Read Los asesinatos e Manhattan Online
Authors: Lincoln Child Douglas Preston
Tags: #Intriga, Misterio, Policíaca
Subió a la puerta principal y, mientras se armaba de valor, observó que los nombres del interfono estaban en chino. Pulsó el botón del primer apartamento. Contestó una voz en chino.
—Soy la que quiere alquilar el apartamento del sótano —dijo ella en voz alta.
Al oír el zumbido de apertura, empujó la puerta y se encontró en un pasillo con luces fluorescentes. A la derecha había una escalera de subida. Oyó que al fondo del pasillo se descorrían multitud de cerrojos. Al final se abrió la puerta, y apareció, mirándola, un individuo encorvado y de aspecto tristón, que iba en mangas de camisa y pantalones holgados.
Nora se acercó.
—¿El señor Ling Lee?
El hombre asintió y le sujetó la puerta. Al otro lado había una sala de estar con un sofá verde, una mesa de fórmica, varios sillones y, en la pared, un bajorrelieve en rojo y dorado que representaba en detalle una pagoda entre árboles. La estancia estaba presidida por un candelabro enorme, en total desacuerdo con sus proporciones. El papel de la pared era lila, y la alfombra roja y negra.
—Siéntese —dijo el señor Lee con voz débil y cansada.
Nora tomó asiento, y le dio un poco de reparo hundirse tanto en el sofá.
—¿Cómo sabe de apartamento? —preguntó Lee.
Nora vio en su expresión que no se alegraba de verla. Empezó a soltar el cuento.
—Me lo dijo una señora que trabaja en el Citibank de al lado.
—¿Qué señora? —preguntó Lee con mayor brusquedad.
Pendergast le había explicado a Nora que en Chinatown la mayoría de los caseros preferían alquilar a su gente.
—No sé cómo se llama. Mi tío me dijo que hablara con ella, que conocía un piso de alquiler en esta zona. Luego ella me dio este teléfono.
—¿Su tío?
—Sí, el tío Huang. Trabaja en la DHCR.
El dato fue acogido con un silencio de consternación. Pendergast había supuesto que tener parientes chinos facilitaría el acceso de Nora al apartamento. El hecho de que trabajara para la División de Renovación Comunitaria y de la Vivienda, el organismo municipal que garantizaba la legalidad de los alquileres, era otra ventaja.
—¿Cómo llama, usted?
—Betsy Winchell.
Nora vio una silueta oscura que salía de la cocina y se quedaba en la puerta de la sala de estar. Por lo visto era la mujer de Lee, que era el triple de alta que él y estaba muy seria, con los brazos cruzados.
—Por teléfono me ha dicho que el piso estaba libre. Mi intención es quedármelo ahora mismo. Enséñemelo, por favor.
Lee se levantó de la mesa y miró brevemente a su mujer, cuyos brazos se tensaron.
—Venga —dijo.
Volvieron al pasillo, salieron por la puerta principal y bajaron por la escalera. Nora echó un vistazo alrededor, pero no vio a O'Shaughnessy. Lee sacó una llave, abrió la puerta de la vivienda del sótano y encendió la luz. Nora le siguió al interior. Lee ajustóla puerta y, ostentosamente, volvió a echar ni más ni menos que cuatro cerrojos.
El apartamento, tétrico, alargado y oscuro, sólo tenía una ventana al lado de la puerta principal, y para colmo era pequeña, con barrotes. Las paredes eran de ladrillo, con una mano de pintura antes blanca que se había vuelto gris; el suelo, de baldosas viejas de ladrillo, estaba lleno de grietas y roturas. Nora lo observó con interés profesional. Las baldosas estaban sin pegar. ¿Qué había debajo? ¿Tierra? ¿Arena? ¿Cemento? Se veía tan irregular y húmedo que podía ser perfectamente tierra.
Cocina y dormitorio, al fondo —dijo Lee sin molestarse en señalar.
Nora fue a la parte trasera del apartamento y encontró una cocina muy pequeña, por la que se accedía a dos dormitorios oscuros y a un baño. En la pared del fondo había una ventana por debajo del nivel de la calle, por cuyos gruesos barrotes entraba una luz muy pobre de un patio de luces.
Volvió a salir. Lee examinaba la cerradura de la puerta principal.
Tengo que arreglar —dijo con tono solemne—. Quiere entrar mucho ladrones.
—¿En el barrio entran a menudo?
Lee asintió con entusiasmo.
—Sí, sí, mucho ladrones. Mucho peligroso.
—¿En serio?
—Mucho ladrones. Mucho atraco.
Movió la cabeza, apesadumbrado.
—Este piso, como mínimo, parece seguro.
Nora permaneció a la escucha. El techo parecía bastante bien insonorizado. Al menos no se oía nada encima.
—Este barrio no seguro para chica. Cada día asesinato, atraco, robo. Violación.
Nora estaba informada de que Chinatown, pese a su aspecto cutre, era uno de los barrios más seguros de la ciudad.
—A mí no me preocupa —dijo.
—En este piso mucho reglamento —dijo Lee, cambiando de estrategia.
—¿Ah, sí?
—Nada música. Nada ruido. Nada hombres por la noche. —Se notaba que buscaba restricciones que pudieran incomodar a una mujer joven—. Nada fumar. Nada beber. Limpiar todos días.
Nora escuchó con atención, y asintió con la cabeza.
—Ah, pues me parece perfecto. A mí me gustan los sitios limpios y tranquilos. Además, no tengo novio.
Acordándose de Smithback, del artículo con que la había metido en aquel lío, se le reavivó la rabia. Smithback, hasta cierto punto, era efectivamente responsable de los asesinatos por imitación; y encima el muy caradura iba y sacaba su nombre en la rueda de prensa del alcalde, la de ayer, para que se enterara toda la ciudad. Nora tuvo la certeza de que después de lo ocurrido en el archivo sus perspectivas de futuro en el museo estaban más pendientes de un hilo que nunca.
—Gastos aparte.
—Sí, claro.
—Sin aire acondicionado.
Asintió. Lee parecía haberse quedado sin argumentos, hasta que le iluminó la cara otra idea.
—Desde suicidio no permite pistolas en apartamento.
—¿Un suicidio?
—Sí, chica que ahorcó. Misma edad que usted.
—¿Que se ahorcó? ¿No ha dicho pistolas?
A Lee, tras unos instantes de confusión, volvió a animársele la cara.
—Ahorcó, pero no funciona y pega tiro.
—Ya. Era partidaria del método integral.
—No tenía novio, como usted. Muy triste.
—Hay que ver.
—Pasa justo aquí —dijo Lee, señalando en dirección a la cocina—. Tres días hasta encuentra cadáver. Mucha peste. —Puso los ojos en blanco, y adoptó un tono dramático para añadir en voz baja—: Mucho gusanos.
—Qué horror —dijo Nora. Luego sonrió—. Pero bueno, el apartamento es ideal. Me lo quedo.
A Lee se le acentuó el aspecto tristón, pero no dijo nada. Nora le siguió a su apartamento y se sentó en el sofá sin que la invitaran a hacerlo. La mujer seguía en la puerta de la cocina, imponente, con una mueca de recelo y mal humor. Sus brazos cruzados parecían jamones.
Su marido se sentó, descontento.
—Bueno —dijo Nora—, ahora los trámites. Quiero alquilar el apartamento, y lo necesito ya. Hoy. Ahora mismo.
—Tengo que comprobar referencia —replicó Lee sin convicción.
—No hay tiempo. Puedo pagar en metálico. Necesito el apartamento esta misma noche. Si no, no tendré donde dormir.
Mientras hablaba, sacó el sobre de Pendergast, metió la mano y sacó un fajo de billetes de cien dólares. La aparición del dinero suscitó enérgicas protestas en la señora de la casa. Lee no contestó. Tenía la mirada fija en los billetes.
—Traigo el alquiler del primer mes, el del último y otra mensualidad de fianza. —Nora dejó que el dinero chocase contra la mesa—. Seis mil seiscientos dólares. En efectivo. Traiga el contrato.
El apartamento era siniestro, y el alquiler rozaba lo escandaloso (razón, sin duda, de que aún no tuviera inquilinos). Nora confió en que el pago en metálico fuera para Lee un argumento irrefutable.
La mujer hizo otro comentario acerado, pero Lee no le hizo caso. Se fue al fondo de la casa, y a los pocos minutos volvió con dos copias del contrato. Estaban en chino. Se produjo un silencio.
—Necesita referencia —dijo su esposa, impasible, pasando a hablar en inglés para que la entendiera Nora—. Necesita comprobar crédito.
Nora no le hizo caso.
—¿Dónde firmo?
Lee señaló.
—Aquí.
Nora firmó los dos contratos como «Betsy Winchell», y redactó en cada uno un recibo rudimentario: «Pagados 6.600 dólares al señor Ling Lee».
Me lo traducirá mi tío Huang, y espero por su bien que no haya nada ilegal. Ahora firme usted. Ponga el visto bueno en el recibo.
Se oyó otro gruñido iracundo de la esposa. Lee firmó en chino, como si la oposición de su mujer hubiera acabado de convencerle.
—Ahora me da las llaves y listos.
—Tengo que hacer copia llaves.
—Usted démelas, que ahora el apartamento es mío. Las copias ya las haré yo de mi bolsillo. Tengo que empezar ahora mismo a mudarme.
Lee le hizo entrega de las llaves a regañadientes. Nora las cogió, se metió una copia doblada del contrato en el bolsillo y se levantó.
—Muchas gracias —dijo alegremente y con la mano tendida.
Lee se la estrechó fofamente. Al cerrarse la puerta, Nora oyó otro estallido de mal genio de la esposa, y esta vez parecía que fuese a durar mucho tiempo.
—A ver de qué es la base del suelo.
Nora volvió enseguida al apartamento del sótano. O'Shaughnessy apareció a su lado mientras abría la cerradura. Entraron juntos en la sala de estar, y Nora aseguró la puerta con pestillos y cadenas. A continuación se acercó a la ventana con barrotes. En cada extremo del dintel había dos clavos, que habían servido para improvisar una cortina. Se quitó el abrigo y lo colgó de ellos, tapando la vista desde el exterior.
—Muy acogedor —dijo O'Shaughnessy, olfateando—. Huele como si hubieran matado a alguien.
Nora no contestó. Miraba el suelo, y ya hacía planes mentales para la excavación.
Mientras O'Shaughnessy efectuaba un reconocimiento, Nora se paseó por la sala de estar, examinando el suelo y dibujando una cuadrícula con las líneas de ataque. Después se arrodilló, se sacó una navaja del bolsillo (regalo de su hermano Skip al cumplir los dieciséis años, que siempre llevaba encima) y la introdujo entre dos losas. Lentamente, con paciencia, penetró en la costra de mugre y vieja cera de suelos y, moviendo la navaja en ambos sentidos, fue separando suavemente dos baldosas. A continuación procedió a desprender una, y tardó poco en levantarla.
Tierra. Le llegó a la nariz un olor húmedo. Hincó un dedo: estaba fría, mojada y con cierta textura de barro. Clavó la navaja y comprobó que, pese a ser compacta, cedía y tenía poca grava o piedras. Perfecto.
Se levantó y miró alrededor. Tenía a O'Shaughnessy detrás, mirando el suelo con curiosidad.
—¿Qué hace? —preguntó el policía.
—Es relleno, no cemento.
—¿Eso es bueno o es malo?
—Lo mejor.
—Si usted lo dice…
Nora volvió a poner la baldosa en su sitio y, levantándose, consultó su reloj. Las tres de la tarde del viernes. Faltaban dos horas para que cerrara el museo. Se giró hacia O'Shaughnessy.
—Oiga, Patrick, necesito que vaya a mi despacho del museo y busque en mi armario hasta que encuentre las herramientas que necesito.
O'Shaughnessy negó con la cabeza.
—Ni hablar. Me ha dicho Pendergast que me quede con usted.
—Sí, ya me acuerdo, pero es que aquí estoy segura. En la puerta hay unos cinco cerrojos, y no pienso salir. Además, el asesino sabe dónde trabajo. ¿Qué prefiere, que vaya yo y quedarse usted esperando ?
—¿Ir? ¿Para qué? ¿Qué prisa hay? ¿No podemos esperar a que haya salido Pendergast del hospital?
Nora le miró fijamente.
—Patrick, el tiempo pasa y hay un asesino suelto.
O'Shaughnessy la miró y titubeó.
—No podemos quedarnos con las manos cruzadas. Espero que no me lo ponga difícil. Las herramientas las necesito ya.
Seguía el titubeo. Nora empezaba a notarse enfadada.
—Venga, vaya al museo y no se hable más.
O'Shaughnessy suspiró.
—Cuando haya salido, cierre bien la puerta y no se la abra a nadie. Ni al casero, ni a los bomberos, ni a Papá Noel. Sólo a mí. ¿Me lo promete?
Nora asintió con la cabeza.
—Sí, se lo prometo.
—Bueno, pues vuelvo en cuanto pueda.
Nora hizo una lista de herramientas, le explicó a O'Shaughnessy dónde estaban y, al quedarse sola, cerró la puerta escrupulosamente, aislándose del ruido de la tormenta. Entonces se apartó lentamente de la entrada y recorrió la habitación con la mirada hasta fijarse en el suelo que pisaban sus pies. A pesar del talento de Leng, con cien años de diferencia era imposible haber previsto hasta dónde llegaría la arqueología moderna. Nora pensaba esmerarse al máximo en la excavación, penetrar capa a capa en el antiguo laboratorio del asesino y emplear todos sus conocimientos en la recogida de pistas, por ínfimas que fueran. Porque las habría, eso seguro. No existían yacimientos estériles al cien por cien. La gente siempre dejaba marcas, al margen de por dónde se moviera y de qué hiciera.
Sacó la navaja, se arrodilló y, por segunda vez, clavó la cuchilla entre dos baldosas viejas. De repente oyó un trueno más fuerte que todos los anteriores, y se le aceleró el corazón por el miedo. Esforzándose por controlar sus emociones, movió la cabeza, avergonzada. No, ningún asesino iba a impedirle descubrir qué había debajo de aquel suelo. Tuvo curiosidad por saber qué habría opinado Brisbane de aquella excavación, pero se le pasó enseguida, pensando: ¿Ese? Que se vaya a la mierda.
Se pasó la navaja de una mano a la otra hasta cerrarla suspirando. Durante toda su carrera profesional había desenterrado y catalogado huesos humanos sin sentir nada, ningún vínculo con los antiguos esqueletos más allá de la humanidad que compartían. Sin embargo, se había demostrado que lo de Mary Greene era distinto. Pendergast, a las puertas de la casa de la joven, había retratado en vivos términos su vida breve y su muerte atroz. Era la primera vez que Nora era consciente de haber desenterrado y tocado los huesos de alguien a quien podía entender y compadecer. El relato de Pendergast se le grababa cada vez más hondo en la memoria, aunque ella se esforzara por mantener una distancia profesional. Recientemente, incluso, había estado a punto de convertirse en otra Mary Greene.
Lo cual lo convertía en algo personal. Muy personal.
Sus pensamientos se vieron interrumpidos por el ruido del viento en la puerta, seguido por el de un trueno más difuso. Nora se puso de rodillas, volvió a abrir la navaja y empezó a rascar vigorosamente el suelo que pisaba. Iba a ser una noche muy larga.