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Authors: John Norman

Los cazadores de Gor (10 page)

BOOK: Los cazadores de Gor
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—Precisamente —concluí.

—¿Y si no caigo en sus manos?

—En ese caso, espero que caigas en manos de eslines o de panteras del bosque.

Me miró con espanto.

—Permíteme empezar ahora —dijo.

Miré hacia el sol.

—Es un poco temprano para que una esclava se escape.

—¡Pero y los eslines y las panteras!

—¡Arrodíllate y espera! —ordené.

Se arrodilló, con las muñecas esposadas.

No esperaba que a las muchachas de Verna les costase demasiado localizarla y apresarla. No habíamos hecho nada para ocultar nuestros movimientos o borrar nuestro rastro. Sospechaba, por tanto, que ya habrían notado nuestra presencia en los bosques. Es más, hacía un ahn más o menos que había visto un leve movimiento entre la maleza, a unos cincuenta metros por delante nuestro, algo a la izquierda. No me pareció que fuese una pantera del bosque.

Por encima de Laura, hacia el norte, hay varios recintos para esclavas. Nos había llevado gran parte de la mañana, pero finalmente Rim, Thurnock y yo habíamos dado con el árbol marcado con una punta de lanza. A continuación habíamos logrado localizar varios más para establecer una línea. La marcamos en nuestro mapa y una vez en el barco, con el máximo de los cuidados, siguiendo al mismo tiempo las indicaciones de Tana y Ela, habíamos establecido la ubicación de campamento de Verna y de su círculo de danza. Nos alegró comprobar que nuestras primeras estimaciones no estaban desorientadas. Por supuesto que no nos acercaríamos a su campamento por el camino conocido entre las mujeres pantera. Habíamos decidido igualmente que, si era necesario, dejaríamos caer sobre el campamento una lluvia de redes de esclavas después de acercarnos en secreto, para atacar con decisión y fiereza, inesperadamente.

Las cosas parecían estar yendo muy bien.

Fui a inspeccionar el trabajo de los hombres, que seguían colocando estacas afiladas alrededor del campamento.

Habíamos alterado nuestros planes originales para poder tener en cuenta la llegada del
Rhoda de Tyros
a Laura.

Habíamos sacado el
Tesephone
de los muelles de Laura para remontarlo unos veinte pasangs río arriba. Era allí, en la orilla norte, donde habíamos acampado. La parte superior del río es menos navegable que la inferior, particularmente a finales de verano. Dadas sus dimensiones y su peso, el
Rhoda
no podría seguirnos hasta nuestro campamento. Además, yo había apostado guardas, algo más abajo en el río, para que nos avisasen si se acercaba alguien, por ejemplo en chalupa, desde Laura. También había apostado hombres cerca del campamento por si se daba la poco probable circunstancia de que intentasen acercarse por los bosques.

Tenía la impresión de que dichas precauciones eran innecesarias, pero me pareció oportuno no descuidar esos detalles.

Por otra parte, la situación de nuestro campamento, en la orilla derecha del Laurius, nos proporcionaba el aislamiento necesario para la ejecución de nuestros planes. Los de Laura podían pensar que sencillamente estábamos pensando en conseguir mejores precios en los eslines al establecer aquel campamento. Era algo que se hacía en ocasiones. No era necesario que nadie de Laura supiese el verdadero objetivo de nuestra expedición.

Me había enterado de que el campamento de Marlenus, el gran Ubar de Ar, estaba situado en algún lugar del interior del bosque, al norte o al noroeste de Laura. Seguramente era el mismo que había usado algunos meses atrás cuando había estado cazando en los bosques del norte en un viaje que le permitió capturar un gran número de animales y también a Verna y a todo su grupo.

No me cabía la menos duda de que Marlenus estaría más que confiado y seguro de sí mismo.

Del mismo modo, yo no podía dudar que no sería fácil capturar a Verna una segunda vez.

—Dos estacas más y estaremos listos —dijo Thurnock.

Miré hacia el sol que estaba ya bastante bajo. El anochecer caería más o menos al cabo de medio ahn.

Había llegado la hora en que una esclava podía escaparse.

Miré a Sheera.

—Ponte de pie, esclava.

Ella obedeció, incorporándose, con las manos unidas por las esposas delante de su cuerpo. Se quedó frente a mí. Llevaba puesto su breve ropaje blanco de lana sin mangas, y el cabello recogido hacia atrás. Estaba descalza. Alrededor de su garganta se veía mi collar.

Me dí cuenta de pronto, casi con sorpresa, de que era una mujer muy hermosa.

—¿Es por esto por lo que me adquiriste? —preguntó.

—Sí —le respondí.

Giró sobre sus talones rápidamente, con las muñecas esposadas, y se escurrió entre dos estacas que Thurnock no había asegurado todavía. Se alejó corriendo hacia el bosque.

—¿Qué hacemos ahora, Capitán? —dijo Thurnock que ya había concluido cuanto tenía que hacer.

—Nos prepararemos algo de comida, comeremos y esperaremos.

Sobre el vigésimo ahn, la medianoche goreana, oímos un ruido, fuera de nuestro perímetro defensivo.

—No apaguéis el fuego —les dije a mis hombres—, pero apartaros de él.

El que mantuviéramos el fuego encendido indicaba que nuestras intenciones no eran hostiles y que deseábamos establecer contacto.

Nos apartamos del fuego para ofrecer más dificultades a las mujeres pantera en el caso de que quisieran acabar con nosotros desde la oscuridad con sus flechas.

Pero aquella no era su intención. En caso contrario, dudo que hubiéramos escuchado aquel ruido.

Había sido el crujido de una rama para alertarnos, y así permitirles ver cuál sería nuestra reacción.

Pero no habíamos apagado el fuego.

Me coloqué cerca de la hoguera, de pie, con los brazos en alto, para que pudiesen ver que no llevaba armas.

—Soy Bosko, de la Isla Libre de Tabor —afirmé—. Soy un comerciante. Querría conversar con vosotras.

No se oyó nada.

—Tenemos mercancías con las que podemos negociar —dije.

De la oscuridad surgió una mujer. Llevaba un arco. Vestía pieles de pantera.

—Avivad el fuego —ordenó.

—Haced lo que os dice —le ordené a Thurnock.

Éste, de mala gana, echó más leña a la hoguera, hasta que el interior del perímetro quedó bien iluminado en la noche.

No podíamos ver gran cosa más allá del fuego.

En aquellos momentos cada uno de nosotros constituía un blanco perfecto.

—Arrojad las espadas y las armas —dijo la mujer.

Dejé caer mi espada, su funda y el cuchillo al suelo junto al fuego. Mis hombres, siguiendo mi ejemplo, hicieron lo mismo.

—Estupendo —dijo la mujer.

Nos miró. Pude verla con más claridad a la luz del fuego que se había avivado. Vi el arco y las pieles. Vi también un brazalete dorado en su brazo izquierdo y una breve cadena en su tobillo derecho.

Era verdaderamente una mujer pantera.

—Estáis rodeados —anunció.

—Por supuesto —dije.

—Hay flechas apuntando al corazón de cada uno de vosotros.

—Por supuesto —dije de nuevo.

—¿Comprendéis que si ahora nos pareciera podríamos haceros esclavos nuestros?

—Sí.

—Retirad algunas de las estacas y hablaremos.

Le hice un gesto a Thurnock.

—Retirar cuatro estacas —le ordené.

De mala gana, él y unos hombres cumplieron lo que se nos ordenaba.

La mujer pantera, con la cabeza muy alta, se introdujo en el perímetro de nuestro campamento. Miró a su alrededor. Su mirada era penetrante y valiente. Con el pie acercó las armas al fuego para que no estuvieran al alcance de los hombres.

—Sentaos —les dijo a ellos, indicando un lugar cerca de la pared posterior de la empalizada.

Les indiqué que debían obedecer cuanto ella ordenase.

—Poneos más juntos —dijo.

Había hecho que los hombres se sentaran de cara a la hoguera de manera que si por alguna razón el fuego se extinguía, les costaría algún tiempo acostumbrarse a la visión en la oscuridad, y quedarían a merced de ellas, las mujeres pantera. Les había obligado a sentarse de tal manera que cualquier flecha que disparasen diera siempre en el blanco.

La muchacha se sentó frente a mí, con las piernas cruzadas, al otro lado del fuego.

Se escuchó otro ruido fuera del campamento. Vi algo blanco moverse en la oscuridad, tropezando entre dos mujeres pantera.

La introdujeron en el perímetro sujetándola cada una de un brazo. Todavía estaba esposada, por supuesto, pero le habían atado, con fibra especial, las manos más cerca del cuerpo. Le habían bajado la prenda blanca con la que se cubría hasta la altura de la cintura y el cordón del mismo color con que se había sujetado sus cabellos había desaparecido. Arrojaron a Sheera hacia delante y la obligaron a arrodillarse, con la cabeza baja, junto al fuego. La habían golpeado.

—Encontramos esta esclava que se había extraviado —dijo la muchacha.

—Es mía —afirmé.

—¿Sabes quién era?

Me encogí de hombros.

—Una esclava —dije.

Se oyeron las risas de otras muchachas alrededor de nuestro recinto. Sheera bajó la cabeza aún más.

—Era una mujer pantera —dijo la muchacha—. Era Sheera, la mujer pantera.

—Oh —dije.

La muchacha se echó a reír.

—Era una gran rival de Verna. Verna se alegra de poder devolvértela ahora. —La muchacha miró a Sheera—. Llevas bien el collar, Sheera —le dijo.

Sheera la miró, con los ojos brillantes de sufrimiento.

—Este comerciante —prosiguió la muchacha— nos dice que eres suya ¿Es eso cierto?

Sheera la miró furiosa.

—Contesta, esclava —dijo la muchacha.

—Sí —respondió Sheera—, es mi amo.

La muchacha se echó a reír y lo mismo hicieron las demás. Luego me miró a mí y señaló a Sheera con la cabeza.

—¿Es buena como esclava? —preguntó.

—Sí. Muy buena.

Sheera apartó la vista furiosa y bajó la cabeza. Se oyeron las fuertes risas de las muchachas.

—Nos llevaremos cuatro puntas de flecha por devolvértela.

—El precio me parece justo —señalé.

—Más que suficiente por una muchacha barata.

Señalé que una de las compañeras de la joven podía retirar cuatro puntas de flecha de donde teníamos las mercancías y así se hizo. La mujer pantera encargada de tomarlas cogió cuatro, sólo cuatro.

—¿Así, pues, tú eres Verna? —le pregunté a la muchacha.

—No —respondió.

La miré con aire decepcionado.

Ella a su vez me miró con extrañeza.

—¿Buscas a Verna? —preguntó.

—He venido hasta tan lejos para hacer negocios con ella.

—Yo soy del grupo de Verna.

—Yo soy Bosko, de Tabor —le dije.

—Yo soy Mira —contestó.

—¿Vienes de parte de Verna? ¿Puedes hablar en su nombre?

—Sí. ¿En nombre de quién hablas tú?

—En el mío —le dije.

—¿No es en el nombre de Marlenus de Ar?

—No.

—Es interesante —dijo ella. Luego se quedó pensativa—. Verna nos dijo que Marlenus de Ar no se nos acercaría como lo has hecho tú y que no usaría un comerciante para que hiciera gestiones para él.

Me encogí de hombros.

—Seguramente está en lo cierto —le dije. Marlenus recorrería los bosques con sus hombres. No era muy probable que se dirigiese a una mujer pantera él mismo a menos de que ésta estuviese desnuda y arrodillada ante él, con cadenas puestas.

—¿Sabes que Marlenus está en el bosque?

—Sí —contesté—. Lo he oído decir.

—¿Conoces la situación de su campamento?

—No. Dicen que se halla en algún lugar al norte o noroeste de Laura.

—Nosotras sabemos dónde está —dijo Mira.

—Lo que me interesa es obtener una mujer que dicen esta prisionera en el campamento de Verna.

—¿Una esclava? —sonrió Mira.

—Quizás. Dicen que es morena y muy hermosa.

—Estás hablando de Talena, la hija de Marlenus de Ar.

—Sí. ¿Está en tu campamento?

—A lo mejor. O a lo mejor no.

—Puedo ofrecer mucho por ella —le expliqué—. Puedo ofrecer diez pesos de oro.

—Si la obtuvieses, ¿se la venderías de nuevo a Marlenus de Ar, por más oro?

—No tengo la intención de obtener ningún beneficio con ella.

Mira se puso en pie. Yo hice lo mismo.

—Diez pesos de oro —le repetí.

Pero cuando miré sus ojos, comprendí que Talena no estaba en venta.

—Estos bosques pertenecen a las mujeres pantera. Por la mañana, Comerciante, déjalos.

La miré de frente.

—Has tenido suerte —prosiguió alzando las cuatro puntas de flecha— de que hayamos podido negociar.

Asentí con un gesto de cabeza, comprendiendo a qué se refería.

Miró a mis hombres, de la misma manera que un hombre podría haber mirado un grupo de mujeres.

—Algunos de estos hombres parecen interesantes. Son fuertes y bien parecidos. Tendrían buen aspecto con cadenas de esclavos.

La muchacha giró sobre sus talones y rápidamente, desapareció entre las sombras, al tiempo que sus compañeras hacían lo mismo.

Mis hombres se pusieron en pie y tomaron sus armas.

Me acerque a Sheera y le alcé la cabeza.

—¿Has visto a Verna? —le pregunté.

—Sí —respondió.

—¿Estuviste en el campamento?

—No.

— ¿Tienen a Talena?

—No lo sé.

—¿Te dio Verna algún mensaje para mí?

—Que me hagas aprender lo que es ser esclava —susurró. Luego bajó la cabeza.

La hice a un lado con el pie, furioso.

—Thurnock, coloca las estacas en su sitio.

Miré hacia la oscuridad. Abandonaríamos los bosques al alba.

Pero regresaríamos.

Les había dado a Verna y a su grupo su oportunidad.

Solté las esposas que unían las muñecas de Sheera.

—Cara —llamé—, encárgate de que esta muchacha aprenda los deberes de una esclava.

—Sí, amo —Dijo Cara. Sheera me miró por encima del hombro mientras se alejaban.

Mis hombres nos dieron la bienvenida. Había regresado por el río. Lo primero que hice fue interesarme por el
Tesephone
. Los trabajos estaban quedando bien.

Durante mi ausencia algunos cazadores y proscritos habían llevado pieles de eslín para negociar. Les habíamos pagado bien, en oro o en mercancías. Por lo que sabían los de Laura o las gentes de los bosques, a excepción de las mujeres pantera de la banda de Verna, nosotros éramos lo que parecíamos, tratantes de pieles.

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