Read Los asesinatos e Manhattan Online
Authors: Lincoln Child Douglas Preston
Tags: #Intriga, Misterio, Policíaca
Trazó una línea roja por Broadway y señaló el cuadradito que delimitaba.
—Por lo tanto, es razonable suponer que el doctor Leng vivía al oeste de esta línea y como máximo a una manzana del Hudson.
Tapó el rotulador y miró a Nora y O'Shaughnessy.
—¿Algún comentario sobre lo que llevamos dicho?
—Sí —dijo Nora—. Dice que Clark & Sons repartían carbón en esta zona de la parte alta. Entonces, ¿por qué apareció un trozo en la parte baja, en el laboratorio de Leng?
—El laboratorio era un secreto. Como Leng no podía hacerse repartir el carbón directamente, traía cantidades pequeñas de su casa.
—Ya.
Pendergast siguió observando a Nora.
—¿Algo más?
Nadie dijo nada.
—Entonces podemos partir de la premisa de que el doctorLeng vivía en Riverside Drive, entre las calles Ciento diez y Ciento treinta y nueve, o bien en una de las calles laterales entre Broadway y Riverside Drive. Es donde tenemos que centrar la búsqueda.
—Siguen siendo centenares de edificios, o millares —dijo O'Shaughnessy.
—Mil trescientos cinco, para ser exactos. Que es donde interviene la cristalería.
Pendergast volvió a rodear la mesa en silencio, extendió el brazo, cogió un fragmento de cristal usando pinzas con puntas de goma y lo expuso a la luz.
—He analizado los residuos de este trozo de cristal. Lo habían lavado a fondo, pero los métodos actuales permiten detectar sustancias incluso en partes por billón. Presentaba una mezcla muy peculiar de productos químicos, similar a la que había detectado en los trozos recogidos en el suelo del osario. Hay que decir que el análisis de dicha mezcla arroja resultados inquietantes. Uno de sus componentes es un producto químico orgánico muy poco frecuente, cuyos ingredientes, en aquella época (entre mil ochocientos noventa y mil novecientos dieciocho, que es cuando parece que Leng usaba su laboratorio del centro), sólo se podían adquirir en cinco farmacias de Manhattan. El sargento O'Shaughnessy se ha encargado amablemente de localizarlas.
Marcó cinco puntos en el plano con el rotulador.
—La primera premisa de la que partiremos será que el doctor Leng compraba los productos químicos donde le quedara más a mano. Comprobarán que cerca de su laboratorio del centro no había ningún comercio que cumpliera los requisitos. Supondremos, pues, que compraba los componentes cerca de su casa de la parte alta, lo cual nos permite eliminar estas dos farmacias del East Side. Quedan tres en el West Side. Como esta está demasiado cerca del centro, también podemos descartarla. —Tachó con cruces tres de los cinco puntos—. O sea, que quedan estas dos. La Pregunta es: ¿cuál?
La reacción a la pregunta volvió a ser el silencio. Pendergast dejó el cristal en la mesa y la rodeó de nuevo hasta detenerse frente al mapa.
—No los compraba en ninguna de las dos.
Hizo una pausa.
—Porque el producto que les he mencionado es un veneno peligroso. Comprarlo era arriesgarse a llamar la atención. Por lo tanto, cambiemos de premisa. Supongamos que hacía sus compras en la farmacia que quedara más lejos de los lugares que frecuentaba: su casa, el museo y el laboratorio del centro. Donde no le reconocieran. Sólo puede ser esta, aquí, en la calle Doce Este. Farmacia New Amsterdam. —Rodeó el punto con un círculo—. Leng compraba los componentes aquí.
Dio media vuelta y se paseó paralelamente al mapa.
—Hemos tenido la buena suerte de que la farmacia New Amsterdam todavía exista. Es posible que haya archivos, y hasta algún vago recuerdo. —Miró a O'Shaughnessy—. Voy a pedirle a usted que lo investigue. Visite la farmacia y consulte la parte antigua del registro. Después, si es necesario, busque ancianos que vivan en el barrio desde niños. Plantéelo como una investigación policial.
—Muy bien.
Tras un breve silencio, Pendergast volvió a tomar la palabra.
—Tengo la seguridad de que el doctor Leng no residía en ninguna de las calles que hay entre Broadway y Riverside Drive, sino en la propia Riverside Drive. Si es así, los más de mil edificios se reducirían a menos de cien.
O'Shaughnessy le miró fijamente.
—¿Por qué está tan convencido?
—Porque las mejores casas estaban en Riverside Drive. Todavía se conservan; la mayoría están divididas en pisitos, o abandonadas, pero se conservan, al menos en algunos casos. ¿Usted cree que Leng habría vivido en una calle pequeña, en una vivienda de clase media? Tenía mucho dinero. Llevo varios días pensándolo, y seguro que no le interesaría vivir en una casa que corriera el peligro de que en el futuro edificaran justo al lado, encajonándola. Querría luz, una dosis generosa de aire fresco y buenas vistas sobre el río. Vistas que no le pudieran tapar. Estoy seguro.
—¿Por qué? —preguntó O'Shaughnessy. De repente Nora lo entendió.
—Porque tenía previsto quedarse mucho, mucho tiempo.
La sala, fresca y espaciosa, albergó un largo silencio. En la cara de Pendergast se dibujó lentamente una sonrisa, cosa rara en él.
—Bravo —dijo.
Entonces se acercó al plano y dibujó una línea roja por Riverside Drive, desde la calle Ciento treinta y nueve hasta la Ciento diez.
—Al doctor Leng tenemos que buscarle aquí.
El silencio que se produjo fue repentino, violento.
—Quiere decir la casa del doctor Leng —dijo O'Shaughnessy.
—No —contestó Pendergast con suma lentitud—, quiero decir al doctor Leng.
Suspirando exageradamente, William Smithback se acomodó en el banco de madera gastada del reservado del fondo de la Blarney Stone Tavern. El local, situado frente al acceso sur al Museo de Historia Natural, acogía a todas horas al personal de la institución, que lo había bautizado el Huesos a causa de la propensión del dueño a cubrir cualquier trocito libre de pared con huesos de todos los tamaños, formas y especies. A los chistosos del museo les gustaba airear la teoría de que si la policía retirara los huesos para examinarlos, se resolverían la mitad de los casos pendientes de desaparecidos de la ciudad.
En los últimos años, Smithback había pasado en la taberna largas tardes y noches, con sus libretas y el portátil salpicados de cerveza y trabajando en varios libros, tanto el de los asesinatos del museo como su sucesor, el de la «matanza del metro». Para él siempre había sido como una segunda casa, un refugio contra los problemas del mundo. Aquella noche, sin embargo, y por primera vez, el Huesos no le procuraba ningún consuelo. Se acordó de una cita (quizá de Brendan Behan) sobre tener una sed tan grande que hacía sombra. Era como se sentía.
Había pasado la peor semana de su vida, empezando por la metedura de pata con Nora y acabando por la entrevista inútil a Fairhaven. Para colmo, el maldito
Post
le robaba dos veces la exclusiva, y ni más ni menos que por obra de su eterno enemigo, Bryce Harriman: primero con lo de la turista asesinada en Central Park, y luego con lo de los huesos descubiertos en la calle Doyers.La noticia le pertenecía por derecho. ¿Cómo era posible que el mequetrefe de Harriman hubiera conseguido una exclusiva? ¡Sino se la daba ni su novia! ¿Qué contactos tenía? Pensar que a él, a Smithback, le hubieran dejado fuera con el grupo de plumillas de tres al cuarto, mientras Harriman recibía trato preferente e información privilegiada… Pero ¡qué ganas de tomarse una copa, porDios!
Llegó el camarero, que tenía las orejas caídas y unas facciones de pobre desgraciado que a Smithback casi le resultaban tan familiares como las propias.
—¿Lo de siempre, señor Smithback?
—No. ¿Tienes Glen Grant de cincuenta años?
—Sí, a treinta y seis dólares —dijo el camarero, apesadumbrado.
—Pues tráeme uno, que quiero beber algo tan viejo como me siento yo.
El camarero volvió a desaparecer en la penumbra y el humo del local. Smithback consultó su reloj y miró alrededor malhumoradamente. Había llegado diez minutos tarde, pero estaba visto que O'Shaughnessy le ganaba a impuntual. Smithback odiaba a los que tardaban más que él. Casi tanto como a los puntuales.
El camarero reapareció con una copa grande de coñac, en cuyo fondo había menos de dos dedos de líquido de color ámbar, y la depositó con reverencia delante de Smithback. El periodista se la acercó a la nariz, hizo que el líquido diera vueltas e inhaló su aroma embriagador a malta, humo y agua pura de las Highlands, un agua que, como decían los escoceses, se había filtrado por turba y granito. Ya se encontraba mejor. Al bajar la copa vio a Boylan, el dueño, en la parte delantera del local, sirviendo por encima de la barra un combinado de cerveza rubia y negra, con un brazo que parecía tallado en una rama de tabaco de mascar. Detrás estaba O'Shaughnessy, que acababa de entrar y buscaba con la mirada. Smithback hizo señas con la mano y apartó la vista de aquel traje de poliéster barato, que, a pesar de la poca luz y la humareda de puro, casi brillaba. ¿Cómo se podía concebir un traje así en una persona más o menos decente?
—¿A quién tenemos aquí? —dijo al ver a O'Shaughnessy acercarse, con una desastrosa imitación del acento irlandés.
—El mismo que viste y calza —contestó O'Shaughnessy, siguiéndole el juego mientras tomaba asiento al otro lado.
Volvió a aparecer el camarero como por arte de magia, e inclinó la cabeza con un gesto cortés.
—Sírvele lo mismo —dijo Smithback, y añadió—: Ya sabes, el de doce años.
—Sí, claro —dijo el camarero.
—¿Qué es? —preguntó O'Shaughnessy.
—Glen Grant. Un malta escocés. El mejor whisky del mundo. Invito yo.
O'Shaughnessy sonrió, burlón.
—¿Cómo? ¿Piensa obligarme a que me trague una bebida de protestante orangista de mierda? Eso es como escuchar a Verdi traducido. Preferiría un Powers.
Smithback se estremeció.
—¿Ese mejunje? Piense que el whisky irlandés vale más para limpiar motores que para bebérselo. Los irlandeses destacan en literatura, y los escoceses en whisky.
El camarero se marchó y volvió con otra copa para coñac. Smithback esperó a que O'Shaughnessy lo hubiera olido, y a que, con una mueca, se hubiera tomado el primer trago.
—Se puede beber —dijo el sargento al cabo de un rato.
Silenciosamente, entre trago y trago, Smithback observó de reojo al policía que tenía delante. Él, de momento, y en contraste con lo mucho que había largado sobre Fairhaven, no había sacado nada del acuerdo. A pesar de todo, O'Shaughnessy le estaba cayendo bien. Su visión de la vida, lacónica, cínica e incluso fatalista, estaba hecha a la medida de los dos. Suspiró y se apoyó en el respaldo.
—Y bien, ¿qué novedades hay?
O'Shaughnessy puso enseguida mala cara.
—Me han despedido.
Smithback se incorporó de golpe.
—¿Qué? ¿Cuándo?
—Ayer. Bueno, lo que se dice despedido, de momento, no; estoy suspendido de mis funciones, y van a abrir una investigación. —De repente levantó la vista—. Que quede entre nosotros, ¿eh?
Smithback volvió a apoyar la espalda.
—Sí, claro.
—La semana que viene me recibirá la junta sindical, pero se ve que lo tengo crudo.
—¿Por qué? ¿Por pluriempleo?
—Custer, que está cabreado y sacará trapos sucios de hace tiempo. Un soborno que acepté hace cinco años. Sumándole lo de insubordinación y desobediencia a las órdenes, tendrá bastante para que se me carguen.
—Gordo de mierda…
Se produjo otro silencio, mientras Smithback pensaba: Otra fuente con posibilidades que se me va al garete. Lástima, porque es buen tío.
—Ahora trabajo para Pendergast —añadió O'Shaughnessy en voz muy baja y con la copa entre las manos.
Como sorpresa, superaba a la anterior.
—¿Pendergast? ¿Y eso?
Quizá no estuviera todo perdido.
—Necesitaba un chico para todo, alguien que se patee las calles y le ayude a seguir pistas. Al menos, eso es lo que ha dicho. Mañana tengo que ir al East Village y meter las narices en una farmacia que, según Pendergast, puede ser donde compraba Leng los componentes.
—Caray.
Interesante novedad: O'Shaughnessy trabajando para Pendergast, sin las restricciones policiales sobre el trato con la prensa. La situación podía incluso haber mejorado.
—Si descubre algo, ¿me lo contará? —preguntó Smithback.
—Depende.
—¿De qué?
—Del uso que pueda darle en nuestro beneficio.
—No sé si le entiendo.
—¿No es reportero? ¿No investiga?
—¡Que si investigo, dice! ¿Por qué? ¿Necesitan que les ayude? —Smithback apartó la vista—. ¿Qué diría Nora si colaboro con ella?
—No lo sabe. Pendergast tampoco.
Smithback volvió a mirar al sargento con cara de sorpresa, pero no le vio dispuesto a seguir explicándose. Pensó: No sirve de nada intentar sonsacarle información a este tío; esperaré a que esté maduro. Entonces cambió de estrategia.
—Bueno ¿y qué le ha parecido mi informe sobre Fairhaven?
—Largo, muy largo. Gracias.
—Siento decirlo, pero me parece que sólo había paja.
—Pues parece que a Pendergast le gustó, porque me dijo que le felicitara.
—Es un buen tipo —dijo Smithback con cautela.
O'Shaughnessy asintió y bebió un poco de whisky.
—Sí, pero siempre te da la sensación de que sabe más de lo que dice. Tanto hablar de que tenemos que ir con pies de plomo, de que corremos peligro de muerte, y al final nunca quiere explicar porqué. Hasta que en el momento más inesperado te suelta la bomba. —Entornó los ojos—. Que es donde podría intervenir usted.
Ahora, ahora, pensó Smithback.
—Quiero que investigue un poco, y que se entere de algo para mí. —O'Shaughnessy titubeó—. Es que tengo miedo de que la herida de Pendergast sea más grave de lo que pensábamos. Tiene una teoría que es una locura; tanto, que al oírla casi paso de él.
—¿Ah, sí?
Smithback bebió un traguito de whisky como si nada, esmerándose en disimular su interés. Tenía muy claro lo que podían llegar a ser las «teorías» de Pendergast.
—Sí. Y no es que no me guste trabajar en esto, ¿eh? De hecho, me sentaría fatal dejarlo, pero las investigaciones absurdas no me interesan.
—Lógico. ¿Y qué teoría es?
Esta vez el titubeo de O'Shaughnessy fue más pronunciado. Se notaba que no sabía qué hacer. Smithback apretó los dientes y pensó: Venga, invítale a otra copa. Hizo señas al camarero y le dijo: