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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Comunicación, Periodismo

Los barcos se pierden en tierra (12 page)

BOOK: Los barcos se pierden en tierra
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Sin rey ni amo

Hace unas semanas mencioné aquí al fraile Caracciolo y al capitán Misson, los piratas buenos del Índico. Y unos cuantos amigos se han interesado por los personajes, preguntándome quién diablos eran esos pájaros y a santo de qué viene ese epíteto de piratas buenos, cuando se supone que un pirata es un perfecto hijo de puta que saquea, y viola, y mata, y cosas así, y es notorio que se empieza con ese tipo de cosas y al final se termina vaya usted a saber cómo. Votando al Pepé o haciendo trampas al mus. Así que voy a contarles la historia de ese par de interesantes sujetos, que vivieron entre los siglos XVII y XVIII. Caracciolo era un fraile dominico napolitano, un poco golfo, que había leído la Utopía de Tomás Moro y soñaba con una república ideal basada en la liberté, la egalité y la fraternité.

Una noche que andaba de furcias y vino, el fraile topó en una taberna con un oficial de la marina francesa que se llamaba Misson: joven, bastante cultivado, que como muchos marinos de la época andaba provisto de cultura filosófica, lógica, retórica y otras disciplinas humanísticas que ahora a nadie le importan una mierda, pero que entonces tenían su cosita y su encanto. Se hicieron colegas en el curso de una recia intoxicación etílica, y se comieron el tarro el uno al otro: Caracciolo convenció al marino de que la utopía era posible, y Misson hizo que el fraile se embarcara en el Victoria, que era su barco. Viajaron bajo el mando de un capitán llamado Fourbin, hasta que estando en las Antillas, y después de un combate naval con los inevitables ingleses, Fourbin palmó y Caracciolo, que era un tipo visionario y convincente, propuso a la tripulación nombrar a su colega Misson capitán y dedicarse al filibusterismo, y que al rey de Francia y a la armada real les fuesen dando.

Y dicho y hecho, pero con una notable diferencia. En vez del Jolly Roger, la bandera negra de los piratas, Caracciolo y Misson izaron una de seda blanca con la leyenda: Por Dios y la Libertad. Y dispuestos a hacer realidad el sueño de una república de hombres iguales e independientes, pusieron proa al océano Índico para materializar allí su utopía. De camino escribieron un código de conducta para sus hombres que habría causado depresión traumática a cualquier rudo bucanero de Jamaica o Tortuga, pues se establecía el trato humanitario a los prisioneros, la prohibición de emborracharse o de blasfemar y el respeto a las mujeres. Y lo cierto es que aquellos insólitos piratas predicaron con el ejemplo, pues cada vez que abordaron un buque lo hicieron sólo para aprovisionarse de lo imprescindible -en aquel tiempo, el oro era lo más imprescindible- o para reclutar nuevos ciudadanos para su república, como los esclavos de un barco negrero holandés, a cuyo capitán afearon muy seriamente su conducta antes de darle unas cuantas collejas y dejarlo irse.

En el fondo eran unos primaveras, supongo. Pero con una suerte de cojón de pato. Porque siguieron viaje como si tal cosa, empleando Caracciolo la larga travesía en adoctrinar a sus piratas para que fuesen buenos y temerosos de Dios, y en educar en gramática y humanidades -eso tuvo que ser digno de verse- a los mandingas liberados. Durante una larga temporada el Victoria anduvo de aquí para allá, capturando lo mismo barcos ingleses que portugueses o árabes, aprovechando cada presa para aumentar la flotilla y el número de tripulantes. Y al final, capitaneando una tropa bastante marchosa, se establecieron primero en las Comores y luego en Madagascar, donde al fin fundaron Libertatia; que fue, que yo sepa, una de las primeras repúblicas comunistas de la Historia, con estatutos que abolían la propiedad privada y obligaban a sus ciudadanos al trabajo y a la defensa común, so pena de inflarlos a hostias. Libertatia se convirtió en un activo nido de piratas al que se fueron uniendo con el tiempo destacados fulanos del oficio, como el capitán inglés Thomas Tew y otros elementos de alivio, reclutados entre lo mejor de cada casa. Y hay que reconocer que, pese a que asolaron las costas y las rutas marítimas, reuniendo un tesoro considerable, aquellos piratas, vigilados por el ojo filantrópico del ideólogo Caracciolo, se comportaron, dentro de lo que cabe, de una manera bastante decente.

Aunque parezca imposible, la aventura duró veinte años. Y luego pasó lo que pasa siempre: Caracciolo, Misson y Tew se hicieron viejos, hubo desavenencias, y los indígenas malgaches vecinos, que aquello no lo veían muy claro y estaban de Libertatia hasta el gorro, asaltaron un día la república. Caracciolo murió allí, y Misson y Tew huyeron en los barcos, acosados por todas las marinas del mundo. Ya no eran piratas poderosos y buenos, sino proscritos fugitivos y cabreados, cuya única patria era la cubierta del barco que pisaban. Destrozada la utopía, se hicieron sanguinarios. Misson lo perdió todo en una tormenta, incluido el pellejo; y el capitán Tew, el último superviviente de Libertatia, murió de un tiro en el estómago durante un abordaje desesperado en el mar Rojo. Y ese fue, triste como el de todas las utopías, el final de los piratas buenos del océano Índico.

El rezagado

Se acaban el siglo y el milenio. Ahora sí que se acaban de verdad, y no saben cuánto agradezco que todos los grandes almacenes, y todas las agencias de viajes, y todos los hoteles y restaurantes que doblaron los precios, y todos los soplapollas que hace justo un año montaron aquel grotesco numerito del festejo con doce meses de adelanto, lo hicieran entonces, y no ahora. Así han dejado la fecha bastante despejada, dentro de lo que cabe, y estarán calladitos y tranquilos, y no habrá que soportar está vez más estupideces que las imprescindibles. En cuanto a mis propias estupideces, tenía previsto hacer una especie de reflexión sobre cómo este siglo que acaba empezó con la esperanza de un mundo mejor, con hombres visionarios y valientes que pretendían cambiar la Historia, y cómo termina con banqueros, políticos, mercaderes y sinvergüenzas jugando al golf sobre los cementerios donde quedaron sepultadas tantas revoluciones fallidas y tantos sueños. Iba a comentar algo de eso, pero no voy a hacerlo porque hay una imagen que me acompaña estos días, coincidiendo —y no casualmente— con las fechas. La imagen es la de una historia real y breve, casi un cuentecito, que lleva mucho tiempo conmigo. Y tal vez hoy sea el día adecuado para escribirla.

Una gran bandada de pájaros se ha estado congregando durante días en un palmeral mediterráneo, antes de volar hacia el sur para buscar el invierno cálido de África. Ahora viaja sobre el mar, extendida tras los líderes que vuelan en cabeza, dejando atrás las nubes y la lluvia y los días grises, hacia un horizonte de cielo limpio y agua azul cobalto donde se perfila la línea parda de la costa lejana. Allí encontrarán aire templado y comida, construirán sus nidos, se amarán y tendrán pajarillos que en primavera retornarán con ellos otra vez hacia el norte, sobre ese mismo mar, repitiendo el rito inmutable y eterno, idéntico desde que el mundo existe. Muchos de los que viajan al sur no volverán, del mismo modo que muchos de los que hicieron a la inversa el último viaje quedaron atrás, en las tierras ahora frías del norte. Eso no es malo ni es bueno; simplemente es la vida con sus leyes, y el código de cada una de esas aves afirma en el silencio de su instinto que hay cosas que son como son, y nada puede hacerse para cambiarlas. Viven su tiempo y cumplen las reglas de ese dios impasible llamado vida y muerte, o Naturaleza. Lo que importa es que la bandada sigue ahí, viajando hacia el sur año tras año. Siempre distinta y sin embargo siempre la misma.

Una de las aves se retrasa. La bandada vuela delante, negra y prolongada, inmensa. Los machos y hembras jóvenes aletean tras el líder de líderes, el más fuerte y ágil de todos. Huelen la tierra prometida y tienen prisa por llegar. Tal vez el ave rezagada es demasiado vieja para el prolongado esfuerzo, está enferma o cansada. Salió al tiempo que todas, pero las demás la han ido adelantando, y se rezaga sin remedio. Ya hay un trecho entre su vuelo y los últimos de la bandada, los más jóvenes o débiles. Un espacio que se hace cada vez más grande, a medida que aquellos se distancian en su avance. Y ninguno mira atrás; están demasiado absortos en su propio esfuerzo. Tampoco podrían hacer otra cosa. Cada cual vuela para sí, aunque viaje entre otros. Son las reglas.

El rezagado bate las alas con angustia, sintiendo que las fuerzas lo abandonan, mientras lucha con la tentación de dejarse vencer sobre el agua azul que está cada vez más cerca. Pero el instinto lo obliga a seguir intentándolo: le dice que su obligación, inscrita en su memoria genética, consiste en hacer cuanto pueda por alcanzar aquella línea parda del horizonte, lejana e inaccesible. Durante un rato lo consoló la compañía de otra ave que también se retrasaba. Volaron en pareja durante un trecho, y pudo ver los esfuerzos del compañero por mantenerse en el aire, primero cerca de la bandada y al fin a su lado, antes de ir perdiendo altura y quedar atrás. Hace rato que el rezagado es el último y vuela solo. La bandada está demasiado lejos, y él ya sabe que no la alcanzará nunca. Aleteando casi a ras del agua, con las últimas fuerzas, el ave comprende que la inmensa bandada oscura volverá a pasar por ese mismo lugar hacia el norte, cuando llegue la primavera, y que la historia se repetirá año tras año, hasta el final de los tiempos. Habrá otras primaveras y otros veranos hermosos, idénticos a los que él conoció. Es la ley, se dice. Líderes y jóvenes vigorosos, arrogantes, que un día, como él ahora, aletearán desesperadamente por sus vidas. Y mientras recorre los últimos metros, resignado, exhausto, el rezagado sonríe, y recuerda.

(Lo vi llegar y posarse en el balcón de proa, junto al ancla. Estuve un rato largo inmóvil, por miedo a inquietarlo. Quédate, le dije sin palabras. No te haré daño. Pero al cabo tuve que moverme para reglar las velas, y el movimiento de la lona lo asustó. Observé cómo emprendía de nuevo el vuelo, siempre hacia el sur, a muy baja altura. Apenas podía remontarse, pero seguía intentándolo. Y así lo perdí de vista).

2001
Sobre ingleses y perros

Me escribe un lector inglés, con afecto y buen humor, tirándome de las orejas con mucha gracia -tanta que no parece inglés- mientras se interesa por mi afición a llamar perros ingleses a los hijos de la Gran Bretaña. Por qué, pregunta, no trago a los chuchos de sus compatriotas. Así que intentaré explicárselo: los perros ingleses son respetabilísimos. Me refiero a los que hacen guau, guau. Esos, sean ingleses o no, merecen todo mi respeto: como varias veces he tecleado en esta página, más respeto que los humanos. Que ya me gustaría tuvieran tuviéramos la misma lealtad y la misma inteligencia. En cuanto a los cánidos estrictamente ingleses, mi afecto por ellos lo abona el hecho de que mi perro pertenece a la raza labrador, que es una raza inglesa. Los mismos que posan acompañando al Orejas cuando se hace fotos.

En cuanto a los bípedos británicos, ése es otro cantar. Pero no quisiera que mi amigo inglés lo atribuyese a razones patrióticas o sentimentales. La patria, a estas alturas y tal como se ha puesto el kilo, me importa un huevo de pato. Al menos la patria tal y como la entienden los fanáticos, los soplapollas, los mercachifles y los asesinos. Lo que pasa es que uno tiene sus lecturas, y su criterio. Y hasta su personal sentido del humor. Y ahí es donde situamos el asunto. A fin de cuentas nací en una ciudad vinculada al mar y a la Historia, donde el inglés fue siempre la amenaza y el enemigo. En los libros, en los relatos de mi abuelo y de mi padre, aprendí a respetar a esos cabrones arrogantes como políticos, diplomáticos, guerreros y sobre todo marinos; y también a despreciar su hipocresía y su crueldad. A desconfiar sobre todo de su manera de reescribir la Historia a su conveniencia, y de su soberbia frente a los otros pueblos. En cada libro sobre la guerra de la Independencia española, la guerra en el mar o la piratería en América que me eché al cuerpo, toda mención a mis compatriotas se basó siempre en la descalificación y el insulto. Si uno lee las memorias de cualquier militar inglés en la campaña peninsular, concluye que Inglaterra venció a Bonaparte en España a pesar de los propios españoles, siempre sucios, perezosos, viles, cobardes, aún más fastidiosos y ruines como aliados que el enemigo francés. Cosa, por otra parte, que es perfectamente posible, porque quien conoce a mis paisanos conoce el paño. Pero de ahí a decir que Wellington liberó a España de Napoleón media un abismo. Luego está la perfidia histórica, real y documentada, que no fue moco de pavo: los golpes de mano contra posesiones españolas, siempre disfrazando con razones humanitarias lo que fue rivalidad colonial o simple piratería. La canallada de las cuatro fragatas atacadas sin declaración de guerra en 1804. Los asaltos contra Gibraltar, La Habana, Manila, Cartagena de Indias. El silencio sobre los fracasos y el trompeteo sobre las victorias. Recuerdo a un profesor inglés afirmando en clase que Nelson no había sido derrotado nunca. Pero yo sé desde niño que Nelson fue derrotado dos veces por españoles: en 1796, cuando con la Minerve y la Blanche tuvo que abandonar una presa y huir de dos fragatas y un navío de línea, y cuando un año después quiso desembarcar en Tenerife por las bravas y perdió un brazo y trescientos hombres.

No hablo, y espero que lo entienda el amigo inglés, de patrioterismo ni peras en vino tinto, sino de simple memoria. Conozco mi Historia tan bien como algunos conocen la suya, y sé que si España tuvo Trafalgares otros tuvieron Singapures. Del mismo modo puedo afirmar que honrados hispanistas británicos llamados Parker, Kamen o Elliot, me ayudaron a comprender mejor mi propia Historia. Gracias a todo eso, cuando miro atrás no tengo orejeras ni complejos, pero sí buenas referencias. Eso me permite, entre broma y broma, poner un par de puntos sobre las íes, cuando las íes me las escriben hijos de puta con letra bastardilla. Por supuesto que no me siento enemigo de los ingleses, que además leen mis novelas. Vivo en mi tiempo y a mi aire, y sé que la memoria es una cosa, y la guasa al teclear esta página, otra. En lo de la guasa, por cierto, el culpable es mi vecino el rey de Redonda -a quien agradezco la caballerosidad con que se condujo hace unas semanas, tras mi arrebato acuchillador y sanguinario-, que hace tiempo me regaló un grabado antiguo titulado Perros ingleses. Y como él si es anglófilo de pata negra, buena parte de nuestras murgas suelo arrimárselas por esa banda. También puntualizaré que la mentada referencia canina tiene solera: entre el XVI y el XIX era expresión habitual: simple toma y daca para quienes, como dije, dispensaron siempre motes despectivos a todo enemigo o vecino, reservándonos a los españoles lo de grasientos moros -Turner nos dibujó con turbantes en Trafalgar, quizás a mucha honra-, fanáticos papistas, demonios del Mediodía y cosas así. Algo que, con las obligadas actualizaciones, sigue haciendo la prensa amarilla de Su Majestad.

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