Read Los asesinatos e Manhattan Online
Authors: Lincoln Child Douglas Preston
Tags: #Intriga, Misterio, Policíaca
Llegó a un punto en que la luz de la linterna se reflejó en un charco de sangre de mayor tamaño. Estaba claro que Pendergast se había detenido. Buscaba algo. El Cirujano se acercó a la vitrina para averiguar de qué se trataba, pero vio desmentida su previsión de encontrar más productos químicos. Detrás del cristal había millares de insectos idénticos entre sí: un escarabajo muy raro, con la cabeza irisada y unos cuernos afilados. Pasó a la siguiente vitrina, y le extrañó que sólo contuviera frascos con partes de insectos. En algunos casos eran alas transparentes de libélula; en otros, lo que parecían abdómenes de abeja retorcidos. También había frascos con infinidad de arañitas blancas secas. Cambió de vitrina. La siguiente contenía salamandras disecadas y ranas arrugadas de colores intensos y diversos. Había una hilera de tarros con varias clases de colas de escorpión. Tampoco faltaban tarros llenos de avispas, cuyo sólo aspecto era amenazador. La vitrina de al lado contenía tarros con pececitos secos, caracoles e insectos que al Cirujano no le sonaban de nada. Era como la despensa de una bruja, el lugar donde cocer brebajes y pócimas, pero a lo grande.
Francamente, era muy raro que Leng hubiera considerado necesaria una colección tan nutrida de pócimas y productos químicos. Quizá le hubiera pasado lo mismo que a Isaac Newton: una vejez malgastada en experimentos de alquimia. A fin de cuentas, quizá «el gran proyecto» mencionado por Pendergast fuera algo más que un simple señuelo. Podía tratarse, por qué no, de una lucha infructuosa por convertir el plomo en oro, o de alguna tontería por el estilo.
El rastro de Pendergast se apartaba de las vitrinas y cruzaba otro arco. El Cirujano lo siguió pistola en mano. Detrás parecía que hubiera una serie de salas más pequeñas —más que salas, criptas o recámaras—, cada una de ellas con su correspondiente colección. El rastro de Pendergast iba en zigzag de unas a otras. Más vitrinas de roble, con lo que parecían cortezas de árbol, hojas y flores secas. El Cirujano se detuvo y miró alrededor con curiosidad.
Entonces se recordó que lo más urgente era Pendergast. A juzgar por lo errático de las huellas, ya le costaba caminar. Claro que, conociéndole, podía ser un truco. Se le despertó una sospecha, y se puso de cuclillas al lado del grupo de manchas rojas que tenía más cerca. Aplicó los dedos a una de ellas, se los frotó y se los llevó a la lengua. No cabía duda: era sangre humana, y aún estaba caliente. Eso no se podía simular. Pendergast, sin duda, estaba herido. Gravemente herido.
Se puso de pie, volvió a levantar la pistola y avanzó con sigilo, clavando la luz de la linterna en la oscuridad aterciopelada que tenía delante.
Nora entró en la sala con todos los sentidos alerta. Después de las tinieblas de la celda, la luz era tan intensa que volvió a la oscuridad y esperó a que se le pasara el deslumbramiento para volver a salir.
Cuando ya tuvo la vista acostumbrada, empezaron a definirse una serie de objetos: mesas metálicas con instrumentos brillantes encima, una camilla vacía, una puerta abierta por la que se bajaba a una escalera de caracol de piedra basta… y alguien atado boca abajo con correas a una mesa de operaciones de acero inoxidable. La mesa no se parecía a ninguna de las que había visto. Tenía canalillos laterales que se juntaban en un depósito, lleno de sangre y de fluidos. Era una mesa para autopsias, no para operaciones.
La cabeza y el torso de la persona atada, así como su cintura y sus piernas, estaban tapados con sábanas de color verde claro. Lo único visible era la parte baja de la espalda. Al acercarse, Nora vio una herida impresionante: un corte rojo de casi sesenta centímetros. Le habían aplicado retractores de metal para mantener separados los bordes. Distinguió la columna vertebral, de un color gris claro que contrastaba con los tonos rosáceos y rojos de la carne despellejada. La herida había sangrado sin restricción, formando una red de rojos afluentes que partían de ambos lados del corte vertical y, fluyendo por la mesa, desembocaban en los canalillos.
A Nora no le hizo falta levantar las sábanas para saber que se trataba del cuerpo de Smithback. Contuvo un grito e intentó conservar la calma, acordándose de lo que había dicho Pendergast. Había que ocuparse de una serie de cosas y, en primer lugar, cerciorarse de que Smithback estuviera muerto.
Al acercarse, echó un vistazo general al quirófano. Al lado de la mesa había un gotero cuyo tubo, fino y de color claro, se metía entre las sábanas verdes. Cerca había una caja grande de metal, con ruedas y gran profusión de tubos y discos en su parte frontal. Debía de ser un ventilador. También había una cubeta metálica llena de escalpelos manchados de sangre, y otra con fórceps, esponjas estériles y un dosificador de solución de Betadine. En la propia camilla había instrumentos dispersos, como si los hubieran dejado allí a media operación. Se fijó en el final de la mesa, donde había una serie de aparatos que registraban las constantes vitales, y reconoció un monitor de electrocardiograma con una línea de un verde espectral que circulaba de izquierda a derecha. La línea recogía los latidos de un corazón. De repente Nora pensó: ¡Dios mío! ¿Puede ser que Bill aún esté vivo?
Se abalanzó hacia la camilla, acercó una mano a la parte superior de la herida y retiró la sábana de los hombros, dejando a la vista las facciones de Smithback: su impenitente remolino, sus brazos y hombros canijos y el rizo de la nuca. Al tocarle el cuello, notó un pulso muy débil en la arteria carótida.
Estaba vivo, sí, pero por poco. ¿Le habían drogado? ¿Qué hacer? ¿Cómo salvarle? Dándose cuenta de que su propia respiración era demasiado agitada, hizo el esfuerzo de sosegar tanto su cuerpo como sus pensamientos. Examinó los aparatos intentando recordar el curso preparatorio de medicina que había seguido en la universidad, de los postgrados de anatomía básica y antropología biológica y forense, y de su corta experiencia como voluntaria en un hospital.
Lo siguiente que hizo, sin perder más tiempo, fue fijarse en la máquina de al lado en un intento de evaluar la situación en su conjunto. Saltaba a la vista que era un monitor de presión arterial. Echó un vistazo a las lecturas sistólicas y diastólicas: 91 y 60. Al menos tenía esas dos cosas, presión y pulso, aunque parecieran demasiado bajos. Al lado había otra máquina conectada a un cable cuyo otro extremo estaba fijado al índice de Smithback con una pinza. Hacía un año que el tío de Nora había sido hospitalizado por hidropesía cardiaca, y le habían puesto lo mismo. Era un oxímetro de pulso. Gracias a una luz enfocada en la uña, medía la saturación de oxígeno de la sangre. El valor era 80. ¿Estaría bien? Le sonaba que menos de 95 era preocupante.
Volvió a mirar el monitor de electrocardiograma, y el indicador del pulso, en la esquina inferior derecha. Ponía 125.
De repente saltó un pitido de alarma en el indicador de presión arterial. Nora se puso de rodillas al lado de Smithback, atenta a su respiración. Era rápida, superficial, casi inaudible.
Se levantó y miró los aparatos gimiendo de desesperación. ¡Tenía que hacer algo! Moverle no, porque le mataría. Tendrían que ser medidas
in situ
. O le ayudaba, o se moría.
Luchó contra el pánico y contra la falta de memoria. Presión baja, pulso más rápido de lo normal, poco oxígeno en la sangre… ¿De qué era señal?
Exanguinación. Se fijó en el charco de sangre, impresionante, que se había acumulado en la base de la mesa. Smithback había perdido mucha. En esos casos, ¿cómo reaccionaba el cuerpo? Intentó acordarse de unas clases que ni estaban recientes en el tiempo ni le habían merecido demasiada atención. Lo primero, taquicardia, debido a que el corazón se aceleraba para enviar oxígeno a los tejidos. Lo segundo… ¿Cómo coño se llamaba? Vasospasmo. Acercó enseguida una mano a la de Smithback y le tocó los dedos. Tal como había previsto, estaban helados, y con manchitas en la piel. El cuerpo restringía la afluencia de sangre a las extremidades a fin de maximizar el oxígeno en las zonas críticas.
Lo último en resentirse era la presión. La de Smithback ya bajaba. Después…
Prefirió no pensar en lo que pasaría después.
Sufrió un breve mareo. Era una locura. Ella no era médico. Actuando, corría un alto riesgo de empeorar las cosas. Respiró hondo y miró fijamente el corte en carne viva, en un esfuerzo de concentración. Aunque hubiera sabido cerrar y coser la incisión, no habría servido de nada, porque ya se había perdido demasiada sangre. En cuanto a plasma para una transfusión de sangre, ni lo había a mano ni Nora tenía conocimientos para realizar lo segundo.
Sin embargo, sabía que a los pacientes que habían perdido mucha sangre se les podía rehidratar con cristaloides o una solución salina.
Volvió a mirar el gota a gota de al lado de la mesa. Tenía colgada una bolsa de mil centímetros cúbicos de solución salina. El tubo penetraba en la vena de la muñeca de Smithback. Habían cerrado la espita. Cerca de la base había una jeringuilla colgando, medio vacía y con la aguja clavada en el tubo. Nora comprendió de qué se trataba: de anestesia local administrada por goteo. Debía de ser Versed, porque como máximo solía durar cinco minutos. Así la víctima estaba consciente, pero sin poder resistirse. Era una posibilidad. ¿Qué sentido tenía que el Cirujano no hubiera preferido una anestesia general, o medular?
Daba igual. Lo importante era reponer los fluidos de Smithback lo antes posible, y subirle la presión. Los medios para ello estaban a mano. Quitó la jeringuilla del tubo del gota a gota y la arrojó al otro lado de la habitación. Acto seguido cogió la espita de la base de la bolsa de litro de solución salina y la giró al máximo en el sentido de las agujas del reloj.
No basta, pensó al ver que las gotas de solución bajaban de prisa por el tubo; no basta para sustituir el volumen de fluido. Ay, Dios mío, ¿qué más podría hacer?
Por desgracia, parecía que nada.
Retrocedió, impotente, y volvió a echar una ojeada a las máquinas. El pulso de Smithback había subido a 140, pero lo más alarmante era que la presión había bajado en picado de 80 a algo más de 45.
Se inclinó hacia la camilla y cogió entre sus manos la de Smithback, fría e inmóvil.
—¡Bill, joder! —susurró, apretándosela—. Tienes que conseguirlo. Venga, sé fuerte.
Esperó como una estatua bajo las luces, con la mirada fija en los monitores.
En el sótano pétreo de las profundidades del 891 de Riverside Drive, el aire olía a polvo, hongos viejos y amoníaco. Pendergast avanzaba por la oscuridad, cada paso una agonía, y muy de vez en cuanto destapaba el farol con la doble intención de inspeccionar el gabinete de Leng y orientarse. Se detuvo jadeando en el centro de una sala llena de tarros de cristal y bandejas de especímenes. Atento como estaba a cualquier ruido, sus oídos hipersensibles captaron el de los sigilosos pasos de Fairhaven. Como mucho, se llevaban dos salas. ¡Qué poco tiempo quedaba! Pendergast estaba gravemente herido, desarmado y sangrando mucho. La única manera de que el duelo se desarrollara en igualdad de condiciones tendría que surgir del propio gabinete. La única manera de vencer a Fairhaven era entender el gran proyecto de Leng, el porqué de que se hubiera alargado la vida.
Volvió a destapar el farol, y examinó el gabinete que tenía delante. Dentro de los tarros había insectos secos que reflejaban la luz del farol, irisándola. En la etiqueta decía
Pseudopena velenatus
, denominación latina de un insecto que habitaba en las marismas de Mato Grosso, y cuyo veneno, no mortal, destinaban los nativos a usos medicinales. En la hilera de debajo había otra serie de tarros con cadáveres secos de arañas venenosas de Uganda, una verdadera sinfonía de rojos y amarillos. Caminó en paralelo a la estantería y volvió a descubrir el farol, iluminando una sucesión de botes con lagartos: el geco albino de las cuevas de Costa Rica, que era inofensivo, un frasco lleno de glándulas salivares secas del monstruo de Gila, del desierto de Sonora, y dos potes con lagartos de panza roja australianos, pequeñísimos, resecos y retorcidos. Más allá habíaun sinfín de cucarachas, desde las gigantes de Madagascar, caracterizadas por sus siseos, a unas cubanas muy bonitas, verdes, que brillaban dentro de los tarros como hojas esmeraldas.
Pendergast comprendió que la acumulación de todos aquellos seres no respondía a intenciones taxonómicas. Para estudios de taxonomía no hacían ninguna falta mil arañas. Por otro lado, desecar insectos era una manera muy mala de conservar sus detalles biológicos. Además, su disposición en las vitrinas no seguía ningún orden taxonómico posible.
Sólo había una respuesta: el acopio de insectos se debía a las sustancias químicas complejas que contenían. Era, lisa y llanamente, una colección de compuestos biológicamente activos; continuación, de hecho, de los gabinetes de productos químicos inorgánicos que había observado en las salas precedentes.
Cada vez estaba más seguro de que aquel gabinete de curiosidades subterráneo y a grandísima escala, aquella formidable colección de productos químicos, guardaba relación directa con la verdadera obra de Leng. Las colecciones colmaban sin fisuras el hueco advertido en las que se exponían arriba, en la casa. Era el gabinete de curiosidades final, fundamental, de Antoine Leng Pendergast. Sin embargo, y en contraste con las colecciones de arriba, se notaba enseguida que era un gabinete de trabajo. Lo demostraba el hecho de que muchos tarros sólo estuvieran medio llenos, y otros casi vacíos. La actividad de Leng, fuera cual fuese, había tenido como requisito contar con una variedad extrema de compuestos químicos. De acuerdo, pero ¿de qué actividad se trataba? ¿En qué consistía el magno proyecto?
Pendergast volvió a tapar el farol, y opuso al dolor su fuerza de voluntad a fin de concederse unos instantes de reflexión. Según había dicho su tía abuela, Leng, justo antes de viajar del sur a Nueva York, hablaba de salvar a la humanidad. Se acordó del otro verbo que había empleado Cordelia: curar. Leng pensaba curar al mundo. Y, en su proyecto, aquel gabinete tan vasto de productos y compuestos químicos desempeñaba un papel esencial. Se trataba de algo que Leng juzgaba beneficioso para la humanidad.
De repente, Pendergast sintió una punzada de dolor que estuvo a punto de doblegarle, pero se recuperó con un esfuerzo supremo de voluntad. Era absolutamente necesario no cejar, seguir buscando la respuesta. Salió de la selva de vitrinas por un arco con tapiz y entró en la sala contigua. Mientras caminaba, otro espasmo de dolor le atacó. Se detuvo a esperar que pasara.