Los Bufones de Dios (22 page)

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Authors: Morris West

Tags: #Ficción

BOOK: Los Bufones de Dios
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—¿Y qué compraste,
schatz
?

—Una pieza de antiguo Capodimonte. Cupido y Psyche. El anticuario dijo que se trataba de un ejemplar muy difícil de encontrar. Mañana te lo mostraré. Espero que les gustará, ¿qué te parece? —preguntó Lotte.

—Oh, estoy seguro de que les encantará. —Se sentía agradecido por el tono liviano e intrascendente de la conversación.

—Oh, olvidaba contarte que hemos recibido una postal de Katrin desde París. No dice mucho excepto "El amor es maravilloso. Gracias para ustedes dos de parte de nosotros dos". Hemos recibido también una larga carta y algunos impresos de colores de Johann.

—Eso sí que es una sorpresa. Siempre pensé que una postal entraba más dentro de su estilo.

—Lo sé. Bueno, ¿no te parece divertido? Para describir sus vacaciones emplea un tono verdaderamente lírico. No llegaron muy lejos, ni siquiera alcanzaron Austria. El y sus amigos descubrieron un pequeño valle en la parte más alta de los Alpes bávaros. Hay un lago y algunas cabañas más bien ruinosas… y ni un alma en muchas millas a la redonda. Han estado acampando allí sin moverse, salvo para bajar al pueblo a buscar provisiones…

—Suena maravilloso. No me vendría nada mal cambiar de lugar con Johann. No tengo ningún deseo de volver a Roma antes de mucho, mucho tiempo. En cuanto lleguemos a Tübingen le escribiré a Jean… Y a propósito, deberíamos hacer algo por Francone. Creo que un regalo en dinero sería lo más adecuado. Me parece que su sueldo no debe de ser muy alto. Recuérdamelo ¿quieres,
schatz
?

—Lo haré, no te preocupes. Cierra los ojos ahora y trata de dormir.

—Creo que en unos pocos minutos más me quedaré dormido. Oh. Y algo más que olvidaba. Debo enviarle una nota de agradecimiento al cardenal Drexel por Francone y por el auto.

—Te lo recordaré… Ahora, duerme. Esta noche tienes todo el aspecto de un hombre absolutamente agotado. Y la verdad es que no quiero que desaparezcas de esta tierra tan pronto —le dijo cariñosamente Lotte.

—Estoy muy bien,
schatz
. No debes preocuparte por mí.

—Me preocupo. Y no puedo remediarlo. Carl, si Jean Marie tuviera razón, si hubiera una última y gran guerra ¿qué haríamos? ¿Qué sucedería con los niños? No creas que me estoy poniendo tonta. Simplemente quiero saber lo que piensas.

¿Cómo podía él responderle? Carecía de una respuesta y lo sabía. Se enderezó sobre un codo y se inclinó sobre ella, mirándola, dichoso de las sombras protectoras que escondían el dolor que inundaba sus ojos.

—Esta vez, amor mío, no habrá estandartes ni trompetas. La guerra será corta y terrible. Y después que haya terminado a nadie le importará el lugar donde estuvieron las fronteras. Si logramos sobrevivir, deberemos unirnos más que nunca, como la familia que somos; pero debes recordar que no podemos imponer a nuestros hijos la conducta que deben seguir. Si nos encontráramos separados de ellos, podríamos entonces reunir algunas buenas almas y tratar, juntos, de defendernos contra los asesinos que dominarán las calles. Eso es todo lo que puedo decirte.

—Qué extraño es —Lotte se enderezó a su vez para tocar la mejilla de él—. Cuando por primera vez hablamos de esto, antes de venir a Roma, yo vivía en un estado de permanente temor. Por momentos lo único que deseaba era sentarme en un rincón y llorar, llorar porque sí, sin motivo ni objeto alguno. Luego, mientras tú te encontrabas en Monte Cassino, vi aquel pequeño trozo de cerámica que te regaló el senador Malagordo, lo cogí y lo sostuve en las manos. Leí, con los dedos, el hombre escrito en él. Recordé lo que había sucedido en Masada, cómo aquellos trozos habían sido grabados y echados a la suerte para ver quién moría y quién ejecutaba el acto de matar. Y bruscamente sentí que una gran paz se apoderaba de mí, sentí que era afortunada. Comprendí que en la medida en que uno se aferra demasiado a algo, aunque sea a la vida, se transforma uno en un cautivo. De manera que, como ves, no necesitas preocuparte por mí… Bésame, deséame las buenas noches y quedémonos dormidos.

Aquella noche, mientras permanecía despierto, insomne y vigilante oyendo sonar las horas, él se interrogó sobre el cambio que ella había experimentado: vio el nuevo sentido de confianza, la extraña calma con la cual ella parecía aceptar la indecible perspectiva de la catástrofe nuclear. ¿Es que acaso el coraje de Aharon Ben Ezra se había transmitido, en alguna forma mágica, a través de aquel trozo de cerámica que llevaba su nombre? ¿O sería más bien aquello fruto de un pequeño viento de gracia venido del desierto donde Jean Marie Barette había conversado con su Creador?

Capítulo 6

Qué bueno era estar de regreso en el hogar. En el campo, las cosechas habían sido debidamente guardadas y los mirlos picoteaban, satisfechos, los rastrojos marrones. El Neckar corría, plateado y tranquilo, bajo el sol del verano. El tránsito de la ciudad era aún liviano pues los veraneantes no habían regresado de las playas y campos. Los claustros y galerías de la universidad se veían vacíos. Los pasos de los raros cuidadores o colegas que allí se encontraban, resonaban en el silencio. Era posible creer —asumiendo que no se leyera la prensa ni se oyera la televisión o la radio— que nada, nunca, sería capaz de perturbar esta paz y que los viejos duques de Württemburg podrían dormir para siempre tranquilos bajo el piso de piedra de la Stifskirche.

Pero aquella paz era solo una ilusión, no era más real que la cubierta pintada de una pastoral. Desde Plisen a Rostock, los ejércitos del Pacto de Varsovia acumulaban la densidad de sus hombres y materiales de guerra: tropas de choque y fuertes formaciones de tanques y, detrás de todo ello, las rampas de lanzamiento de cohetes de cabeza atómica. Enfrente de ellas se encontraban las delgadas líneas de las fuerzas de la NATO, preparadas para retirarse ante la primera embestida, confiando, aunque no demasiado, en que sus propios cohetes tácticos serían capaces de detener el avance del enemigo el tiempo suficiente para permitir la llegada de los grandes bombarderos provenientes de las Islas Británicas y de los I.B.M. que serían lanzados desde sus lejanos silos de los Estados Unidos.

Sin embargo la movilización propiamente dicha no había comenzado todavía; no se habían llamado las reservas, porque la crisis no había madurado de manera que los gobiernos demócratas pudieran esperar que sus deprimidas e inquietas poblaciones estuvieran dispuestas a responder a un llamado a las armas o a la retórica de la propaganda. La industria alemana continuaba dependiendo de los trabajadores extranjeros, los cuales, privados aquí de toda participación o ciudadanía difícilmente podrían sentirse dispuestos a prestar servicios de vasallo en una causa perdida. En el otro extremo del mundo se había formado un nuevo eje: el Japón industrial estaba exportando a China técnicos y equipos industriales a cambio del petróleo de las regiones norteñas y de los nuevos pozos de los Spratleys. Desde Marruecos hasta los altos desfiladeros del Afganistán, todo el Islam se hallaba en fermento. África del Sur era una ciudadela armada hasta los dientes, asediada por las repúblicas negras, sus vecinas… No existía jefe, junta o parlamento alguno que fuera capaz de conducir o de controlar los problemas geopolíticos de un mundo obsesionado por la disminución de sus reservas y por otra parte, por el envilecimiento o la adulteración de todos los signos monetarios internacionales que hasta ahora habían servido de base para el intercambio. La montaña elevada por las contradicciones parecía una barrera contra la cual toda razón no podía sino estrellarse. Las corporaciones mismas parecían petrificadas como en un síncope de impotencia.

Después de la primera y sana reacción de dicha por encontrarse de regreso a casa, Carl Mendelius se sintió tentado de dejarse abatir por la desesperación. ¿Quién prestaría oídos a una minúscula voz que resonaría apenas sobre la babel de millones de gritos? ¿Qué sentido tenía propagar ideas que serían barridas tan pronto aparecieran como granos de arena en medio de una tempestad? ¿De qué podría aprovechar a nadie revolver un pasado que pronto sería tan irrelevante como los animales mágicos de los hombres de las cavernas?

Comprendió claramente que éste era el síndrome capaz de producir espías, desertores, fanáticos y destructores profesionales. "La sociedad no es sino una decrépita población a punto de hundirse, de manera que hagámosla estallar". “El parlamento es un nido de badulaques y de hipócritas. Destruyamos la inmunda simiente"'. '"Dios ha muerto, arreglemos pues las estatuas de Baal y Ashtaroth, llamemos de vuelta al Brujo de Endor y así tendremos los hechizos que necesitamos para gobernar a los hombres".

El mejor remedio para tales pensamientos era la imagen de Lotte, atareada y feliz, sacando el polvo, charlando con amigas por teléfono o comenzando a tejer una tricota de invierno para Katrin. Sintió que no tenía derecho a perturbarla con aquellos negros sueños suyos. De manera que se retiró a su estudio y se concentró decididamente en el trabajo que se había acumulado durante su ausencia.

Para comenzar estaba la alta pila de libros que se le rogaba leyera y luego recomendara. A continuación seguían los informes de los estudiantes que era preciso asesorar, las revisiones que debía hacer a sus libros de texto, y las inevitables cuentas que pagar.

Había una nota del presidente de la universidad invitándolo, para el martes a mediodía, a una reunión informal con los miembros más antiguos de la facultad. Las reuniones informales del presidente eran muy conocidas. Se sabía que tenían por objeto revisar todos los problemas que pudieran presentarse antes que fueran llevados a la asamblea plenaria de las facultades que tenía lugar a mediados de agosto. Tenían también por objeto persuadir a los crédulos de que ellos eran miembros privilegiados de un grupo muy seleccionado… A Mendelius no le gustaba, aunque no podía dejar de admirar, la destreza del presidente para la intriga académica.

La carta siguiente era una comunicación del Bundeskriminalant, la Oficina Federal de Investigaciones Criminales, en Bonn.

"…Nuestros colegas italianos nos han informado que, a consecuencia de algunos incidentes que acaban de ocurrir en Roma, usted puede ser víctima de ataques, ya sea por parte de agentes terroristas extranjeros como por parte de grupos locales afiliados a ellos.

"Por consiguiente nos permitimos advertirle que se sirva tomar las precauciones señaladas en el folleto que le adjuntamos y que son de uso normal entre funcionarios de gobierno y ejecutivos antiguos o importantes de las grandes empresas. Además le aconsejamos ejercer una vigilancia especial en el recinto de la Universidad ya que, debido a la alta concentración de estudiantes del lugar, es posible y muy fácil para los activistas políticos disimular su presencia.

"Si llegara a notar cualquier tipo de actividad que le pareciera sospechosa, ya sea en su vecindad o en la Universidad, le rogamos comunicarse inmediatamente con la Landeskriminalant de Tübingen. Ellos están al corriente de su situación…" Mendelius leyó cuidadosamente el folleto que no agregó nada a lo que ya sabía; pero el párrafo final constituía una helada advertencia del hecho de que la violencia era tan contagiosa como la peste negra.

"…Las citadas precauciones deben ser estrictamente observadas no sólo por el sujeto, sino por todos los miembros de su familia, ya que ellos también están amenazados por cuanto el sujeto es vulnerable a través de ellos. Una vigilancia concertada y común contribuirá a disminuir los riesgos". Había una brutal ironía en el hecho de que un acto de misericordia llevado a cabo en una calle de Roma pudiera significar para una familia entera quedar a merced de la violencia en una ciudad provincial de Alemania. Y todo ello traía a la memoria la posibilidad de un corolario aún más sombrío: que unos tiros disparados en el río Amur de China pudieran sumir al planeta en una guerra total.

Entretanto tenía, para distraerse, otros pensamientos más agradables. Los Evangélicos le habían escrito una carta firmada por todos ellos en la que le expresaban sus agradecimientos por su apertura y receptividad en la discusión y su enfática afirmación de la caridad cristiana como elemento central de unión en la diversidad de nuestras vidas. Había también otra carta de Johann dirigida personalmente a él. "…Antes de salir para estas vacaciones me sentía profundamente deprimido. Tu comprensión respecto de mi problema religioso representó una gran ayuda para mí, pero aun así continuaba deprimido sin podérmelo explicar. Estaba inquieto con relación a mi carrera. No encontraba ningún sentido a lo que estaba haciendo. No tenía interés en entrar a formar parte de una gran compañía y comenzar a planificar la economía de un mundo que en cualquier momento podía estallar en nuestra propia cara. Temía ser llamado para hacer el servicio militar y participar en una guerra que no produciría nada sino un desastre universal… Mi amigo Fritz compartía plenamente estos sentimientos. Nos sentíamos resentidos y descontentos con la generación de ustedes porque ustedes tenían siquiera un pasado que recordar, y en cambio a nosotros sólo nos habían dejado como futuro una vacía interrogación… Y luego, encontramos este lugar, —Fritz y yo y dos muchachas americanas que conocimos en una
bierkeller
de Munich.

"Es un valle pequeño al que sólo es posible llegar por un sendero para peatones. Está rodeado de altos picos montañosos, cubiertos de pinos hasta la línea de las nieves eternas. Hay un viejo pabellón de caza y unas pocas cabañas agrupadas alrededor de un lago rodeado por frescas praderas. En los bosques vecinos hay ciervos y en el lago muchos peces. Hay también una vieja mina con un túnel que se adentra en la montaña.

"Fritz, que es aficionado a la arqueología dice que la mina fue trabajada en la Edad Media para extraer de ella hematites. Hemos encontrado allí herramientas quebradas, una chaqueta de ante sin mangas y algunas vasijas de peltre así como un herrumbroso cuchillo de monte…

"En nuestra última bajada al pueblo hicimos averiguaciones sobre el lugar y descubrimos que es propiedad privada y que pertenece a una anciana señora, Graftin von Eckstein… Su marido solía usar el valle como coto de caza. Seguimos la pista de la señora hasta Tegernsee y fuimos a verla… Es una viejecita muy ágil y lista, que, después que se hubo recobrado de la sorpresa que le causó esta invasión de cuatro jóvenes a quienes jamás había visto, nos ofreció té y bizcochos y nos dijo que se sentía dichosa de que estuviéramos disfrutando del lugar.

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