Read Los asesinatos e Manhattan Online
Authors: Lincoln Child Douglas Preston
Tags: #Intriga, Misterio, Policíaca
—Porque me lo pidió para su investigación. Usted me había dicho que le ayudara, ¿no? Pues le ayudé.
Los mofletes empezaron a palpitar.
—Yo creo que me había explicado bien, O'Shaughnessy. No se trataba de ayudarle de verdad, sino de que lo pareciera.
O'Shaughnessy intentó poner cara de desconcierto.
—No sé si le entiendo del todo.
El capitán se levantó, furibundo.
—Sabes perfectamente de qué hablo.
O'Shaughnessy sumó una expresión de sorpresa a la de desconcierto, sin dar su brazo a torcer.
—Pues no.
Ahora los mofletes temblaban de rabia.
—¡Encima descarado! ¡Serás…! —Custer tragó saliva a media frase e hizo un esfuerzo de autocontrol. En su labio superior, gordezuelo y carnoso, habían aparecido gotas de sudor. Respiró hondo—. Te suspendo de tus funciones.
—Maldita sea.
—¿Por qué motivo?
—No me vengas con esas, que ya lo sabes. Desobedecer órdenes directas mías, trabajar por libre para el agente del FBI, perjudicaral departamento… y me salto lo de participar en la excavación de la calle Doyers, porque ya es el colmo.
O'Shaughnessy sabía que Custer se había beneficiado del descubrimiento. Para el alcalde había supuesto un desahogo, y en prueba de agradecimiento le había colocado al frente de la investigación.
—Mi misión de enlace con el agente especial Pendergast no ha incurrido en ninguna irregularidad.
—Y un cuerno. Desde el principio me has tenido
in albis
, aunque te dedicaras a redactar unos informes larguísimos sabiendo que no tengo tiempo de leerlos. Te me has saltado a la torera para conseguir el informe. ¡Coño, O'Shaughnessy! ¡Te doy todas las oportunidades del mundo, y tú me lo pagas así!
—Me quejaré al sindicato. Y otra cosa: que conste por escrito que como católico me ofenden profundamente las palabrotas que usan el nombre de nuestro Salvador.
Se produjo un silencio atónito. O'Shaughnessy vio que Custer estaba a punto de perder por completo los estribos. El capitán balbuceó, tragó saliva y cerró y abrió los puños.
—Sobre lo del sindicato —dijo con la voz ahogada—, tú verás. Sobre lo otro, a ver si te crees que me ganas a misas, beato de tres al cuarto. Yo también voy a la iglesia. Venga, deja aquí la placa. —Dio un puñetazo en la mesa—. Y ahora, en marcha. Te vas a casa y te hierves patata y col, que para algo eres irlandés. Quedas suspendido de tus funciones, pendiente de lo que decida una investigación de asuntos internos. La segunda, todo sea dicho. Ah, y en la sesión del sindicato pediré que te echen del cuerpo. Con el historial que tienes, no será muy difícil de justificar.
O'Shaughnessy sabía que no era ninguna amenaza sin fundamento. Cogió la pistola y la chapa y las dejó en la mesa, primero la una y después la otra.
—¿Algo más? —preguntó con toda su sangre fría.
Le satisfizo ver que la cara de Custer volvía a crisparse de rabia.
—¿Cómo que algo más? ¿Te parece poco? Más te vale ir preparando el currículo, O'Shaughnessy; conozo un McDonald's de South Bronx donde necesitan un guardia de seguridad para el turno de noche.
Al marcharse, O'Shaughnessy se fijó en que los ojos de Noyes (llorosos, rebosantes de una satisfacción de adulador) seguían su camino hacia la puerta.
Se quedó a la salida de la comisaría, deslumbrado por el sol, y pensó en la cantidad de veces que había subido y bajado con desgana los mismos escalones, de camino hacia la enésima patrulla inútil o el enésimo papeleo sin sentido. No dejaba de ser un poco raro que (a pesar de su pose de despreocupación, mantenida a conciencia) experimentase algo más que una simple punzada de decepción. Pendergast, y el caso, iban a tener que arreglárselas sin él. Suspiró, se encogió de hombros y bajó a la calle. Había llegado al final de su carrera. Y punto.
Se llevó la sorpresa de ver que en la acera había un coche esperando, y de que le resultaba familiar. Era un Rolls-Royce Silver Wraith. Alguien, invisible, mantenía abierta la puerta trasera. Se acercó y metió la cabeza.
—Me han suspendido de mis funciones —dijo al ocupante del asiento de atrás.
Pendergast asintió apoyado en el respaldo de piel.
—¿Por el informe?
—Sí. Y mi error de hace cinco años tampoco es que me haya ayudado mucho.
—Lástima. Le pido disculpas por mi papel en el percance; pero tenga la amabilidad de subir, que no tenemos mucho tiempo.
—¿Ha oído lo que acabo de decir?
—En efecto. Ahora trabaja para mí.
O'Shaughnessy se quedó callado.
—Está todo arreglado. Ahora mismo están preparando los papeles. De vez en cuando necesito… esto… asesores especializados. —Pendergast tocó un fajo de papeles que tenía al lado, en el asiento—. Aquí consta todo por escrito. Ya los firmará en el coche. Pasaremos por la delegación del FBI que hay en el centro, y le haremos una foto de identificación. Desgraciadamente, no es una placa, pero en principio casi debería tener la misma utilidad.
—Perdone, señor Pendergast, pero se lo tengo que decir: van a abrir una…
—Sí, ya lo sé. Suba, por favor.
O'Shaughnessy subió y cerró la puerta, ligeramente ofuscado. Pendergast señaló los papeles.
—Léalos, que no hay ninguna mala sorpresa. Cincuenta dólares por hora, treinta horas semanales garantizadas, prestaciones… Todo.
—¿Por qué lo hace?
Pendergast le miró afablemente.
—Porque he comprobado que está a la altura del reto. Necesito a una persona valiente, de convicciones fuertes. Le he visto trabajar. Se conoce la calle, y sabe hablar con la gente de una manera que yo no sé. Es su mundo, no el mío. Yo solo, además, no puedo llevar este caso. Me hace falta una persona que sepa moverse por el laberinto del departamento de policía de Nueva York. Además, es una persona compasiva. Acuérdese de que vi el vídeo. Y esa compasión va a hacerme falta.
O'Shaughnessy acercó la mano a los papeles sin haberse sacudido el aturdimiento de encima, pero antes de cogerlos dijo:
—Con una condición. Usted sabe mucho más del caso de lo que dice. Y a mí no me gusta trabajar a ciegas.
Pendergast asintió con la cabeza.
—Tiene razón. Va siendo hora de que hablemos. Será el primer paso, en cuanto hayamos tramitado los documentos. ¿Trato hecho?
—Trato hecho.
O'Shaughnessy cogió los papeles y los leyó por encima. Pendergast se dirigió al chófer.
—A Federal Plaza, Proctor, por favor. Y deprisa.
Nora contempló la entrada, profunda y de una piedra de color arena con vetas grises. A pesar de que lo habían limpiado hacía poco, el macizo portal gótico presentaba un aspecto vetusto, imponente. A Nora le recordaba Traitor's Gate, de la Torre de Londres. No le habría extrañado ver brillar en el techo los dientes de hierro de un rastrillo, ni a un grupo de caballeros asomándose por las rendijas superiores, con calderos de brea hirviente a punto.
En la base de la pared adyacente, debajo de una barandilla metálica de poca altura, vio restos de velas a medio quemar, pétalos de flores y cuadros viejos con el marco roto. Casi parecía una capilla. Entonces se dio cuenta de que debía de ser el portal donde le habían pegado un tiro a John Lennon, y los objetos, restos de las ofrendas que seguían aportando sus seguidores. A Pendergast también le habían dado una puñalada cerca, a menos de media manzana. Levantó la vista. Tenía delante el edificio Dakota, con gabletes y adornos de piedra rematando una fachada gótica. Por encima de las torres, lúgubres y sumidas en un juego de sombras, corrían nubes negras. Menudo sitio para vivir, pensó. Miró atentamente en todas las direcciones, estudiando el panorama con unas precauciones que desde la persecución en el archivo se habían convertido en el pan de cada día. Sin embargo, no había señales de peligro a la vista, y se acercó al edificio.
Al lado de la entrada, en una garita grande de bronce y cristal, un portero vigilaba implacable la calle Setenta y dos, con el mutismo y la rigidez de un centinela del palacio de Buckingham. No demostraba haberse percatado de la presencia de Nora, pero, al meterseella en el portal, acudió de inmediato a su lado, amable pero sin sonreír.
—¿Puedo ayudarla? —preguntó.
—He quedado con el señor Pendergast.
—¿Cómo se llama usted?
—Nora Kelly.
El vigilante asintió con la cabeza, como si tuviera prevista su llegada.
—Es en el vestíbulo sudoeste —dijo, apartándose e indicando el camino.
Al meterse por el túnel en dirección al patio interior del edificio, Nora vio que el vigilante regresaba a la garita y cogía el teléfono. El ascensor olía a cuero viejo y madera pulida. Tras un ascenso de varios pisos, se tomó su tiempo en frenar. Entonces se abrieron las puertas, y apareció un pasillo con una puerta de roble al fondo. Estaba abierta, y su marco alojaba al agente Pendergast, con la fina silueta recortada contra una luz tenue.
—Me alegro mucho de que haya venido, doctora Kelly —dijo el agente con su voz meliflua mientras se apartaba para dejarla pasar.
Como siempre, sus palabras rebosaban amabilidad, pero el tono delataba un cansancio lindante con el mal humor. Aún no está recuperado del todo, pensó Nora. Se le veía muy delgado, casi cadavérico, y, dentro de lo posible, tenía la cara aún más blanca que de costumbre.
Nora penetró en una habitación de techo alto y sin ventanas, y miró alrededor con curiosidad. De las cuatro paredes, tres estaban pintadas de un color rosa oscuro, con molduras negras arriba y abajo. La cuarta era enteramente de mármol negro, con una lámina continua de agua recorriendo toda su extensión. En la base, donde el agua, con un suave borboteo, se remansaba en un estanque, flotaban varias flores de loto muy juntas. La estancia estaba dominada por el sonido plácido del agua y el perfume discreto de las flores. Cerca había dos mesas lacadas de color oscuro, una de ellas con una bandeja de musgo donde había plantados varios bonsáis (arces enanos, a juzgar por su aspecto). En la otra mesa había una vitrina de metacrilato con una calavera de gato dentro. Al acercarse, Nora observó que en realidad la calavera estaba tallada en un bloque de jade chino. Era una obra de arte extraordinaria, de una piedra tan fina que transparentaba la tela negra de la base.
A poca distancia, sentado en uno de varios sofás pequeños de piel, estaba el sargento O'Shaughnessy, de paisano, cruzando y descruzando las piernas como si se encontrara incómodo. Pendergast cerró la puerta y se acercó a Nora sigilosamente, con las manos en la espalda.
—¿Le sirvo algo? ¿Agua mineral? ¿Un Lillet? ¿Un jerez?
—No, gracias.
—Bueno, pues, con su permiso, ahora vuelvo.
Desapareció por una puerta que casi se confundía con la pared rosada.
—Muy bonito —le dijo Nora a O'Shaughnessy.
—Aún no ha visto ni la mitad. ¿De dónde saca tanto dinero, el tío?
—Bill Smi… Un conocido mío dice que es de herencia. Me parece que su familia se dedica a la industria farmacéutica.
—Mmm.
Se quedaron callados, escuchando el susurro del agua. En pocos minutos volvió a abrirse la puerta, y reapareció la cabeza de Pendergast.
—¿Me harían el favor de venir? —preguntó.
Cruzaron la puerta y le siguieron por un pasillo largo y poco iluminado. La mayoría de las puertas estaban cerradas, pero Nora entrevio una biblioteca —llena de volúmenes encuadernados en piel y bocací, y con lo que parecía un clavicordio de madera de rosal— y una habitación estrecha con las paredes forradas de cuadros antiguos, cinco o seis hileras de cuadros en vertical con grandes marcos dorados. Otra sala, sin ventanas, estaba empapelada con papel de arroz, y tenía el suelo cubierto de tatamis. De una sobriedad lindante con la desnudez, coincidía con las demás en lo tenue de la iluminación. Pendergast les hizo entrar en una sala muy grande y de techo alto, con las paredes de caoba exquisitamente tallada. Presidía el fondo una chimenea profusamente esculpida. Había tres ventanales con vistas a Central Park. La pared de la derecha estaba cubierta por un mapa del siglo XIX, un plano en detalle de Manhattan. En el centro había una mesa grande con varios objetos encima, sobre un plástico: dos docenas de trozos de cristal, uno de carbón, un paraguas podrido y un billete de tranvía marcado. No había donde sentarse. Nora se quedó delante de la mesa, que Pendergast circundó varias veces en silencio con la mirada penetrante de un tiburón rodeando a su presa. Después el agente se detuvo, y les miró primero a ella y luego aO'Shaughnessy. En sus ojos había una intensidad casi obsesiva, que a Nora le incomodó. Pendergast se giró hacia el plano y volvió a juntar las manos a la espalda. Al principio se limitó a mirarlo. Después empezó a decir algo en voz baja, como si hablara solo.
—Ya sabemos dónde trabajaba el doctor Leng, pero ahora se nos plantea una pregunta todavía más difícil. ¿Dónde vivía? ¿En qué punto del hervidero humano que es esta isla se escondía nuestro querido doctor? Debemos agradecer a la doctora Kelly el disponer de algunas pistas que nos permitan afinar la búsqueda. El billete de tranvía que desenterró, doctora, estaba marcado para el tranvía elevado del West Side. Por lo tanto, es lícito partir de la premisa de que el doctor Leng vivía en la parte oeste.
Se giró hacia el mapa y usó un rotulador rojo para trazar una línea por la Quinta Avenida, dividiendo Manhattan en dos segmentos longitudinales.
—Gracias a la combinación de sus impurezas, que siempre es única, se puede saber de dónde ha sido extraído un trozo concreto de carbón. Este procede de una mina de cerca de Haddonfield, en Nueva Jersey, que lleva muchos años en desuso. En Manhattan, este carbón sólo lo distribuía una empresa, Clark & Sons. La zona de reparto que servían iba desde la calle Ciento diez a la Ciento treinta y nueve.
Pendergast trazó dos paralelas por Manhattan, una en la calle Ciento diez y otra en la Ciento treinta y nueve.
—Por último, el paraguas. Es de seda. La seda es una fibra blanda al tacto, pero vista por el microscopio ofrece una textura basta, casi dentada. Cuando llueve, la seda capta partículas, sobre todo polen. El examen microscópico de este paraguas revela que está muy impregnado de polen de la especie
Trismegistus gonfalonii
. Antes esta planta se encontraba por todo Manhattan, en ciénagas, pero en mil novecientos su crecimiento se había restringido a las zonas pantanosas de las orillas del río Hudson.