ¿Había muerto alguien? ¿Pendergast? ¿Su rival? ¿Los dos?
Si Pendergast estaba herido, su obligación era ayudarle. Además, seguro que él era capaz de forzar la cerradura de la puerta de hierro, o de encontrar alguna otra manera de sacar a Smithback de aquel sótano infernal. En la otra hipótesis, la de que fuera el Cirujano el único superviviente, tarde o temprano Nora tendría que plantarle cara. Puestos a escoger, más valía temprano… y marcando ella las condiciones. Lo que no pensaba hacer ni loca era quedarse esperando a que volviera el Cirujano, se la cargara a ella… y siguiera con lo de Smithback.
Cogió un escalpelo de cuchilla grande que había entre los instrumentos. Acto seguido, con la linterna en una mano y el escalpelo en la otra, se acercó al hueco por donde se bajaba al subsótano. Era un panel de piedra corredizo, estrecho y tan bien disimulado que parecía formar parte del muro. Al deslizarse había dejado a la vista un pozo de oscuridad, por el que Nora empezó a bajar lenta y silenciosamente, precedida por la luz de su linterna.
Al llegar al último recodo, casi al pie de la escalera, apagó la linterna y esperó con el pulso acelerado sin saber qué hacer. Si usaba la linterna para orientarse, podía delatar su presencia y ofrecer un blanco perfecto al Cirujano, en caso de que la estuviese esperando en la oscuridad. En contrapartida, con la linterna apagada era imposible seguir.
No tenía más remedio que correr el riesgo de la luz. Volvió a encenderla y, al asomarse, se le cortó la respiración.
Se encontraba en una sala larga y estrecha, llena de frascos desde el suelo hasta el techo. El haz de la linterna, con su gran potencia, recorrió el sinfín de hileras y pobló la sala de reflejos multicolores, que hicieron que Nora se sintiese como dentro de una vidriera.
Más colecciones. ¿Qué podía significar? No había tiempo de hacerse preguntas ni de pensar. Vio dos hileras de huellas que se alejaban en la oscuridad. Y en el polvo del suelo había sangre.
Cruzó la estancia lo más deprisa que pudo y accedió por un arco a otra sala llena de frascos. Las huellas llegaban hasta el fondo, donde había otro arco tapado por un tapiz con flecos. Se acercó, apagó la linterna y se quedó en el arco, esperando en la más negra oscuridad. No se oía nada. Entonces apartó el tapiz con sigilo infinito y escrutó las tinieblas sin ver nada. La sala de detrás parecía vacía, pero la única manera de estar segura era arriesgarse. Respiró hondo y encendió la linterna.
Vio iluminarse otra sala, mayor y llena de vitrinas de madera y cristal. La cruzó deprisa pero en zigzag, de vitrina en vitrina, y llegó al arco del fondo, por donde se accedía a una sucesión de habitaciones más pequeñas. Se metió en la primera agachando la cabeza y volvió a apagar la linterna, atenta a posibles señales de que la hubieran oído. Nada. Volvió a encender la linterna y pasó a una salita con vitrinas llenas de ranas, lagartos, serpientes, cucarachas y arañas de formas y colores variadísimos. El gabinete de Leng empezaba a parecerle infinito.
Al llegar al fondo de la sala, y antes de cruzar otro arco, se agachó y apagó la linterna por si en la habitación contigua había algún ruido.
Entonces lo oyó.
Llegaba hasta ella muy debilitado y distorsionado por el obstáculo de los muros, pero la distancia no impidió que al percibirlo se le pusieran los pelos de punta. Era un gemido grave y difuso, que subía y bajaba con una cadencia diabólica.
Se mantuvo a la espera entre escalofríos. Hubo un momento en que se le tensó la musculatura como anticipo de una retirada involuntaria, pero recurrió a toda su fuerza de voluntad y consiguió resistirse. Tarde o temprano tendría que enfrentarse con lo del otro lado. Y quizá Pendergast necesitara su ayuda. Por lo tanto, se armó de valor, encendió la linterna y se metió por el arco, emprendiendo una carrera que la llevó por varias salas llenas de vitrinas, otra donde parecía que hubiera ropa vieja, y, por último, un laboratorio antiguo, lleno de tubos, retortas y aparatos muy polvorientos con hileras de discos e interruptores oxidados. Nada más internarse entre las mesas, se detuvo y volvió a aguzar el oído.
Ahora se oía algo distinto, y mucho más próximo; tanto, que quizá procediera de la sala contigua. Era el ruido de alguien que se acercaba arrastrando los pies. Impulsivamente, se escondió detrás de la mesa que le quedaba más cerca y apagó la linterna. Entonces oyó otro ruido, de una extrañeza repulsiva y, al mismo tiempo, inconfundiblemente humano. Empezaba como un castañeteo muy débil, como un ruido de dientes chocando, con el que se mezclaban algunos jadeos. La segunda parte era un gemido tan agudo que casi no se oía. De repente volvió a reinar el silencio. Al cabo de unos instantes, por segunda vez, Nora oyó acercarse las pisadas. Se quedó escondida detrás de la mesa, paralizada por el miedo y con el ruido cada vez más cerca. La oscuridad era completa, pero de repente la desgarró un chillido pavoroso. Inmediatamente, Nora oyó una mezcla de tos y de arcadas, y el impacto de algo líquido en una superficie de piedra. Los ecos del chillido tardaron bastante en apagarse por las sucesivas salas.
Trató de que se le calmara el corazón. Por raro que hubiera sido el ruido, no cabía duda de que lo que se acercaba era humano. He ahí lo primero que había que tener en cuenta. Y si era humano, ¿de quién podía tratarse, sino de Pendergast o el Cirujano? Intuyó que del segundo. Quizá Pendergast le hubiera herido. O eso, o que estaba loco de remate.
Contaba con una ventaja: que su presencia parecía haber pasado inadvertida. Podía tenderle una emboscada y matarle con el escalpelo. A condición, por supuesto, de tener el valor necesario. Esperó agazapada en la oscuridad, con la mesa delante y, en las manos temblorosas, el escalpelo y la linterna. Al parecer, los pasos se habían detenido. Transcurrido un minuto de silencio que se le hizo eterno, oyó reanudarse el ruido de pisadas, arrastradas e inestables. Ya estaban los dos en la misma sala.
Los pasos eran irregulares, con frecuentes pausas. Transcurrió otro minuto sin que se moviera nada. Luego se oyó una docena de pisadas muy precarias. También una respiración; pero no una respiración normal, sino un ruido como de aspirar aire por un agujero mojado. De repente el desconocido chocó estrepitosamente con un aparato enorme, y lo volcó. El estrépito de cristales rotos provocó un eco de ida y vuelta por las salas de piedra.
Quédate donde estás, se dijo Nora. Si era el Cirujano, Pendergast debía de haberle malherido. Claro que, entonces, ¿dónde estaba Pendergast? ¿Por qué no le seguía?
Ahora parecía que el ruido estuviera como máximo a seis metros. Nora oyó un sonido como de manos por el suelo, un murmullo, un jadeo, y por último una lluvia de trocitos de cristal. Era él levantándose. Después, dos golpes seguidos de pies en el suelo. El desconocido seguía acercándose, pero tan despacio que apenas avanzaba. Y ni un sólo momento dejaba de oírse la respiración: un estertor, un gorgoteo como de succionar aire por un tubo de buceador pinchado. Nora nunca había oído nada que crispase tanto los nervios.
Dos metros. Asió el escalpelo con más fuerza, mientras se le llenaba el cuerpo de adrenalina. Decidió encender la linterna y echársele encima. Tendría la ventaja del factor sorpresa, sobre todo si el otro estaba herido.
Se oyó una especie de ronquido húmedo, y otra pisada débil. Luego una respiración entrecortada, y el choque tembloroso de un pie en el suelo. Por último, el arrastrarse de una pierna. Nora le tenía casi al lado. Se agazapó tensando todos los músculos, lista para deslumbrarle con la linterna y asestar un golpe fatal.
Otro paso, y otro jadeo. Nora entró en acción. Ya tenía la linterna encendida, pero no saltó, sino que se quedó con el brazo levantado y la cuchilla del escalpelo reflejando la luz. Lo siguiente que hizo fue chillar.
Desde la cima de la escalinata de Museum Drive, Custer observaba el mar de cabezas de la prensa con una satisfacción indescriptible. Tenía a la izquierda al alcalde de Nueva York —que acababa de llegar con su cohorte de asesores—, a la derecha al jefe de policía, y justo detrás a sus mejores detectives, junto con su mano derecha, Noyes. Un grupo así no se reunía a diario. El número de curiosos era tal que había obligado a cerrar Central Park West al tráfico. Los helicópteros de la prensa sobrevolaban la multitud con las cámaras colgando y los focos en rotación. Para los medios de comunicación, la captura del Cirujano, alias Roger C. BrisbaneIII —respetado asesor legal y vicepresidente primero del museo—, había surtido el efecto de un imán. Ahora resultaba que el asesino por imitación que había sembrado el terror por la ciudad no era ningún vagabundo loco que vivía entre cartones en CentralPark, sino uno de los pilares de la sociedad de Manhattan, presencia habitual y sonriente en tantos y tantos festejos de recaudación de fondos o inauguración de nuevas salas. Su rostro, su impecable manera de vestir, solían aparecer en las páginas de sociedad de
Avenue
y
Vanity Fair
. Pues bien, acababa de ser descubierto como uno de los principales asesinos en serie de Nueva York. Menuda noticia. Y el que había solucionado el caso había sido él, Custer, sin ayuda de nadie.
En ese momento, el alcalde hablaba en voz baja con el jefe de policía y el director del museo, Collopy, localizado al fin en su residencia del West End. Custer se fijó en el último de los tres. Su rostro enjuto, severo, era digno del más encendido predicador, y su ropa, de una película de Bela Lugosi. Al final, la policía había echado abajo la puerta de su domicilio, porque les había parecido sospechoso ver movimiento detrás de las persianas cerradas. Corría el rumor de que le habían encontrado atado en la cama y con un
teddy
deencaje rosa, en presencia de su mujer y de otra acompañante, ambas vestidas de amas sádicas. Viéndole, Custer se resistió a dar crédito a las habladurías. No se podía negar cierto desaliño en su traje oscuro, pero de ahí a creerse que un baluarte del decoro como Collopy hubiera sido capaz de ponerse un
teddy…
No, eso sí que…
Se sintió observado por el alcalde Montefiori. Hablaban de él. Consiguió mantenerse impasible y componer una expresión de deber y obediencia, pero no pudo evitar que un calorcillo de fruición le corriera por los brazos y las piernas. Rocker se apartó del alcalde y de Collopy. Viéndole acercarse, Custer se extrañó de que no pareciera demasiado contento.
—Capitán…
—Dígame, señor.
El jefe de policía se quedó donde estaba, con una mirada de indecisión y angustia. Luego se acercó un poco más y dijo:
—¿Está seguro?
—¿Cómo?
—Si está seguro de que es Brisbane.
Custer notó una punzada de duda, pero la rechazó enseguida. Las pruebas eran aplastantes.
—Sí.
—¿ Ha confesado ?
—No, lo que se dice confesado no, pero sí que ha hecho una serie de declaraciones comprometedoras, y espero que confiese en el interrogatorio oficial. Es lo que suele pasar. Me refiero a los asesinos en serie. Además, hemos encontrado pruebas del delito en su despacho del museo, y…
—¿No hay ninguna duda? El señor Brisbane es una persona muy importante.